Joaquín
Aparicio Tovar
En
la esfera de Parapanda han parecido unas interesantes aportaciones de los
amigos Javier Aristu (1) y Paco Rodríguez de Lecea (2) que suscitan algunas
reflexiones críticas. La tesis central, con todos los riesgos de las
simplificaciones, es que la crisis de la izquierda tiene mucho que ver con que
mira al pasado, mira al Estado Social que es hijo de una sociedad industrial
que ya no existe y a la que servía. La crisis del Estado Social es también la
crisis de la izquierda. “El Estado Social, dice Aristu, hizo posible
sustituir las viejas solidaridades interindividuales (a través de la familia,
los gremios, las diversas asociaciones de todo tipo que desde la Edad Media han jalonado
la historia europea) que hicieron posible que las personas pudieran sobrevivir
en mundos hostiles […] El Estado
social “expropió” el protagonismo de la solidaridad de la gente y levantó un
inmenso edificio de servicios sociales, con fondos aportados por los
impuestos”, a lo que Rodríguez de Lecea añade: “me interesa en particular esa
idea de la expropiación, de la desposesión de la solidaridad que podían
proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos […] nos encontramos hoy a la
intemperie: huérfanos del welfare al que tanto quisimos y que tanto nos quiso,
y privados de la solidaridad paliativa generada antes por la propia sociedad y
que fue arrasada de raíz por la poderosa competencia del Estado benefactor”.
Quizá
sea conveniente distinguir entre Estado Social y Estado de Bienestar. Para
algunos, como Ignacio Sotelo y parece que los amigos con los que aquí se
discrepa, el Estado de Bienestar (aún con otro nombre) es una invención de
Weimar que tenía como objetivo la superación del capitalismo por métodos
democráticos, mientras que el Estado Social, por el contrario, lo reforzaría,
aunque dando prestaciones sociales. Pero, si miramos nuestra Constitución (y
otras de Europa occidental) lo más correcto es pensar que el Estado Social es distinto del Estado
de bienestar porque este último alude a una función del Estado y no a su
“configuración global”. Implica “un proceso democrático, más complejo […] que
el de la simple democracia política, puesto que ha de extenderse a otras
dimensiones”, como dijo García Pelayo. Este es el primer punto de discrepancia
con Aristu y Rodríguez de Lecea. El Estado Social ha de verse como lo que es,
como un proceso de profundización del principio democrático en el camino de
realización de la igualdad real. La democracia no es algo dado para siempre,
depende, como enseñó el maestro Josep Fontana, de la capacidad de lucha que se
tenga para exigir derechos sociales, que, no olvidemos, son expresión de la
igualdad real. No se puede achacar al Estado Social la crisis económica, social,
política y ética actual y la consiguiente crisis de la izquierda política. Ya
es algo que se venía gestando desde la llamada crisis del petróleo de los años
70 del pasado siglo. Las élites capitalistas entendieron que ya se había
demasiado lejos en las realizaciones del Estado Social y para ello lo primero a
eliminar fue el pleno empleo, que una vez que existió, socavaba las bases de la
autoridad en la empresa y, por ende, en la sociedad. Que los partidos
socialistas de Europa occidental, en el ambiente de la guerra fría, abandonasen
el horizonte de emancipación que las fuerzas antifascistas lograron abrir en el
pacto constituyente posterior a la segunda guerra mundial, ya es otra cosa.
Otro
punto de discrepancia es que los amigos Aristu y Rodríguez de Lecea
tienen una especie de nostalgia de una mítica solidaridad que a lo largo de la
historia hizo posible que la gente sobreviviese en mundos hostiles. Que existió
solidaridad interpersonal y, en especial, dentro de un grupo profesional
definido no cabe la menor duda, pero tampoco la cabe de que sus
resultados fueron deplorables. Las masas de menesterosos y depauperados, de
excluidos sociales, fue una lacerante realidad en Europa hasta después de
la segunda guerra mundial. Hasta el Estado Social. La solidaridad no resolvía
tan grave problema. No es que no hubiese medios, incluso arbitrados por el
Estado, en la lucha contra la miseria (poor laws, beneficencia,
asistencia social) pero las prestaciones que dispensaban estigmatizaban a
quienes las percibían y por ello el orgullo de mucha gente les hacía alejarse
de tan dudosa merced. Si el seguro social, primero, y la Seguridad Social ,
después, tuvieron éxito y prestigio entre los trabajadores fue porque proveían
sus prestaciones con el título de derecho subjetivo, y los derechos no
estigmatizan, sino que hacen entrar a la gente en la esfera de la ciudadanía.
Esto lo vio claro Lloyd George cuando en 1911 importó a Gran Bretaña el seguro
social, criticado por los socialistas fabianos, como los Webb, porque no atajaba
las causas de la pobreza, sino sus efectos. Hay que recordar que ni el
seguro social ni la
Seguridad Social , que es el núcleo del Estado Social, fueron
concesiones graciosas hechas por las clases dominantes a los trabajadores, sino
que les fueron ganadas. En el campo de aplicación de los seguros sociales de
Bismarck solo entraban los trabajadores de la industria que no superasen un
cierto nivel de rentas, es decir, los que apoyaban a los partidos
revolucionarios.
Por
último, el problema de la ciudadanía. Ser ciudadano es tener derechos y los
derechos sociales, propios del Estado Social, hacen pasar a sus titulares de
súbditos a ciudadanos. Después de la Revolución francesa,
vino la estabilización liberal, vino el termidor pero ¿se debe renegar por ello
de la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano?
2.-
Contra el Estado de Bienestar. http://lopezbulla.blogspot.com.es/
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