martes, 1 de septiembre de 2015

El factor P



Escribe Javier Terriente Quesada

Como siempre ocurre en periodos electorales, las diferencias entre el PSOE y PP suelen extremarse, con una notable falta de memoria del primero y un gran manto de mentiras  en el caso del segundo, a la espera de que una vez alcanzada la hipótesis de un cambio de gobierno se diluyan bajo un pragmatismo responsable, en cuyo nombre   caben toda clase de atropellos, redes corruptas y anomalías democráticas. El problema de este llamado pragmatismo responsable, tan apreciado por los viejos partidos de orden (frente a la amenaza de los “populismos irresponsables” que lo cuestionan), es que al ampararse en lo existente como la única realidad posible y disolver en lo cotidiano el horizonte de lo deseable, proclama sin pudor la caducidad de las políticas de reformismo fuerte y el fin de las ideologías emancipatorias. Ello conduce inevitablemente a estimular mecanismos bipartidistas que favorecen un nuevo reparto espurio de las instituciones estatales.

Estas semejanzas, que se encuentran en el origen del descrédito que amenaza la legitimidad del sistema de partidos, se agrava ante el hecho de que la izquierda tradicional vive empantanada en un proceso de crisis permanente, derivada de su incapacidad para pensar y actuar en la perspectiva de las nuevas magnitudes que caracterizan este cambio de época. Eso le impide, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, ejercer de portavoz de una verdad irrefutable acerca del devenir histórico y las tareas esenciales de la clase obrera. Por el contrario, es una realidad dramática que antiguas verdades y reglas de la izquierda, que movieron casi desde la nada montañas de esperanzas, se convirtieron en dogmas de fe de una iglesia laica omnipotente y omnisciente, que solo encuentran refugio ahora en partidos crepusculares o en trance de serlo. No es casualidad.  Dirimir el carácter de izquierdas de una organización en virtud de una enumeración de autoproclamaciones en torno a la defensa escolástica del marxismo, la simplificación de la lucha de clases o el advenimiento de la III República, ya no basta. Se necesitan respuestas nuevas a la crisis inédita del capitalismo post fordista y a la emergencia de nuevas categorías sociales y profesionales, al empobrecimiento sin fin de las clases medias y a las crecientes desigualdades.

Europa existe y existe de una forma determinada mediatizada por las fuerzas fundamentalistas de mercado; su complejidad va más allá de la llamada Europa de los mercaderes. La disyuntiva no pasa por el retorno a las antiguas monedas nacionales. Guste o no, los Estados actuales ya no son ni volverán a ser  las vías por donde transcurran las decisiones esenciales sobre la economía, las finanzas, el derecho, el trabajo y la política. Es una evidencia que la respuesta a los nuevos desarrollos capitalistas no puede abordarse con mentalidades y herramientas viejas, mediante atajos que piensen el futuro de Europa en términos de Estados nacionales independientes y/o feudalizados. Revitalizar el proyecto social y democrático europeo, truncado por las políticas neoliberales, exige sobre todo tenacidad y paciencia para dar una nueva dimensión al protagonismo democrático de los ciudadanos e impulsar los cambios políticos imprescindibles en la actual correlación de fuerzas  de la Unión Europea. Por ello, la prolongación indefinida de un determinado tipo de disputas nominalistas en la izquierda tradicional, ancladas en análisis del pasado, no hace sino empeorar su tendencia irrefrenable hacia la insignificancia, como si esta formase parte del orden natural que le corresponde en el actual universo político.

Por otro lado, es constatable que la corrupción, el nepotismo y las redes clientelares, no le han sido ajenos en determinados casos; la apuesta inaceptable por modelos desarrollistas ligados al ladrillo en áreas de alta intensidad especulativa, creó las condiciones para ello. No resulta entonces insólita la fusión, sin conflicto aparente en un mismo discurso, de una ardiente retórica “revolucionaria” oficial con la incapacidad para construir alternativas políticas y económicas verosímiles. Teniendo en cuenta estas cuestiones, ¿no estaría justificado preguntarse qué es lo que queda detrás de las toneladas y toneladas de manifiestos y programas idénticos entre sí, inmunes al paso del tiempo, signo insoslayable de un arraigado inmovilismo doctrinal?: un discurso residual de tipo identitario más que discutible, varias décadas de resultados electorales de escasa relevancia (salvo contadas excepciones), la conversión del antiguo PCE en un grupúsculo fundamentalista, una serie de experiencias de gobierno cuando menos contradictorias (algunas, poco gloriosas), y un catálogo de apelaciones sectarias a la unidad de la izquierda, dirigidas más a la autoafirmación de un sector muy minoritario del electorado que a la voluntad de conquista de nuevas mayorías sociales. En estas condiciones, resulta un tanto disparatada la arrogancia de expedir certificados de buena conducta, en función de que se acepte participar o no en un frente de izquierdas de cara a las elecciones generales.

Es interesante observar, que determinados medios ya han asignado a Podemos la casilla que le corresponde en el nuevo escenario electoral, acompañado de un manual de instrucciones precisas: 1- no invadir espacios que pertenezcan por derechos históricos a otros partidos, particularmente al PSOE; 2- impedir que la transversalidad de las protestas provocadas por las políticas neoliberales tenga un nuevo destinatario.  No importa que la socialdemocracia se haya transmutado en una fuerza corporativa, cuyos líderes, cíclicamente, ejercen de izquierdistas en la oposición y de “dirigentes responsables” en el gobierno. Por encima de todo, el guion señala que Podemos ha de ser coherente con su misión fundacional, atornillado a la casilla del radicalismo populista y chavista, en disputa con las izquierdas tradicionales; ergo su destino no puede ser otro que el de participar en un frente de izquierda, al que ya se le ha otorgado graciosamente una franja electoral minoritaria preestablecida. No hay elección. Podemos debe asumir la condición subalterna que le confieren las leyes  inscritas en su naturaleza política y ser respetuoso con las dinámicas de reorganización del poder en un marco bipartidista. La finalidad: garantizar la eventualidad de acuerdos combinados entre PP, PSOE y Cs e impedir a cualquier precio un gobierno de o con Podemos; en todo caso, restarle capacidad para convertirse en una fuerza determinante. Grecia está cerca y aún en su derrota (la izquierda revolucionaria con 3 R, esa a la que no le tiemblan las piernas, lo llama alta traición), es preciso evitar a toda costa el contagio del Syriza de Tsipras cortocircuitando el ascenso de Podemos. He ahí uno de los muchos puntos comunes entre la derecha y la socialdemocracia europea y española. Esta estrategia tuvo sus antecedentes a mediados de los años setenta y comienzos de los 80 del siglo pasado, cuando el ascenso de las izquierdas en Europa parecía imparable. La revolución de los claveles en Portugal (1974), la caída de los Coroneles en Grecia (1976), la inminencia del acceso al poder del PCI en Italia a través del Compromiso Histórico con la Democracia Cristiana  de Aldo Moro (1978), Mitterrand y su Programa Común (1981) y las excelentes expectativas del aún ilegal PCE, hicieron sonar las alarmas de la OTAN, Centinela de Occidente y de la Civilización Europea. Al peligro que suponía un gobierno de, o con, el PCI en Italia se le llamó factor K. Hoy, a la amenaza que representa Podemos, con todas las variables y matizaciones del mundo, se le podría denominar Factor P.    
1+ (-1) = 0

Parece ser que la llamada confluencia política de la izquierda se ha convertido en un novísimo Santo Grial, que permitiría un cambio radical en la correlación de fuerzas en las próximas elecciones generales. Poco a poco se ha ido generando desde los grandes medios de comunicación una suerte de razonamiento místico o tautológico en torno a un juego de palabras circular: Sumergirse en la confluencia sería como purificarse en las aguas del Jordán, que absolvería de sus pecados pasados a Podemos, permitiéndole el ingreso en la cofradía de los creyentes verdaderos. No hacerlo, equivaldría a un crimen de lesa traición. ¡Ay, amenazan, si Podemos se atreve a rechazarla tras las elecciones catalanas, asumirá de por vida la responsabilidad de la derrota de las clases populares en las generales

¿Sin embargo, de qué se trata cuándo se habla de confluencia?

En términos generales, parece de sentido común aplicar las matemáticas elementales a la política: dos más dos igual a cuatro. Ahora bien, siempre que se sumen cantidades homogéneas y de signo positivo. De lo contrario, las cuentas no salen.

Pero, ¿qué ocurre cuando lo que se ha dado en llamar pomposamente como confluencia no es sino una réplica multiplicada ad infinitum de un mismo o varios sujetos políticos en sus más variadas interpretaciones satelizadas, provincia a provincia, región a región? ¿Cómo interpretar una colección de siglas de escasa o nula representación social sino como uno de esos celebrados episodios de romanos vestidos de cartagineses (y viceversa) según las conveniencias territoriales de la acción fílmica? ¿No es ventajismo político apelar a los éxitos municipales de Madrid y Barcelona como forma de presión a Podemos, para que renuncie a candidaturas propias en toda España, y no al fracaso de las llamadas candidaturas de unidad popular en el resto del país, bajo control de la izquierda tradicional?

Siendo esto así, no parece lo más adecuado llamar unidad popular a una simple colección de entidades de representatividad cuestionable, urgidas por la imperiosa necesidad de refugiarse en una marca participada por Podemos, ante el peligro de desaparición inminente en las próximas citas electorales. Si, además, esas candidaturas se presentan a la estela de una denominación igual o parecida a alguna de las ya contrastadas, mayor apariencia de arraigo popular. En este escenario de sombras chinescas, lo importante no son los contenidos sino fagocitar una imagen simbólica acreditada (Ahora Madrid, por ejemplo, o antes Ganemos Barcelona), repetida hasta la saciedad, que trasfiera prestigios ajenos.

Si hace escasos meses las primarias abiertas eran objeto de burla por tratarse de un “invento norteamericano”, ahora hay quien hace suya esa iniciativa aunque sea  en versión tutelada e interna del formato original; si Podemos y sus dirigentes eran un producto mediático destinado a desaparecer a las primeras de cambio (como aseguraban que sería el destino del 15M), ahora se les busca desesperadamente para reclamarle altura de miras y generosidad ilimitada; si hasta hace unos meses Podemos no era un instrumento fiable por “situarse en el centro del tablero”, “no ser de izquierdas ni de derechas”, o instalarse fuera de los “conflictos de clase”, ahora ya no importa, las angustias electorales (y las derrotas municipales y autonómicas con sus secuelas económicas) dictan que el desprecio se trastoque en respeto y el desdén en objeto de deseo.    

El hilo argumental que justificaría esos cambios de opinión se sostiene en que las experiencias municipales de Madrid, Barcelona, Valencia….se basan en modelos extrapolables para las generales. Nada más desacertado.

Primero, porque el discurso y las estrategias de las izquierdas representadas en esas candidaturas (y las problemáticas territoriales de referencia) tienen poco que ver con los de la izquierda tradicional o no la incluyen, como Madrid y Valencia. En este caso, es inevitable que surja una cruel paradoja: si las propuestas y formatos municipales de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares o Galicia, son el modelo a seguir en el resto de España, ¿no sería deseable que una de las condiciones necesarias para su éxito sea que esa izquierda, en un acto de generosidad, no obstaculice el proceso?

Segundo, porque los actores y las alianzas que intervienen en el plano municipal tendrán, previsiblemente, un comportamiento muy distinto en las generales: ¿alguien piensa sensatamente que el PSOE seguiría las mismas pautas respecto a una candidatura de unidad de la izquierda, que el que ha tenido en Madrid, Barcelona, o en una serie de Comunidades?

Tercero, porque caben muchas dudas acerca de cuál sería la izquierda aliada de Podemos, provincia a provincia, comunidad a comunidad: ¿la que ha expulsado a 5000 militantes en Madrid, la que facilitó el gobierno de Monago en Extremadura, la que ha gobernado para sí misma, con un PSOE agujereado por los caso de corrupción, las privatizaciones y las contrataciones escandalosas en Andalucía….?

Cuarto, porque ante este panorama, no sería improbable que sectores procedentes de la izquierda tradicional, o Podemos, no apoyen ni voten candidaturas de confluencia, neutralizándose mutuamente, o lo que es igual, que la sumatoria de fuerzas se convierta en un magma autodestructivo igual a nada.

Y quinto, porque es evidente que una propuesta genérica de unidad con esta izquierda, o de participar con ella en mixturas electorales provinciales (siempre hay alguna excepción singular), estaría condenada a jugar en espacios políticos reducidos, muy lejos de la necesaria suma de consensos democráticos para derrotar a la derecha.

Si el objetivo es desalojar del poder al bunker conservador, y no dar testimonios de fe con un grupo reducido de parlamentarios, no hay duda: lo coherente sería aspirar a una convergencia democrática transfronteriza capaz de aislar al núcleo duro de la derecha e infringir una derrota completa al  bipartidismo. En conclusión, a nadie se le escapa que un frente de izquierdas, en las condiciones no imaginarias sino reales de aquí y ahora de la izquierda tradicional, cualquiera que sea su ámbito, además de tener un alcance restringido y un programa inasumible por las grandes mayorías, constituiría un adversario fácilmente abatible.

En este sentido, convendría recuperar la memoria de las luchas y experiencias del pasado anti franquista, pues nos muestran el camino a seguir en muchos casos. Hoy la cuestión central frente a la dictadura de los mercados y la Troika, (como antes, contra el bunker del franquismo) vuelve a ser la democracia sin adjetivos y su desarrollo en todos los campos, en cuya defensa hay que interpelar a todos y todas sin distinción. Millones de ciudadanos que formaron parte del bloque electoral de los vencedores (PP y PSOE), en el pasado inmediato, han sido desplazados forzosa y masivamente al territorio de los vencidos, de los exiliados del sistema, de los derrotados de cualquier signo que no han quedado a salvo de las sucesivas lesiones de derechos. Tras cada derecho pulverizado hay centenares de miles de ciudadanos agrupando fuerzas en las Mareas, las asociaciones de afectados por las hipotecas, los movimientos vecinales, las organizaciones de pymes, de consumidores, los movimientos de mujeres, el mundo rural, los sindicatos, las asociaciones de profesionales y estudiantes... Por tanto, derechos, si, sumados. Inseparables. Indivisibles. Inmediatos. Urgentes.



1 comentario:

David Navarra dijo...

Ignora este artuculo la animadversion de podemos a los sindicatos de clase mayoritarios, al situarlos dentro del regimen a eliminar.