lunes, 4 de junio de 2012

AQUEL PACTO DE SOLIDARIDAD




Conversación en torno a la segunda parte del  CAPÍTULO 8 (2). Hacia el neocorporativismo. La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo (Bruno Trentin).



Querido Paco, nos dice el autor que existía una “crisis histórica” de relación entre los movimientos sindicales y los parados en aquellos tiempos que analiza en su libro La ciudad del trabajo.  Me temo que esa crisis continúa.

Naturalmente no estamos en condiciones de saber qué hubiera ocurrido si nos hubiéramos empeñado, en el primer Congreso confederal de CC.OO., en el Pacto de solidaridad contra la crisis y el paro que puso encima de la mesa nuestro Marcelino Camacho. Quiero decir, si en torno a esa propuesta nos hubiéramos esforzado en captar los elementos de fondo de la propuesta, tal vez el pacto solidario hubiera sido una referencia y, como hipótesis, se hubiera avanzado algo en esa “crisis histórica”. Lo cierto es que todos aprobamos administrativamente la idea camachiana, pero mirando con el rabillo del ojo para otro lado del salón.

Acabas tu carta anterior con un comentario y unas interrogaciones tan reales e inquietantes como la vida misma: “Hoy los pequeños corporativismos proliferan en todas partes, como las cucas a la llegada del verano. Es el ‘sálvese quien pueda’ que mencionaba yo en una  charla anterior. Fijos contra precarios, veteranos contra jóvenes, autóctonos contra inmigrados, varones contra mujeres. Así de fragmentada y enfrentada está la sociedad civil. ¿Y no ha de ser ese el primer punto por resolver para una propuesta sindical y política de alternativa?  Pues bien, de esta situación puede comportar dos situaciones: a) o un intento de reunificación, que sería gradual, de todas esas diversidades, o b) la exasperación de todas ellas al grito desgarrador, como tú relatas, del “sálvase quien puede” sin la delicadeza de aquello de “las mujeres y los niños, primero”.

El intento de reunificación de esas dispersiones podría apoyarse en que la agresión neoliberal se dirige contra todos, y que nadie por separado se librará de la tempestad. Pero esta prédica de sentido común, si no va acompañada de una propuesta sindical y política convincente (convincente por su factibilidad), sería papel mojado. Un programa, se entiende, que tuviera un ámbito europeo, lo que no quitaría que tuviera los necesarios pespuntes españoles. Ahora bien, querido Paco, un programa no es un conjunto de zurzidos, ni un ajuntamiento de retales. Y en relación a Europa parece claro que lo que prima es también el “sálvese quien pueda”, vale decir, que cada Estado-nación tira por donde parece que conviene a sus grupos dirigentes y, por otra parte, las izquierdas dan (algo más que la sensación) de ser una especie de Brigada de Brancaleone.

Ahora bien, cabe una posibilidad, que con sólo decirla se me ponen los pelos de punta. Se trata de algo que me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte y explica los motivos de mi decisión de traducir el libro de Trentin. Supongamos, por un momento, que el sindicalismo y las izquierdas fuesen derrotadas en esta batalla estratégica de la crisis (toca madera, amigo). Una salida --nefasta, por supuesto--  podría ser que a alguien, de babor o estribor, se le ocurriera que la solución es reeditar el pacto neocorporativo: te doy este plato de lentejas a cambio de que me ordenes el patio y gestiones las reivindicaciones que no intimiden y un conflicto social que tampoco intimide.

Querido Paco, de ninguna de las maneras quiero crear alarmismo, simplemente me limito a establecer una hipótesis que no debería caer en saco roto. En todo caso, como dijo el sabio cordobés: non los agüeros, los fechos sigamos. Aunque cruzo los dedos porque sabemos cómo acabó aquello… Mis saludos,  JL  

Habla Paco Rodríguez de Lecea

Si alguien se anima, querido José Luis, a emprender el difícil camino que propones de restaurar las fracturas de la sociedad civil a partir de un programa meditado, consensuado y creíble de reformas, tendrá que medirse con otros corporativismos distintos de los que hemos venido comentando, y más feroces. Porque el espíritu de cuerpo no es ni mucho menos un liquen que vive pegado al suelo social: más bien nos viene de arriba abajo con la contundencia de un smash de Federer. El esprit de corps se le supone al militar tanto o más que el valor inmortalizado en las ordenanzas; hasta puntos que rozan el ridículo en gritos como “¡Viva la cuarenta y dos de infantería!”, o ¡Viva el reemplazo del 96!” En la judicatura, es requisito iuris et de iure para entrar a formar parte de la alta jerarquía. Lo que se hizo con Garzón (la oveja negra que es necesario expulsar como sea) y lo que se está haciendo con Dívar y antes se ha hecho con otros, tiene reminiscencias de la frase de Roosevelt sobre Somoza: “Es un HP, de acuerdo, pero es nuestro HP). De la Iglesia católica no hace falta hablar, su temple solidario se muestra de inmediato en su edificante disposición a pagar el IBI, ¡no de los templos ni de las escuelas, sino de sus propiedades urbanas, que le rentan suculentas cantidades!  De las demás Iglesias no tengo noticia, pero sospecho que se mueven en parámetros parecidos.

Tampoco hará falta que pasemos revista al funcionariado. Es un cuerpo, y el nombre ya lo expresa todo. Pero es bonito detenerse un momento en los ministros del Gobierno, de este como del anterior: se pisan y se contradicen unos a otros para dar una noticia o un desmentido, y hay que ver cómo pelean los departamentos, por ejemplo los de Industria, Tecnología, Economía, Hacienda y Comercio, para colocar en su organigrama una agencia estatal de lo que sea que anda por ahí suelta.

No estoy diciendo que todos los militares, los jueces, los funcionarios y los obispos estén aquejados del mal corporativo. A la vista está que no es así, y podemos enumerar ejemplos muy lucidos de lo contrario. Lo que digo es que existen rémoras muy poderosas de corporativismo y de clientelismo que habrá que remover en el camino hacia una política de reformas estructurales. Gramsci habló en ese sentido de las casamatas del capitalismo. Enrico Berlinguer, al que hemos mencionado en alguna ocasión en nuestras conversaciones en un tono más bien crítico, dio toda la inmensa talla de su personalidad política al medirse de tú a tú con ese problema pavoroso. Berlinguer salió maltrecho del combate, sí, y tengo la sospecha de que su derrota (rotunda, si nos ponemos a ver lo que ha sido de su herencia) se ha intentado tapar apresurada e interesadamente debajo de alguna alfombra, en lugar de someterla a un análisis riguroso para extraer las enseñanzas oportunas. En buena parte es eso lo que se propone hacer Trentin en nuestro libro: discute primero paso a paso las premisas de aquel intento, desde el respeto exquisito a las personas y a las ideas, y retorna luego a Marx, a Gramsci y a otros en busca de nuevas propuestas y ensayos. La derrota no es nunca un ‘agüero’ para el futuro sino uno más de los ‘fechos’ que nosotros, hombres libres de prejuicios y supersticiones, examinamos para no errar el tiro en la próxima ocasión.

La misma casa sindical está, ha estado siempre, aquejada de ese tipo de reflejos y de inercias corporativas. Al bergantín sindical le cuesta enderezar el rumbo cuando el barómetro baja y se hace necesaria una maniobra distinta de la rutina bien masticada de todos los días. Demasiada gente se aferra a las recetas conocidas y a una actividad estrechita y bien parcelada. Llamar a zafarrancho resulta siempre impopular.

Discúlpame un recuerdo nostálgico para el ritmo de trabajo que impusiste al núcleo de dirección de la CONC en la época en que yo formé parte de él. Ignoro si habías hecho antes algo parecido, si lo hiciste después, si se sigue haciendo. Nos mandaste a participar en la negociación de convenios colectivos de diferentes instancias para que conserváramos el alma de sindicalistas y no de funcionarios, y nos sometiste a reuniones periódicas (podían ser mensuales o más frecuentes si se consideraba oportuno) en las que examinábamos conjuntamente los ‘grandes movimientos’. No el día a día, que ya tiene su ritmo y su trantrán, sino la perspectiva, el horizonte, lo nuevo.

Aquellas reuniones, que se celebraban fuera del recinto de la casa sindical, y con frecuencia al aire libre, podían tener una composición variable en función de los temas y las circunstancias, pero casi siempre estuvimos Alfons Labrador, responsable de Prensa y fino estratega, que siempre se volvía a casa dándole vueltas a algún nuevo titular para Lluita Obrera; Sebastià Vives, Paco Puerto, Tomás Chicharro y Juan Ignacio Valdivieso, siempre escrupuloso en el mejor sentido de la palabra, y el más difícil de convencer. Aquellas reuniones fortalecieron al núcleo, nos dieron a todos más coherencia, más seguridad en lo que defendíamos en las asambleas, y en nosotros mismos. Me gustaría que te extendieras un poco sobre aquella u otras experiencias parecidas, si hacerlo no hiere tu natural modestia. (Quizá dirás, como Mark Twain: «Me molestan las alabanzas, sobre todo porque suelen quedarse cortas.»)

Un saludo, Paco

JLLB

Por el amor de dios, Paco. Bien sabes que no tengo el vicio de la modestia, sino más bien lo contrario. De manera que estoy más cerca de Mark Twain que del poveretto de Asís. Lo que dejo sentado nuevamente para información de los siglos presentes y, con no menor fuerza, para los venideros. Abrazos desde la inmortal Parapanda, JL 


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