Querido Paco, antes de meterme en harina quiero
darte una información. Hace años deposité en el Archivo Histórico de la CONC todos los ejemplares del
Ordine Nuevo. Este fue un precioso
regalo que me hicieron los compañeros de la CGIL lombarda con motivo de no sé qué. Te lo digo
por si te interesa echarles un vistazo, leerlos o lo que sea. Desde luego, como
bien puedes intuir, algo más que el placer está cantado. Como sabes, tratan de una gran cantidad de
cosas: desde los problemas de las fábricas turinesas hasta el urbanismo y no sé
cuántas cosas más.
Me da la impresión, que no sé si compartes, de que
Trentin nos está diciendo algo así como: la lucha teórica y práctica que el
movimiento obrero de matriz marxista ha puesto en marcha se caracteriza por la
denuncia contra la explotación y, en menor medida, contra la opresión. De ahí
que el planteamiento reivindicativo haya puesto el énfasis casi en solitario en
los (necesarios, habrá que decir) incrementos salariales, dejando para las
calendas griegas la intervención en el núcleo duro de la fábrica --y hoy en el
centro de trabajo innovado o no— los grandes temas de la organización del
trabajo y la producción, como hemos señalado en otras ocasiones.
Por otra parte, me parece excesiva la concepción de
Gramsci (especialmente en su etapa de ordinovista) de los niveles de
racionalización de la gran empresa. Que tenía (y tiene todavía) fuertes
elementos de racionalización, no me cabe duda. Pero, tal como lo describe
nuestro amigo sardo en este capítulo, me parece excesivo y, si me permites, con
una fuerte dosis “idealista”. Se puede decir, en su descargo, que estamos
hablando del joven Gramsci. También al viejo
Gramsci se le va la mano cuando, en Taylorismo
y mecanización del trabajador [Cuadernos de la cárcel, traducidos de manera
formidable por Manuel Sacristán en Siblo XXI] nos dice que “una vez consumado
el proceso de adaptación del trabajador [en la gran fábrica] ocurre en realidad
que el cerebro del obrero, en vez de modificarse, alcanza un estado de completa
libertad”. De ahí que te pregunte, porque a mi se me escapa, ¿en qué queda el
proceso de alienación y extrañamiento que dejó escrito el Barbudo de Tréveris?
Por otra parte, si los niveles de racionalización
son de tal magnitud, como aquellos que idealiza Gramsci, las luchas sindicales
sólo deberían tener como objeto intervenir en el abuso (cuando lo hay) de dicha racionalización y no en su uso. Que es lo que Trentin pone en
entredicho.
Y queda algo más que resolver por parte de Gramsci:
si la gran empresa tiene tan superlativa racionalidad, ¿a través de qué
mecanismos, que Gramsci no explica, se llega a la irracionalidad del sistema
capitalista? Me callo si me respondes que tal vez sea demasiado pedirle eso a
Gramsci. Porque ciertamente todos hemos tenido la tendencia de echar bajo las espaldas
débiles de nuestro amigo sardo tantas toneladas de responsabilidad.
Acabo con una buena noticia: nuestro común amigo
Gabriel Jaraba, afiliado pata negra
del sindicato, me ha prometido tirarse al albero de nuestras conversaciones
reflexionando sobre una serie de temas que ya iremos viendo.
Que la crisis hace estragos también lo puede notar
un sociólogo chusquero: la caída espectacular del lanzamiento de petardos.
Desde Parapanda, JL
Habla Paco Rodríguez de Lecea
Querido
José Luis, bienvenido sea Gabriel Jaraba a este cotarro. Y todos los demás
amigos que se animen a intervenir, sepan que los firmantes habituales no
tenemos ninguna pretensión de exclusividad. Más bien nos dedicamos a ir
lanzando, con mayor o menor fortuna, cables al vacío para ver si alguien los
aferra al vuelo y nos conduce a todos a un paisaje o una perspectiva nueva.
Voy
ya al ‘turrón’, que diría Quijada. Tenemos pocas ventajas sobre Gramsci, la
verdad, pero sí una muy clara: sabemos ya lo que pasó después. Estamos hablando
desde la quiebra del paradigma fordista-taylorista. La cadena de montaje como
núcleo del proceso de producción pasó a mejor vida, y del método taylorista lo
que queda son resabios irracionales: el dogma estrambótico de la división entre
‘los que piensan’ y ‘los que hacen’ en la empresa, como dos castas
inconfundibles e impermeables que sólo pueden convivir juntas pero no
revueltas.
Precisamente
esa situación da más fuerza de convicción a la propuesta de Trentin: el
espectáculo del despilfarro, la irracionalidad, el absurdo de una organización
del trabajo donde se ha enquistado una casta ‘parasitaria’ que, de forma
parecida a la nobleza de los tiempos medievales, se aferra a sus privilegios
caducos y pone un tapón a las posibilidades reales de aprovechamiento de las
tecnologías en su estado actual. (Leo la frase que dejo escrita y se me ponen
los pelos de punta: por favor, que nadie la tome al pie de la letra, es una
simplificación hasta grotesca, una historia de buenos y malos que sólo sirve para
entendernos mejor entre nosotros.)
A
los trabajadores nos gustan de forma natural el orden, la simetría, la economía
de esfuerzos, la eficiencia. En tanto que productores, amamos el trabajo en
equipo, la coordinación de esfuerzos entre técnicas y saberes distintos, y ese
producto final que emerge de la nada como un valor generado por un largo
proceso colectivo de creación. Marx consideraba que el caos, la explotación, la
irracionalidad y la injusticia presentes en la fábrica habían acabado por trasladarse
a todas las relaciones sociales. Cambiar la fábrica, recuperar en su interior
los valores del hombre completo y no demediado, era el camino obvio y justo
para cambiar la sociedad, según la idea central en su pensamiento de que la
infraestructura determina la superestructura. Difícilmente podemos reprochar al
joven Gramsci que, encandilado por la nueva racionalidad de una fábrica
fordista entonces pimpante y novedosa en el panorama italiano, propusiera
llevar esa misma racionalidad a la política. La fábrica, con el simple cambio
de las personas situadas en el puente de mando, pudo ser para él, en aquel
momento ‘ordinovista’ de la evolución de su pensamiento, el modelo a escala del
mundo nuevo que avizoraba.
Algo
parecido estuvimos debatiendo nosotros a principios de los años ochenta. ¿Eran
buenas o malas las NT, como abreviábamos entonces las nuevas tecnologías? Ni
una cosa ni otra, concluimos: eran objetivamente neutrales y, como cualquier
otro instrumento podían ser utilizadas en beneficio o en perjuicio de quienes
las empleaban. En la medida en que acortaban el tiempo de trabajo necesario
para generar una unidad de producto y exigían mayor capacidad de reflexión e
iniciativa a quienes las manejaban, podían ser instrumentos útiles para ampliar
la participación de los trabajadores en las decisiones de la empresa, reducir
los horarios y crear empleo nuevo.
Eso
decíamos. Treinta años después seguimos en las mismas, pero mientras tanto
hemos podido constatar hasta qué punto era posible pervertir el uso de las NT y
revertir los efectos beneficiosos para los trabajadores en suculentas
plusvalías para una casta dirigente interesada en multiplicar su tasa de
beneficios ya no a través de la producción sino de la especulación financiera.
Un
saludo, Paco
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