viernes, 9 de abril de 2010

ME ACUSO: YO TAMBIÉN PREVARICO



Miquel Àngel Falguera i Baró*.


Vaya por delante que, como ocurre con la mayor parte de la carrera judicial, no me gustan los llamados “jueces estrella”. Aunque quizás habrá que advertir, desde la experiencia española, que en buena medida la concentración de asuntos en un organismo central y centralizante como la Audiencia Nacional –opción legislativa que obedece más a razones políticas de lucha contra el terrorismo y con unas ciertas rémoras históricas que ponen la piel de gallina- propicia la concentración de temas candentes informativamente en muy pocas manos. Pero en todo caso, mi modelo ideal de juez se basa en la discreción, en decir lo que se tenga que decir en sentencias y artículos jurídicos y huir de los focos de los media y de veleidades políticas.


Los contribuyentes no nos pagan para engordar nuestros egos –ya muy hinchados-, sino para que los resolvamos sus problemas. No creo que tengamos que ser justicieros o superhéroes, sino especialistas en Derechos que componen los conflictos jurídicos de los ciudadanos en base al sentido común y buscando siempre la inalcanzable “verdad material” para impartir la aún menos inalcanzable Justicia –con mayúscula-.Como dice el famoso aforismo–que algunas voces atribuyen a Calamandrei, aunque yo he sido incapaz de hallar la cita en su obra-: “el buen juez debe tener sentido común, debe ser osado cuando corresponde y, si encima sabe Derecho, mucho mejor”


Indicaba José Luís López Bulla en una entrada anterior de su blog que en el caso de mi compañero Baltasar Garzón concurren tres frentes (el frente institucional de ex altos cargos salpicados por el GAL, la caverna y los intereses del PP) Pero creo que olvidó otro: hemos sido pocos, muy pocos, los jueces y magistrados que hemos alzado voces de solidaridad con él. Ese silencio de plomo no obedece –como simplistamente podría alguien pensar- a motivos políticos, sino a ese desdén de los funcionarios judiciales hacia quien se destaca públicamente en base a otra forma de entender la justicia –esta vez con minúscula- que supera el paradigma de la discreción. Incluso mi asociación, Jueces para la Democracia, está sufriendo un enconado y conflictivo debate sobre ese tema. Tal vez no está de más recordar que el instructor del procesamiento es militante de dicha asociación y una persona históricamente vinculada con la defensa de los derechos humanos. Podría pensarse en esa tesitura en ese silencio plana de alguna manera el aborrecimiento de la carrera a ese otro ejercicio “estelar” de la profesión de juez.


Pero aunque no comparto el modelo de juez del imputado, no logro sacarme de encima el amargo sabor de boca que me ha provocado el auto del pasado 7 de abril de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Jesús Rentero ha afirmado que ha sido el día más triste de su carrera profesional, hasta el punto de llegar a preguntarse si vale la pena seguir adelante. Es una amargura y una inquietud que comparto. Yo no sé Derecho penal, ni quiero saber. Lo he aborrecido siempre, porque considero que en realidad se trata del simple poder represivo del Estado y por mis venas aún discurren extraños anticuerpos bakuninistas (que, paradójicamente, con la edad y con la que está cayendo cada vez cobran nuevo ímpetu) Por tanto, no estoy en condiciones de hacer un estudio mínimamente riguroso del auto del Tribunal Supremo. Pero ello no empece que como jurista y como juez tenga algo que decir.


En primer lugar, deberá recordarse que, a la postre, el Derecho es simple sentido común. Y el sentido común dicta que terribles y ominosos crímenes de toda índole perpetrados por el aparato de Estado franquista no tienen porqué quedar impunes, por el simple decurso del tiempo o la aplicación (mejor dicho, interpretación) de determinadas normas jurídicas como la Ley de Amnistía dictadas en un momento histórico determinado. El sentido común dice que resulta ridículo que el Estado español se haya dedicado a perseguir crímenes de lesa humanidad de otros países –hasta que hace cinco meses el legislador cercenó esa posibilidad por las conocidas presiones de un Estado concreto- y, sin embargo, miremos hacia otra parte cuando se trata de los muertos que nosotros tenemos escondidos en el armario. Si existe un “ius cogens” que determina el más mínimo común denominador de civilidad, lo que conlleva una jurisdicción universal –como es en la actualidad-, entonces tendremos que deducir que, más allá de las leyes, ese mínimo de civilidad también es invocable para el “ius soli”. Quizás tendremos que esperar que los tribunales chilenos o argentinos juzguen a nuestros genocidas, como antes intentamos hacer nosotros con los suyos –y, muy significativamente, Baltasar Garzón-.


Pero, con todo, lo más preocupante para mí no es eso. Lo que me lleva amargando los días desde el infausto 7 de abril son los efectos del auto de la Sala Segunda. Así, estoy dispuesto a debatir teóricamente con quien sea si ese “ius cogens” es o no aplicable a nuestra realidad. Pero lo que bajo ningún supuesto admito es que esa aplicación sea un delito.


Ciertamente, la instrucción de Garzón se escapaba de los criterios tradicionales de la escasa jurisprudencia sobre los crímenes franquistas, al considerar aquél que las normas imperativas internacionales no son dispositivas en el ámbito nacional. Y es probable, aunque lo desconozco, que como señala el auto del TS existieran demoras voluntarias en la tramitación y un desconocimiento voluntario del cambio normativo inmediatamente anterior, que, a la postre, persiguieran un fin mediático (aunque debo señalar que no se le procesa sólo por esas demoras y ese desconocimiento)


Pero aquélla inicial decisión en relación a la Ley de Amnistía y la prescripción de delitos es una interpretación del derecho por un juez –avalada, por otra parte, por la mayor parte de la doctrina científica-; y como tal interpretación no puede ser jamás un delito, sino actividad jurisdiccional que, en su caso, podrá ser corregida a través de los recursos oportunos. Considerar que esa hermenéutica jurídica –por muy discutible que sea- es un delito de prevaricación (por tanto, dictar a sabiendas una resolución injusta) es coartar la independencia judicial. Y, lo que es más grave, es fosilizar la interpretación jurídica, de tal manera que una vez el Tribunal Supremo ha hablado, ya nunca más podrá volverse a debatirse la cuestión de la que se trate, aunque cambien las circunstancias materiales, o aunque un juez considere que esa doctrina es errónea o contraria a valores superiores. Aviso para navegantes: el que se aparte de la foto incurre en prevaricación: “El ejercicio de la potestad jurisdiccional no es el ámbito propio de la teorización, como tampoco lo es de lo que algunos denominan imaginación creativa, por muy honesta o bienintencionada que se autoproclame”, como expresamente se afirma en el auto de 7 de abril.


No estamos aquí hablando de una voluntad dolosa de un juez de incumplir la Ley –lo que sin duda es prevaricación y quizás podría apreciarse en aquellos otros aspectos de la instrucción seguida en la Audiencia Nacional-, sino de una interpretación judicial en el sentido que una concreta doctrina casacional –de interpretación de la Ley- es contraria a otros valores jurídicos superiores.


Y en esa tesitura –que creo obvian buena parte de mis compañeros con sus silencios o, en algún caso, con sus jaleos al auto de marras- debo yo también autoinculparme. Así, pues: Confieso que en algunos casos he intentado soslayar en mi actividad jurisdiccional la doctrina del Tribunal Supremo en variadas materias, cuando he creído que se trataba de una interpretación “contra legem” o “contra constitutione” o contraria a tratados internacionales. Por poner algún ejemplo: así lo he hecho, cuando he podido, en el caso de despidos sin causa real o en situaciones de incapacidad temporal, invocando el convenio 158 OIT o por razón de la aplicación de derechos fundamentales. Las pruebas pueden hallarse en cualquier recopilación de jurisprudencia. Confieso que en esos casos he utilizado la “imaginación creativa” en la medida de mis posibilidades.


Confieso que en esas decisiones lo que me ha movido ha sido mi afán de jurista y, por tanto, de perseguir un orden justo y de cumplir los valores constitucionales.


Confieso que lo he hecho a sabiendas, en el firme convencimiento de que el Derecho mejora con el debate jurídico.


Y, por último, confieso que no sólo me arrepiento, sino que en la medida de mis posibilidades voy a seguir haciéndolo en el futuro, porque estoy convencido de que así cumplo mi mandato constitucional.


Miquel Àngel Falguera i Baró Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.

4 comentarios:

Tito Ferino dijo...

Estimado Sr. Falguera: Me he permitido hacer fotocopias de su artículo "Me acuso"; las distribuiré entre mis amistades. Usted me reconcilia con la Justicia.

Unknown dijo...

Querido profesor, si algo me impulsa a continuar mis estudios en la rigurosa UPF (compatibilizar vida laboral-familiar con un "grado" de Derecho)es para poder lleagar en un futuro alumno suyo. A veces se nos olvida algo tan básico como que el fin último y único de la judicatura es resolver los conflictos jurídicos de la ciudadanía aplicando no solo las leyes sino el sentido común.

Por otro lado,es un error caer en la tentación de introducir en el mísmo saco a todos/as los/as jueces/zas, porque por suerte los ciudadanos seguimos reconociendonos en los profesionales (como usted,el sr Garzón y un largo etc) que sienten muy adentro la "cosa pública". Pero no es menos cierto que dicho reconocimiento corre el riesgo de devaluarse, al contemplar la ciudadanía atónita, como el "Tercer Poder del Estado" continua pendiente -transcurridos 32 años- de llevar a cabo su propio proceso de transición democrática. ¿Quién nos va a garantizar la seguridad jurídica?

Saludos

David Rueda

Concha Carbonara dijo...

respetado magistrado, aunque no es mi estilo, debo decir que me gusta su artículo porque lo veo auténtico y me hace conocer mejor el razonamiento de un juez progresista. Creo recordar que en estas mismas páginas usted inició un jugoso debate sobre el papel de un juez de izquierdas en un sistema jurídico...como el que hay. enhorabuena pues.

Unknown dijo...

Estimado bloguero, sin duda a uno casi se le saltan las lágrimas leyendo lo que es capaz de hacer la condición humano, en lo malo, porgamos el ejemplo de Valera, que produce un sinfin de sentimientos tipo mala leche, y en su caso otro sinfin de sentimientos que hace uno creer, todavía, en los seres humanos. Soy de los que he dudado, sin querer, en la justicia, y jueces como usted me han devuelto la esperanza, que como bien se sabe, es lo último que se pierde. Espero que el sentir común de las personas decentes hagan posible que Valera sea investigado, Cascos, ya puestos, supuesto que muy animado con lo que está haciendo la ultra derecha, también y por decir, que no veo el por qué no, que la Falange sea ilegalizada. Y or último, me hubises gustado un PSOE más valiento con lo que respecta a la memoria historia, ahora las palabras suenan muy bonitas, pero puesieron muchas trancalletas por el camino hasta quedar en lo que quedó.
Reciba un cordial saludo de alguien a quién le interesan sus argumentos.