Después de demasiados meses en el congelador, ha reaparecido felizmente el blog del profesor Antonio Álvarez del Cuvillo con una entrada que merece ser leída atentamente: REFLEXIONES: DEFINIENDO DEMOCRACIA (III): COMO PROCESO. Un servidor ha leído sosegadamente el post de Álvarez del Cuvillo y tengo esta impresión: estas reflexiones –de una gran frescura, todo hay que decirlo— reflejan lo que siente íntimamente este ciudadano activamente comprometido, muy lejos de algunas banalidades que vienen de foros académicos.
Destaco un significativo fragmento de ese trabajo: "La democracia puede ser definida como el proceso de conflicto permanente entre el Poder y el Pueblo que se produce continuamente en toda sociedad y organización humana". Un somero recorrido a lo largo de la historia nos muestra que, en efecto, es así. Es más, me atrevería a añadir –cosas de la impertinencia que da el haber llegado a la edad provecta-- que ese proceso es necesario.
Ahora bien, este conflicto entre el poder (en realidad, los poderes) y el pueblo podríamos considerarlo como conflicto vertical. Lo digo porque, también en democracia, existen los conflictos horizontales, esto es, los que se dan en el seno de la sociedad que responden a intereses y a patologías de la más diversa condición. Incluso determinadas formas en el ejercicio del conflicto social son, a veces, una expresión de ello. Lo que viene a cuento por lo que se dirá a continuación…
Hace pocos días, desde estas páginas, celebrábamos el coraje intelectual que ha supuesto la declaración de Comisiones Obreras y, más concretamente, el punto quinto de la misma: ““Comprometernos con la regeneración democrática de la actividad política y sindical” (1). Digamos, de entrada, dos cosas: a) el conflicto vertical del sindicalismo frente a los poderes está bien claro; b) no puede decirse, sin embargo, que existe la misma clarividencia en torno a los conflictos horizontales. Por ejemplo, formas de expresión del conflicto en determinados servicios públicos, esenciales o no para la comunidad, que acaban dañando al resto de la ciudadanía, que no tiene arte ni parte en ese litigio. Son maneras en el ejercicio del conflicto que, además, en algunos momentos de exasperación restan autoridad al sindicalismo confederal que, en tales situaciones, se ve incapaz de mediar entre los intereses de los afectados y de los no implicados. Que, así las cosas, dificultan la solidaridad de los segundos hacia los primeros y, no infrecuentemente, crean ciertas bolsas de hostilidad hacia unas reivindicaciones justas.
La autoexigencia que se ha planteado Comisiones Obreras no tiene vuelta atrás: los compromisos son los compromisos. Que ese autoemplazamiento debe tener, a lo largo de su recorrido, unas prioridades claras, también es verdad. Pero, aprovechando lo mucho que insinúa el artículo de Álvarez del Cuvillo, es de esperar que, cuando corresponda, se reflexione sobre esto que he dado en llamar conflictos horizontales.
Destaco un significativo fragmento de ese trabajo: "La democracia puede ser definida como el proceso de conflicto permanente entre el Poder y el Pueblo que se produce continuamente en toda sociedad y organización humana". Un somero recorrido a lo largo de la historia nos muestra que, en efecto, es así. Es más, me atrevería a añadir –cosas de la impertinencia que da el haber llegado a la edad provecta-- que ese proceso es necesario.
Ahora bien, este conflicto entre el poder (en realidad, los poderes) y el pueblo podríamos considerarlo como conflicto vertical. Lo digo porque, también en democracia, existen los conflictos horizontales, esto es, los que se dan en el seno de la sociedad que responden a intereses y a patologías de la más diversa condición. Incluso determinadas formas en el ejercicio del conflicto social son, a veces, una expresión de ello. Lo que viene a cuento por lo que se dirá a continuación…
Hace pocos días, desde estas páginas, celebrábamos el coraje intelectual que ha supuesto la declaración de Comisiones Obreras y, más concretamente, el punto quinto de la misma: ““Comprometernos con la regeneración democrática de la actividad política y sindical” (1). Digamos, de entrada, dos cosas: a) el conflicto vertical del sindicalismo frente a los poderes está bien claro; b) no puede decirse, sin embargo, que existe la misma clarividencia en torno a los conflictos horizontales. Por ejemplo, formas de expresión del conflicto en determinados servicios públicos, esenciales o no para la comunidad, que acaban dañando al resto de la ciudadanía, que no tiene arte ni parte en ese litigio. Son maneras en el ejercicio del conflicto que, además, en algunos momentos de exasperación restan autoridad al sindicalismo confederal que, en tales situaciones, se ve incapaz de mediar entre los intereses de los afectados y de los no implicados. Que, así las cosas, dificultan la solidaridad de los segundos hacia los primeros y, no infrecuentemente, crean ciertas bolsas de hostilidad hacia unas reivindicaciones justas.
La autoexigencia que se ha planteado Comisiones Obreras no tiene vuelta atrás: los compromisos son los compromisos. Que ese autoemplazamiento debe tener, a lo largo de su recorrido, unas prioridades claras, también es verdad. Pero, aprovechando lo mucho que insinúa el artículo de Álvarez del Cuvillo, es de esperar que, cuando corresponda, se reflexione sobre esto que he dado en llamar conflictos horizontales.
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