Nota
editorial. Reproducimos con algunos cambios una síntesis de trabajos anteriores,
aparecidos en este mismo blog, sobre el
tama de la “soberanía sindical”. Las
referencias a algunos hechos se corresponden con la época en que se escribieron
tales artículos.
Parto
de la siguiente idea: la democracia sindical –la más participativamente reglada
de todas las expresiones políticas y sociales de nuestro país-- necesita una nueva acumulación de elementos
que la vigoricen. En caso contrario correría el peligro de no dar adecuada
satisfacción a las ansias de intervenir de amplísimos sectores, especialmente
la juventud, que observan un contraste evidente entre los saberes del conjunto
de los afiliados y las formas democráticas del sujeto social por la distancia
entre las posibilidades de participar en la vida del sindicalismo.
En
este ejercicio de redacción trataré de desarrollar la idea de lo que he dado en
llamar (a falta de otra expresión más adecuada) la “soberanía sindical”. En esa dirección he intentado sistematizar
algunas ideas que, hace ya un tiempo, desarrollé al respecto (1).
Primero
La democracia sindical se regula en las reglas
estatutarias y, frecuentemente o no, se practica mediante unos comportamientos
que, aunque no reglados, figuran en los usos y costumbres del sindicalismo.
Ahora bien, si prestamos la debida atención a las normas y a los
comportamientos caeremos en la cuenta de que no ha habido en las unas y los
otros una diferencia
substancial durante el ya
largo itinerario del sindicalismo desde sus primeros andares (hace ya más de un
siglo) hasta nuestros días. Me refiero a una diferencia en la substancia de
mayor cualidad democrática. Debo reconocer que ignoro los motivos del longevo
mantenimiento de las paredes maestras que sostienen el edificio democrático con
la misma argamasa de los viejos (y peores) tiempos. De momento me aventuro a
plantear dos provisionales hipótesis.
Una: el contagio que le viene al sindicalismo de las
autoritarias formas de la organización del trabajo. Otra: el peso de la
tradición lassalleana (contra la que polemizó duramente Marx) que situaba la
primacía del partido sobre el sindicato. Ambas necesitaban, de un lado, que la
casa sindical no se democratizara excesivamente y, de otro lado, el mismo
sindicato aceptó implícitamente el papel subalterno así frente a la
organización del trabajo como del partido. Con relación a lo primero, cabe la
hipótesis añadida de que el sujeto social creyera que --ante el autoritarismo
de, por ejemplo, el fordismo y el taylorismo-- le era más conveniente tener las
cosas bien cogidas por las manos y obviar los perjuicios de una `dispersión´
democrática. En torno a la segunda cuestión (la hipotaxis al partido), fue
considerada desde el principio como cosa natural, siendo ésta la tradición más
consolidada en la izquierda de matriz socialista-lassalleana, primero, y,
después, en la leninista: Lenin y Trostky son más lassalleanos que marxistas en
esto, y también en otras cosas.
SEGUNDO
En mi opinión el sindicalismo se encuentra en una
situación de madurez para emprender una dilatación de su personalidad
democrática y está en condiciones de provocar una discontinuidad con algunos
aspectos de su pasado, lejano y reciente, democrático. Varias son las razones
que me llevan a esta consideración. 1) Se puede afirmar austeramente que la
casa sindical es independiente de los partidos políticos; lo que le lleva a ser
un sujeto social que no reconoce el viejo constructo de la primacía de aquel y,
por lo tanto, interviene en aquellas esferas que, directa e indirectamente,
afectan la condición asalariada en todas sus diversidades. 2) Aunque de manera
fatigosa –y no siempre coherente— intenta darle una proyección a sus políticas
contractuales con un sentido de
democratizar la organización del trabajo y la humanización del centro de
trabajo. Es decir, de hecho se ha escapado de su dependencia del partido; y
comoquiera que el fordismo ha desaparecido como sistema hegemónico, la vieja
subalternidad del sindicato hacía aquel sistema, redimensiona la cultura de
éste. Se trata de dos situaciones
de gran formato histórico que desafían la personalidad de la forma-sindicato
tradicional.
En el caso español –y en los lugares donde exista una
parecida situación— hay dos elementos que, aunque no son novedades, impulsan la
necesidad de revisitar algunas cosas de antaño en lo que guarda relación con lo
que estamos intentando enhebrar. A saber, de un lado, el sindicato recibe por
ley el monopolio de la negociación colectiva y sus resultados afectan erga
omnes; de otro lado, el sujeto social interviene en materias que
tradicionalmente eran práctica exclusiva del partido político, por ejemplo, el
universo del welfare. En ambos casos, el sujeto social reconocido institucionalmente
lleva su representatividad a un espacio que largamente supera su elenco
afiliativo. De ahí que --afirmamos descriptivamente-- la legitimidad de los
resultados de la acción colectiva es el resultado de un “estatuto concedido”.
De donde --sin ningún tipo de descaro, pues se habla descriptivamente-- podríamos llegar a esta conclusión: la
legitimidad de la acción colectiva sindical es honorablemente imperfecta.
Nuestra idea es que la casa sindical sea honorablemente menos imperfecta.
Estas preocupaciones me vienen de hace algunos años.
Ahora me acucian tras el importante acontecimiento del referéndum que
convocaron los sindicatos italianos con motivo de su preacuerdo con el gobierno
Prodi sobre el Protocolo welfare. En julio de este año Cgil, Csil y Uil
concretan un importante pacto con el gobierno italiano, se firmará (explican)
si los trabajadores lo acepten, se convoca a tal fin una magna consulta a la
que son convocados todos los trabajadores con independencia de su situación
(incluidos pensionistas y jubilados), de su condición (fijos, precarios...) y
de su adscripción (afiliados o no al sindicato). Más de cinco millones de
trabajadores acuden a las urnas y, muy ampliamente, dan el apoyo a los
dirigentes de la casa sindical. Este método tiene sus antecedentes en una
consulta similar a mediados de los ochenta, en tiempos de la secretaría de
Bruno Trentin en la Cgil ,
y en algunos convenios colectivos nacionales. Dígase con prontitud: estamos en
puertas de un sindicato-república cuya legitimidad viene de una voluntad
colectiva “universal”. Más
todavía, indirectamente los grupos dirigentes de la casa sindical parecen
intuir –e indirectamente expresan— que hay un límite en aquello que ellos
pueden decidir por sí sólos. Por lo demás, no es exagerado afirmar que el
carácter independiente de la casa sindical tiene, en esas consultas, un origen
que ya no es interno sino general. El sindicato-república, así las cosas,
decidió firmar el protocolo welfare sobre la base de un mandato que venía de
una `soberanía´ sindical implícita.
En conversación con algunos amigos sobre estas cuestiones
les expliqué que había abordado estas cuestiones en cierto medio. Por lo tanto,
me remitía a esa publicación: concretamente este blog. Con cierto sentido del humor uno de
ellos, lector de Esopo, me espetó: “Hic Rhodus hic salta”. Y, agradecidamente
por el desafío, no tuve más remedio que pegar la hebra: si las Constituciones
democráticas afirman que la soberanía popular reside en el pueblo como fuente
de legitimidad, ¿por qué la casa sindical no cuenta con una figura aproximadamente similar? ¿Por qué el
sujeto social no tiene entre sus principios fundantes lo que –todavía a falta
de una nomenclatura apropiada— llamaré metafóricamente la `soberanía´ sindical.
Es decir, la figura que explicaría que la voluntad colectiva del itinerario
democrático de la casa sindical reside en el conjunto de sus afiliados, como
paso gradual para que, andando el tiempo, pueda afectar al conjunto asalariado.
La pregunta que se nos viene a las mientes es:
¿cambiarían algo las cosas? Desde luego que sí, porque ese símbolo (la
`soberanía ´ sindical) indiciaría unos comportamientos normados que
favorecerían la realización de hechos participativos según las normas que se
desprenderían de la expresión de dicha voluntad colectiva. Más todavía, se obviaría el desfase
entre la figura constitucional de los Estados nacionales y la ausencia de
aquella en la vida democrática de la casa sindical. Lo que no es poca cosa. Y,
como telón de fondo, téngase en cuenta que los sindicalistas, parafraseando a
Helena Béjar, son “hombres privados que se encuentran como personas públicas”. Que toman decisiones que afectan a las
cosas públicas, con independencia del nivel de representatividad de esas
personas públicas. De tal guisa que ese carácter requeriría de una figura que,
convenientemente conceptualizada, se correspondiese con la fuente de la
voluntad pública que recoge el texto constitucional.
CUARTO
Como
se viene diciendo de manera machacona las cosas han cambiado desde los primeros
andares de la casa sindical. De manera que parece elemental la necesidad de
repensar --a la luz de las gigantescas transformaciones que se están
produciendo, en función de los cambios tecnológicos que facilitan los hechos
participativos y dada la mutación de la estructura social de los trabajadores y
empleados-- las formas participativas de y en el sujeto social. De un lado, el tránsito al postfordismo que
pone en entredicho que la persona trabajadora se equipare al gorila amaestrado,
según Gramsci, por las viejas formas del organización del trabajo; de otro
lado, la formación intelectual del moderno conjunto asalariado (y muy en
especial de la afiliación sindical) se ha ampliado considerablemente, poniendo
en crisis definitiva la utilización de la
consigna como método de dirección sindical.
Se
mire por donde se mire, el mantenimiento de algunas formas de democracia
envejecida de la casa sindical es un despilfarro de los recursos intelectuales,
los saberes y conocimientos que, así las cosas, aparecen como submergidos y,
por tanto, de escasa utilidad para la acción colectiva. Una acción colectiva
que precisa de tales conocimientos y saberes para mostrar su alteridad en el
ejercicio del conflicto social, entendido éste también como una disputa de
saberes.
Por
tanto, el afloramiento de los recursos intelectuales y su vinculación con los
hechos participativos en el sindicato-república
consigna una utilidad a la concreción de las prácticas contractuales y del
ejercicio del conflicto.
Cierto,
las cosas no son fáciles porque en la cultura del conjunto asalariado coexisten
comportamientos en número no irrelevante de acrítica delegación hacia los
representantes (“Para eso están”, se diría) y actitudes de hacer oír la voz, de
querer participar. Y las cosas no son fáciles porque, por lo general, se sigue
manteniendo una práctica democrática de parecida morfología a los tiempos
del fordismo, a pesar de que éste es ya tendencialmente pura herrumbre. De ahí
que sea urgente, como se decía más arriba, repensar los hechos participativos a
la luz de tantas emergencias. En el bien entendido de que la innovación tecnológica
conlleva unos comportamientos ambivalentes: de un lado interfiere el ejercicio
del conflicto tradicional y, de otro lado, propicia nuevas formas de
participación y de intercomunicación horizontal.
Así
pues, sería conveniente enhebrar un nuevo discurso que, partiendo de la
indiciación que supondría la “soberanía sindical” modernizara, con nuevas
normas, los hachos participativos de la casa sindical. También, de ese modo, se
abriría el perímetro de quienes desean que su opinión sea tenida en cuenta. O,
por mejor decir, que su punto de vista fundamentado conforme la praxis
sindical.
¿Por
qué tanta insistencia en las normas? Dicho descriptivamente: porque los grupos
dirigentes, en todos los niveles del “escalafonato” y en los más diversos ámbitos
tienen una tendencia a la sobreactuación de sus poderes. Es una tendencia
pegadiza que impugna el implícito carácter federal del sindicalismo donde no
vale la máxima del viejo Cicerón: quien puede al más, puede al menos. De ahí la
importancia de formular explícitamente que la soberanía sindical radica en el
conjunto de sus afiliados. Con unas normas que se desprendan de ese planteamiento
básico.
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