viernes, 28 de marzo de 2014

SOLIDARIDADES Y ESTADO SOCIAL. Javier Aristu y un servidor



Javier Aristu

       Entro de manera inmediata, no con la  reflexión que necesita una cabeza lenta como la mía, al debate sobre este asunto de la relación entre la crisis del Estado social (estado del bienestar, estado providencia, welfare) y la necesidad de configurar un marco nuevo de solidaridades sociales (*). José Luis López Bulla, con su habitual sagacidad,  me pilló en un renuncio cuando usé la fatídica palabra “expropiar” (despropiar dicen por el agro andaluz con esa imaginación carente de academicismo pero a veces certera) al hablar de la solidaridad nacional del estado. Vamos pues a precisar, de forma sucinta y escalonada, algunas variantes sobre este asunto.


1.                      Quizá el uso del término “expropiar” no sea adecuado, ciertamente. Lo ponía entre comillas para identificar cómo el estado, esa máquina portentosa de acumular fuerza y poder durante siglos, se hizo con la tarea de facilitar la vida y el trabajo de las gentes, asunto que hasta entonces pertenecía a la responsabilidad de cada individuo (supervivencia) o de las organizaciones sociales que se fueron construyendo a lo largo de la historia para salvar a los individuos. José Luis dice que eso es la  “constitucionalización” de los derechos, y me parece impecable. Con aquel otro término, tan querido a los campesinos y jornaleros de mi tierra, se da la impresión de que el estado secuestra, usurpa la fuerza de la solidaridad a las gentes.  Pero en cierto modo así ha sido también; el estado se ha caracterizado por ir absorbiendo cada vez más, desde el siglo XIX, tareas que hasta entonces o no existían o pertenecían al ámbito del individuo y de la sociedad (¿Hablamos de la URSS?). Todo Estado de algún modo capta energía social para solidificarla, fijarla, encerrarla en el marco de la coerción que él ejerce. Y eso significa que hay un doble o contradictorio proceso: al acumular esa energía el estado nos hace en parte más seguros y más libres porque consigue realizar los grandes objetivos de la realización humana de mejor y más potente manera: nuestra salud, nuestra educación, nuestra seguridad a lo largo de la vida —antes de trabajar, cuando trabajamos y después que pasamos la edad laboral— son mejor realizadas por los servicios del estado que por nosotros mismos. Eso es indudable. Pero a la vez, eso nos hace más dependientes del estado, somos más objetos de la atención del estado que sujetos autónomos que decidimos sobre nuestras vidas. En fin, el Estado liberal del XIX es un avance extraordinario en relación con el papel del individuo; el estado social de principios y mediados del siglo XX supone una revolución cuando asume la necesidad de proteger, velar y cuidar del ciudadano como trabajador y de sus circunstancias laborales. 

Nunca el hombre social había sido capaz de asegurar su vida con nada que no fuera su propia inteligencia y sagacidad; a partir de la creación del seguro de vida y seguro de trabajo (Bismarck, Beveridge) el Estado garantiza la seguridad de ese ciudadano trabajador hasta el final de su vida. Sin embargo, es evidente que si algo ha generado a lo largo de ese mismo proceso es una cada vez mayor fortaleza de los instrumentos del estado (antes los llamábamos “aparatos de estado”) que ya no están destinados a proteger sino cada vez más a vigilar, perseguir, controlar y reprimir al ciudadano.  


2.                       No creo que tengamos que tirar por la borda las conquistas del Estado social. ¡No estoy loco! Lo que sí digo es que debemos aprender de estos últimos treinta años para dar salida a la actual crisis de este estado del bienestar. Pierre Rosanvallon (La nueva cuestión social, 1995) nos dice que el Estado social ha pasado por tres tipos de crisis: una, la fiscal en los años 70 del pasado siglo, y aumentada en estos, cuando se produce un crecimiento del gasto y una reducción del ingreso de ese estado; otra, la ideológica, cuando ese Estado providencia —que Ken Loach retrata tan bien en su película El espíritu del 45—,  como empresario social es incapaz de resolver bien a partir de un momento (los años 80) los problemas de la solidaridad, haciéndose cada vez más opaco, más burocrático y más tecnocrático frente a sus propios acreedores, que son los ciudadanos. Desde mi punto de vista, esta crisis ideológica es palpable, terrible y fenomenal en la educación española—la experiencia andaluza en educación es significativa— aunque ahora no me puedo detener en esta decisiva cuestión. Finalmente, dice el pensador francés, hay en estos años de principios de siglo, y tras los acontecimientos económicos y geopolíticos ya conocidos, una tercera crisis de tipo filosófico caracterizada por “la desintegración de los principios organizadores de la solidaridad y el fracaso de la concepción tradicional de los derechos sociales para ofrecer un  marco satisfactorio en el cual pensar la situación de los excluidos”. 


Es decir, y como están ya constatando gente de la que nos podemos fiar (Sennet, Bauman, Sassen, Supiot, etc.), el mundo actual es un conjunto de desagregaciones, de desarticulaciones; cada vez más gente se queda fuera de los circuitos de protección y seguridad, cada vez más millones de personas, no ya en “el tercer  mundo” como antes sino precisamente en la desarrollada, integrada y organizada sociedad europea, están saliendo del sistema de seguridad, no tienen ningún tipo de protección y están “al pairo” en su discurrir vital. El capitalismo los usa y los tira, la antes sociedad solidaria (sindicato, mutua, partido, casa del pueblo, cooperativa de consumo) o no existe ya o no les da cobertura, y el estado benefactor y providencial literalmente los ha echado de sus listas (emigrantes, precarios, trabajadores en negro, mayores de edad, becarios y tantos más). Se trata de una crisis completa del sistema de solidaridad construido en el siglo XX y tenemos por tanto que levantar otro modelo que por un lado mantenga y haga prevalecer lo mejor de aquél pero por otro incorpore nuevos planteamientos y sea capaz de inventar a partir de la práctica de la lucha social. Como siempre ha sido.

3.                      Hay que ir, por tanto, a través de dos caminos que siendo paralelos son convergentes en su destino final. Por un lado la reforma, adaptación y mejora del Estado y de sus poderes y servicios que, en nuestro caso, solo puede ir de la mano de la democratización progresiva y expansiva así como de la integración europea. Ya ningún estado nacional podrá en nuestro continente resolver por sí solo el problema de la “solidaridad nacional”. Por otro, la creación, extensión y desarrollo de “círculos de solidaridad” social y civil (Supiot, L’Esprit de Philadelhie, 2010) que sustituyan, amplíen, mejoren o profundicen la labor del Estado. Esto yo lo tengo clarísimo aunque no sepa cómo articularlo en lo concreto: hay que dejar de ser simples “usuarios de servicios del estado” para desplegar nuestra dimensión como “ciudadanos autónomos” que, en solidaridad con los demás, formemos el auténtico poder de la democracia (we the people…) Como dice mi hipercitado Alain Supiot “la palabra «pobre», en distintas lenguas africanas, no designa eso que el banco Mundial entiende como tal (un ingreso inferior a dos dólares por día): «es pobre aquel que tiene pocas personas», quien no puede contar con la solidaridad del otro”. Y lo dejo aquí para que otros puedan intervenir en esta conversación.



De JLLB a Javier Aristu


Querido Javier, me siento cómodo con este nuevo artículo que nos presentas; Paco Rodríguez de Lecea y tú mismo sabéis que este viejo quisquilloso no lo dice por protocolo. Es más, pienso que has elevado el tono de nuestra conversación, lo que tampoco es cortesía por mi parte. Te agradezco que nos hayas aclarado (yo lo he reclamado vehementemente) que tu primera observación era el interés por relacionar «la crisis del Estado social (estado del bienestar, estado providencia, welfare) y la necesidad de configurar un marco nuevo de solidaridades sociales». En todo caso, para hacer gala de mis condiciones de cascarrabias, expondré algunas observaciones, en tono menor, a lo que has escrito.

1.--  Los tres (Paco Rodríguez, tú mismo y un servidor) sabemos perfectamente lo que Joaquín Aparicio recuerda a los desmemoriados: el Estado social no fue un regalo. Es algo que nos ha faltado explicar suficientemente, especialmente a las nuevas generaciones, que se ha encontrado con un importante acervo de bienes democráticos (siempre parciales, claro está) que no cayeron del cielo sino que fueron el resultado de importantes movilizaciones de nuestros antepasados y de las luchas –todo hay que decirlo— de los de nuestra quinta.

2.--  Dices (después de aclarar las comillas de expropiar  con la misma elegancia que Einstein introdujo su famosa constante cosmológica) que  «el estado se ha caracterizado por ir absorbiendo cada vez más, desde el siglo XIX, tareas que hasta entonces o no existían o pertenecían al ámbito del individuo y de la sociedad». Aquí vuelvo a arrugar la nariz. En todo caso, todavía no hemos valorado (me refiero a nosotros tres) el tránsito del Estado beneficiencia a los primeros andares de un aprendiz de Estado de bienestar, que nos recuerda Aparicio en su artículo sobre el particular (1). Más todavía, las «tareas» que iba «absorbiendo» el Estado fueron, también y especialmente, una consecuencia de las importantes luchas de nuestros tatarabuelos cartistas. Nuestro amigo Trentin caracterizó el Estado social como una «conquista de civilización». Convengamos, pues, que no se compadecen conceptos como conquista de civilización y, en este caso, expropiación, despropiación o desposesión. Por cierto, la gran mayoría de las leyes que se refirieron a mejoras sociales fueron dispuestas por gobiernos conservadores británicos. En casi el mismo orden de cosas, una gran parte de la literatura del abuelo de Tréveris plantea directamente al Estado la exigencia de leyes sobre la jornada laboral, el trabajo infantil, la salud e higiene en el centro de trabajo. Y hasta donde yo sé, aprendido en primero de Marcelino Camacho, Marx no era lassalleano. Por ello me atrevo a decir que el barbudo de Tréveris estaba planteado lo que hoy diríamos la «constitucionalización de los derechos». 

3.--  Dices, amigo Javier, (y dices bien)  «que debemos aprender de estos últimos treinta años para dar salida a la actual crisis de este estado del bienestar». Claro que sí. Si se me permite, no obstante, yo miraría más atrás. Habría que remontarse al difuso momento de la colonización que hizo el fordismo de la política de izquierdas y de los sindicatos. El libro de Trentin, La ciudad del trabajo, nos da pistas suficientes para ello (2). Y no abundo en ello porque tanto Paco Rodríguez como un servidor hemos escrito largo y tendido sobre ello.

Sería necio, no obstante, ignorar ciertas gangas del Estado social. Por ejemplo, su carácter centralista. También que la solidaridad que practicó fue, al decir de Trentin, una «solidaridad oculta», que no es lo mismo que la expropiación, despropiación o desposesión. La cosa tiene su importancia (me refiero a la solidaridad oculta) porque, en parte, fue causa y efecto de la aparición de redes clientelares que laceraban el Estado social. Pero, parafraseando a Richard Sennet, eso fue la «corrosión del carácter, del Estado social. Más todavía, lo que parcialmente provocó la crisis del Estado de bienestar.

Y sobre esta crisis quisiera meterme ahora en un jardín escabroso. Si el movimiento sindical iba consiguiendo nuevas conquistas sociales y no reformaba las fuentes de financiación es claro que la crisis estaba cantada. Si la vaca no tiene un prado verde de donde comer y los mortales (cada vez más) tienen que comer es claro que el generoso animal tenga cada vez menos leche. La metáfora puede ser pedestre pero es, a mi entender, suficientemente clara. O, lo que es lo mismo: si cada conquista social no va acompañada de reformas, nuestros familiares de las izquierdas (políticos y sociales) –y nosotros con ellos--  somos responsables también de la crisis del Estado social. Como dice un personaje del programa humorístico de TV3 «alguien tenía que decirlo».  En definitiva, querido amigo, nuestras críticas al neoliberalismo (global, rajoyano y de Artur Mas) y las movilizaciones que hay en su contra –en unos sitios más que en otras latitudes de Sefarad--  tendrían más rigor si los que no hemos hecho crecer la hierba para la vaca-welfare hubiéramos estado por la labor.

4.— Punto final. Se nos ha quedado en el tintero algo de gran interés: las experiencias de nuevas solidaridades que, aunque minoritarias, merecerían una reflexión (dentro de unos meses) por nuestra parte. Me refiero al banco del tiempo y a la economía de trueque (yo te hago un servicio gratuito a cambio de recibir una compensación no económica por otra persona o por la misma a la que he hecho ese “favor”). De manera que la difusión de este tipo de trabajo, todavía minoritarios, que nada tienen que ver con las mercancías, abre un nuevo horizonte completamente diverso del que tiene el mercado laboral, acercándose a las modalidades de cambio o trueque, donación. Pienso que podríamos haber sido más fructíferos si, desde el principio, hubiésemos caído en la cuenta de estas novedades, de estas solidaridades que, en cierta medida, se relacionan con las dificultades del Estado social.    

(*) Los documentos de referencia son:





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