En efecto, los periodistas gráficos realizan la huelga un día antes de la convocatoria. Mañana, 28 de septiembre, ese gran colectivo irá a la acción. Así el gran día no hay periódicos en los kioscos. De ahí que, en gran medida, esa forma de actuar marca lo que vendrá después. Así pasó, como es natural, el famoso 14 de diciembre de 1988: los periodistas fueron la vanguardia de la gran huelga.
En aquella ocasión, Manuel Estapé (hijo de Fabián Estapé, el gran economista catalán) nos llamó a mi primo Justo Domínguez, secretario general de Ugt de Catalunya, y a un servidor para que interviniéramos en la magna asamblea que los trabajadores del rotativo La Vanguardia iban a realizar dos días antes de la acción. Allí fuimos, en pleno centro de Barcelona. Nos recibió Joan Tapia, el director del rotativo. Nos dijo que el Conde de Godó, propietario del periódico, tenía interés en hablar previamente con nosotros y nos estaba esperando. Subimos al despacho, y de forma desabrida –de hecho, ni nos dijo buenas noches— nos espetó a bocajarro: “No conseguiréis vuestros objetivos, el personal votará en contra de la huelga”. Justo y yo, siguiendo las normas de la más exquisita educación, saludamos: “Buenas noches, Conde. ¿Qué se le ofrece?. Ganaremos la votación y, antes de irnos, pasaremos a informarle del resultado”.
Centenares de trabajadores nos esperaban. Era la primera vez que se veía una cosa así en el periódico. Estapé nos pasó la palabra, hablamos y –ante el estupor del comité de empresa— dijimos que nosotros éramos el sujeto convocante y que, por tanto, las modalidades de la votación las poníamos Justo y un servidor, o sea: “Voto secreto”. Se organizó la votación y el posterior escrutinio: tan sólo unos quince o veinte votaron en contra; el resto –centenares— lo hicieron a favor. Estapé parecía levitar, nosotros aparentábamos una tranquilidad enorme, a pesar de que éramos un manojo de nervios. A las tantas de la noche nos presentamos en el despacho del conde: ni siquiera tuvo la delicadeza de esperarnos, noblesse oblige. Este caballero, al parecer, había cogido un berrinche de padre y muy señor mío. Y entonces maquinó una maniobra…
No podía consentir que apareciera que La Vanguardia iría a la huelga. El pollo pera Godó mandó imprimir cincuenta ejemplares (ahora no me acuerdo dónde, tal vez en Perpignan) para distribuirlos a las autoridades barcelonesas. Como cabe suponer hizo el ridículo.
Cuando le conté al profesor Estapé la gran aventura de su hijo se le caía la baba. Y, en vez de citar a Schumpeter –del que fue su gran traductor e introductor en España— se quitó el habano de la boca y con voz aguardentosa dijo: “Quins collons que té el meu fill”, que no traducimos porque estamos en horario infantil.
En aquella ocasión, Manuel Estapé (hijo de Fabián Estapé, el gran economista catalán) nos llamó a mi primo Justo Domínguez, secretario general de Ugt de Catalunya, y a un servidor para que interviniéramos en la magna asamblea que los trabajadores del rotativo La Vanguardia iban a realizar dos días antes de la acción. Allí fuimos, en pleno centro de Barcelona. Nos recibió Joan Tapia, el director del rotativo. Nos dijo que el Conde de Godó, propietario del periódico, tenía interés en hablar previamente con nosotros y nos estaba esperando. Subimos al despacho, y de forma desabrida –de hecho, ni nos dijo buenas noches— nos espetó a bocajarro: “No conseguiréis vuestros objetivos, el personal votará en contra de la huelga”. Justo y yo, siguiendo las normas de la más exquisita educación, saludamos: “Buenas noches, Conde. ¿Qué se le ofrece?. Ganaremos la votación y, antes de irnos, pasaremos a informarle del resultado”.
Centenares de trabajadores nos esperaban. Era la primera vez que se veía una cosa así en el periódico. Estapé nos pasó la palabra, hablamos y –ante el estupor del comité de empresa— dijimos que nosotros éramos el sujeto convocante y que, por tanto, las modalidades de la votación las poníamos Justo y un servidor, o sea: “Voto secreto”. Se organizó la votación y el posterior escrutinio: tan sólo unos quince o veinte votaron en contra; el resto –centenares— lo hicieron a favor. Estapé parecía levitar, nosotros aparentábamos una tranquilidad enorme, a pesar de que éramos un manojo de nervios. A las tantas de la noche nos presentamos en el despacho del conde: ni siquiera tuvo la delicadeza de esperarnos, noblesse oblige. Este caballero, al parecer, había cogido un berrinche de padre y muy señor mío. Y entonces maquinó una maniobra…
No podía consentir que apareciera que La Vanguardia iría a la huelga. El pollo pera Godó mandó imprimir cincuenta ejemplares (ahora no me acuerdo dónde, tal vez en Perpignan) para distribuirlos a las autoridades barcelonesas. Como cabe suponer hizo el ridículo.
Cuando le conté al profesor Estapé la gran aventura de su hijo se le caía la baba. Y, en vez de citar a Schumpeter –del que fue su gran traductor e introductor en España— se quitó el habano de la boca y con voz aguardentosa dijo: “Quins collons que té el meu fill”, que no traducimos porque estamos en horario infantil.
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