Paco Rodríguez de Lecea
Un texto reciente de Javier Aristu en el blog hermano En Campo Abierto (1) viene a poner de
relieve un problema crucial para la izquierda en nuestro país, y no sólo en
nuestro país: un problema, además, que tiende a agravarse de día en día, y que
el tiempo por sí solo no va a remediar. Se trata de la “dislexia” (elijo un
término metafórico y suave; puede decirse de forma más directa y brutal)
existente entre el universo de los movimientos sociales y el de la política
institucional. Viene a suceder (otra metáfora) como si hubiera desaparecido un
engranaje esencial en el mecanismo de transmisión de los impulsos de una esfera
a la otra. La protesta social está alcanzando niveles muy altos de masividad, de
confluencia y de madurez, como ha demostrado la jornada del pasado día 22 con
la ocupación del centro de Madrid por las columnas de la Marcha por la Dignidad ; pero esa
protesta resbala en las instituciones y no acaba de generar un movimiento
político correspondiente de alguna envergadura. En el parlamento se comenta lo
que ocurre en la calle, pero ese comentario no genera una actividad concreta de
oposición; seguramente porque nuestras cortes generales trabajan en el vacío. A
la inversa, lo que suceda en las Cortes a la calle le trae al pairo.
En apariencia la normalidad democrática es total; el voto
ciudadano conforma mayorías y minorías en el quehacer político, y las centrales
sindicales mayoritarias revalidan con regularidad su representatividad en los
centros de trabajo y en la negociación de acuerdos de orden general. Sin
embargo, en la calle se vive una historia paralela. La oleada creciente de
protestas alcanza y salpica por igual a izquierdas y derechas, a partidos y
sindicatos, todos revueltos en una enmienda radical a la totalidad del sistema.
Javier recuerda en relación con esta crisis lo ocurrido en
1898, cuando algunas cabezas preclaras suspiraban por la aparición de un
“cirujano de hierro” que sajara de un tajo valiente la pústula corrompida de
nuestras miserias políticas. Y el tal cirujano, en efecto, apareció. Primero
con el nombre de Primo de Rivera, luego de forma más prolongada con el de
Franco. La historia ha mostrado lo que dan de sí los cirujanos de hierro. La
política puede no servir para nada en momentos críticos de bloqueo social; la
antipolítica sí que sirve entonces, pero siempre al poder, a la derecha.
Por eso a Mariano Rajoy no le preocupan las
manifestaciones de protesta: para él es una cuestión que se arregla con fuerzas
antidisturbios, multas administrativas y condenas judiciales. Es la izquierda
la que tiene un problema.
La política de la derecha circula de arriba abajo, es
verticista y autoritaria. Para la derecha el partido político es sólo una
plataforma que vehicula sus intereses en forma de consignas y de promesas
(vacías) al electorado. La sociedad es percibida desde este punto de vista como
un entramado de intereses, y el partido como una superestructura sin una
incidencia real en la sociedad que lo sustenta. El partido ejerce de correa de
transmisión de los intereses reales de la derecha; o, dicho de forma más
gráfica, de celestino de sus amores ilícitos.
En cambio la política de la izquierda debe circular de
abajo arriba, en un contexto en el que el partido político se postula como un
mediador necesario ante el poder estatal de los intereses y las
reivindicaciones de las clases asalariadas y de los sectores menos favorecidos
de la sociedad. La aspiración de la izquierda es el cambio. No existe izquierda
sin un modelo de sociedad implícito o explícito diferente del existente.
Una hipótesis de explicación del actual impasse en que se
encuentra la izquierda es la siguiente (la expongo con todas las cautelas
necesarias, el lector debe entender que generalizo y simplifico de forma
abusiva, porque busco aislar e identificar algo que existe sólo
tendencialmente): en lugar de mirar adelante, la izquierda mira hoy hacia
atrás. El ideal de cambio que propone ya existió antes, es la sociedad
industrial avanzada, compacta, con un desempleo reducido y una cobertura social
prácticamente universal y completa, de la época de las grandes políticas del
welfare. La izquierda se mueve todavía en el paradigma del fordismo-taylorismo,
cuando ese sistema productivo está ya obsoleto, desaparecido para no volver.
En el subconsciente de la izquierda es posible rastrear la
fijación tenaz del estado del bienestar. Y en este punto es particularmente
luminosa la sugerencia de Javier Aristu, sostenida en un análisis de Alain
Soupiot.
Regresemos a épocas pasadas, cuando aún no teníamos la
televisión. Ya sé que no nos es posible hacerlo con la memoria (¡somos tan
jóvenes!), pero no faltan documentos sobre la época. La cohesión social y el
adoctrinamiento ideológico tenían lugar entonces, en un pueblo o ciudad de
provincia, a través de los sermones del cura párroco por un lado (¡cuánto poder
llegó a tener el párroco en la formación de las conciencias! Basta releer “La Regenta ” o las historias
de Don Camilo), y por otro de las conferencias del ateneo libertario, o de la
circulación abierta o clandestina de la prensa de este o aquel partido. No
existía un adoctrinamiento uniforme para todos a partir del procedimiento de
enchufar el chisme. Y la solidaridad se vehiculaba también de forma diferente para
unos u otros a través de las mismas entidades citadas, con el ropero parroquial
o la sopa boba del convento para los menesterosos “de bien”, y con el “socorro
rojo” para las familias de los presos, los fugitivos y los represaliados.
«El Estado social “expropió” el protagonismo de la
solidaridad de la gente y levantó un inmenso edificio de servicios sociales,
con fondos aportados por los impuestos», señala Javier. Me interesa en
particular esa idea de la expropiación, de la desposesión de la solidaridad que
podían proporcionar los agentes sociales a partir de sus propios recursos. Se
puso en marcha una solidaridad mil veces más potente, desideologizada y
globalizada. Fue en ese punto del trayecto donde la izquierda abandonó a Marx
en masa para seguir a Lassalle. Ahí fue donde nos hicimos estatalistas, donde
atisbamos un atajo cómodo para acceder al socialismo de forma indolora.
Pero Soupiot y Aristu continúan: «Ese Estado social,
construido en Europa a partir de los años 30 del pasado siglo, es un hijo de la
sociedad industrial. Ha crecido para servirla y ha heredado de ella rasgos que
le incapacitan hoy severamente.» Y así, nos encontramos hoy a la intemperie:
huérfanos del welfare al que tanto quisimos y que tanto nos quiso, y privados
de la solidaridad paliativa generada antes por la propia sociedad y que fue
arrasada de raíz por la poderosa competencia del Estado benefactor.
Esa orfandad genera un resentimiento social tanto más
agudo por la forma drástica como se han cercenado las enormes expectativas
generadas. Y ahí puede estar una razón (una de las razones) por la que también
la izquierda se ve situada en el punto de mira de las iras de los movimientos
sociales. Se impone un cambio de actitud por parte de la izquierda “instalada”.
Se impone un nuevo gran pacto de ciudadanía, una nueva expectativa, un nuevo
modelo de sociedad futura capaz de generar nuevas solidaridades e ilusiones
también nuevas en el territorio de la izquierda.
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