lunes, 9 de julio de 2007

EL USO SOCIAL DE LAS CONQUISTAS SINDICALES (1)






Los sindicalistas de mi quinta no prestamos la debida atención al uso social de las conquistas que íbamos alcanzando. Que nadie nos advirtiera al sindicalismo bisoño de ello, francamente no nos disculpa lo más mínimo. Es más, estoy por afirmar que si alguien nos hubiera llamado la atención al respecto, más de uno, más de dos y más de tres le hubiéramos tachado de aguafiestas. Aquella distracción es, sin lugar a dudas, otra de las gangas que hemos dejado a las generaciones que nos siguieron. A ver si nos aclaramos: entiendo por uso social de las conquistas –me estoy refiriendo en exclusiva a las de tipo social-- al carácter del uso y disfrute de aquello que de manera itinerante fue (y sigue) consiguiendo el sindicalismo confederal. Sobre aspectos tan relevantes como el salario y los tiempos de trabajo como ejemplos más llamativos de la acción colectiva dentro y fuera de la empresa.

Voces amigas me han advertido en repetidas ocasiones que tengo la tendencia a sobredimensionar las responsabilidades de las gentes de mi generación, añadiendo: fueron unas épocas en la que prácticamente tuvisteis que reinventar el sindicalismo y la democracia, situar la albañilería de la negociación colectiva y la creación de la casa sindical, todo ello en un contexto considerablemente complicado porque cada dos por tres teníamos el ¡ay, ay! en el cuerpo con las amenazas del golpismo militar y los atentados terroristas; así pues –concluye la bondadosa voz amiga-- no eran tiempos para excesivas filigranas. Primera conclusión provisional: mi amigo podrá convenir, así, que se hizo lo que se pudo. Pero, a mi vez, si parto de la idea de que una reflexión retrospectiva puede ser de una cierta utilidad para estos nuestros tiempos, parece conveniente entrar con pocas contemplaciones en lo que pudo haber sido y no fue, porque nosotros no estuvimos convenientemente al tanto.

Digo, sin el más mínimo melindre diplomático, que nosotros consideramos los bienes democráticos (o sea, las conquistas sociales) como variables independientes del uso social que se haría de lo que se iba consiguiendo. Naturalmente, partíamos de unos estándares insuficientes: una organización del trabajo de matriz quasi cuartelaria; unos ingresos salariales bajos, que se ampliaban mediante la realización de horas extras; unos cómputos horarios que hoy causarían cierta perplejidad, pues basta decir que el convenio metalúrgico de la provincia de Barcelona (1976) estipulaba más de dos mil horas anuales de trabajo... De manera que la preocupación central estaba –para nuestras entendederas de sindicalistas bisoños-- en los aspectos cuantitativos; la “filigrana” hubiera sido cosas de gentes avezadas, con largos años de práctica. Y, sin embargo, ni que decir tiene que se hizo una filigrana: poner en marcha, como se ha dicho antes, muchas cosas de manera relativamente rápida y de manera simultánea: la arquitectura (o albañilería, según se mire) de la negociación colectiva y todas las cosas referidas más arriba. Lo que no fue poco, en verdad. Pero los bienes democráticos...

Pero los bienes democráticos, o sea, las conquistas sociales se fueron alcanzando gradualmente y a nosotros se nos escapó la relación que podían tener con la forma de usarlas y disfrutarlas. Hasta donde yo recuerdo, sin embargo, no hubo ningún `aguafiestas´ que nos tirara de las orejas, de manera que la cultura engreída de los sindicalistas de mi quinta no tuvo que ser maleducada. Puede ser que quienes pudieran darnos algunos toques de atención también estuvieran aturrullados como nosotros montando la convivencia democrática o supieran tan poco como nosotros de esas filigranas. Así pues, los unos por los otros, y la casa sin barrer.

Pero los sindicalistas de mi quinta duramos mucho en los puestos dirigentes hasta tal punto que algunos siguen ahí: viendo pasar el tiempo, como la Plaza de Alcalá. Digo que los sindicalistas de mi generación negociábamos año tras año miles de convenios colectivos, y pasados los primeros tiempos –que no duraron poco-- proseguíamos la labor como si la conquista social fuera una variable independiente de su uso y disfrute social. Y lo que, en un principio, pudo ser una filigrana (esto es, la relación de la conquista social con la vida buena) empezó a ser un problema, que yo no supe ver en mis buenos tiempos. Es más, también se me escapó que aquellos logros corrían el peligro de transformarse en un uso banal de los bienes democráticos. Al estar distraídos de estas cuestiones, también se nos fue el santo al cielo y no vimos que, tras aquellas necesarias conquistas, era necesario reordenar nuestra cultura sindical para que lo conseguido pudiera tener una conveniente traslación hacia la (en el sentido de los clásicos) vida buena.



Decididamente no vimos hasta qué punto el tipo de organización del trabajo –con sus connotadas características machistas-- era la consecuencia de la asunción por parte del sindicalista-hombre de la cultura tradicionalmente hegemónica. Que, a su vez, se reflejaba (como no podía ser de otra manera) en la relación doméstica.

Decididamente no vimos que los poderes adquisitivos –aunque desiguales según las actividades económicas, las categorías laborales, las diversas geografías y, sobre todo, los sexos-- iban entrando en cierto paradigma de consumismo con unas ciertas características de esa moderna cutrez de los sobacos al descubierto. Primando, además, consumos secundarios en detrimento, de manera no infrecuente, de lo más necesariamente importante. De ahí que se extendiera, a la chita callando, la exigencia de la gratuidad indiscriminada. O para hablar con la misma claridad: el consumo banal exigía de manera indirecta un Estado de bienestar que cubriera todo lo que no llegaba el mencionado consumo de banalidades.

Tal vez en lo atinente a los tiempos de trabajo pueda verse con mayor claridad lo que se desea relatar en este ejercicio de redacción: como se ha dicho, los convenios colectivos a finales de los setenta estipulaban una duración del tiempo de trabajo de más de 2.000 horas al año. Gradualmente, el sindicalismo confederal fue reduciendo, en sus negociaciones colectivas, aquel montante horario. (Según datos recientes, la jornada media efectiva por trabajador es de 1.625.9 horas al año. Afirma el Boletín de Estadísticas Laborales del MTAS para el año pasado. Aunque en este caso no parece coincidir la jornada media efectiva pactada con la jornada media real, sí parece indicativa de la evolución en los últimos treinta años del cómputo horario de los tiempos de trabajo). Pues bien, sea como fuere, el caso es que el tiempo de trabajo se ha reducido sensiblemente.

En `mis tiempos´ todavía manteníamos la costra ideológica de que la reducción del tiempo de trabajo [le llamábamos jornada laboral] podía traducirse en más puestos de trabajo. Por lo menos –con independencia del inventado constructo en el que nosotros reincidimos—enfocábamos el bien democrático de la reducción de `la jornada´ hacia un noble menester. Pero miramos para otro lado cuando veíamos que nuestra conquista (menos tiempo de trabajo) acababa siendo rellenada por horas extraordinarias, de un lado, y, por otro, era aprovechado por el empresario para innovar con nuevos aparatos que, a la corta, provocaban excedentes de personal, o sea, despidos más o menos en masa.

Nuestra distracción se completaba con otra consideración añadida: no vimos con claridad que las reducciones horarias o se vinculaban con el conjunto de las variables de la organización del trabajo o eran papel mojado. Amén de que el tiempo de trabajo rebajado no era usado socialmente para el disfrute de una vida buena. Que ese disfrute de vida buena estaba relacionado con otras variables culturales y generales, es cosa sabida; y que no todo ello (ni siquiera lo principal) dependiera de la acción colectiva del sindicalismo, también es cierto. Pero lo es que nosotros no caímos en la cuenta para resituar el problema junto al mundo de la ciencia, la técnica y las humanidades.


Sea como fuere, me parece de la mayor utilidad que se abra un proceso de análisis de los procesos negociales que pusimos en marcha la gente de mi quinta, y de hasta qué punto hubo (o no) un razonable acomodo entre lo conquistado, el uso social de lo que se iba conquistando y la capacidad de verificación correctora de los sindicalistas de mi generación. No se trata de una excusión académica al pasado sino de empezar a sacar unas conclusiones que, por mínimas que pudieran ser, indiquen pistas al actual ejercicio de la acción colectiva del sindicalismo confederal. Ciertamente, parece exagerado pedirle peras al olmo. Quiero decir que posiblemente nuestra bisoñez sindical no podía dar más de sí, de manera que algunas dosis de indulgencia no serán gratuitas. Pero ello no quita que la verificación sincera de lo que hicimos sea de aproximada utilidad para las cosas de estos tiempos y la proyección de los mismos hacia el día de mañana, que está a la vuelta de la esquina.

1 comentario:

Camila Caringe dijo...

“Las medidas adoptadas por las autoridades públicas para estimular y fomentar el desarrollo de la negociación colectiva deberán ser objeto de consultas previas y, cuando sea posible, de acuerdos entre las autoridades públicas y las organizaciones de empleadores y de trabajadores.”

La Confederación de Trabajadores de las Américas tiene publicaciones sobre eso. Soy brasileña, pero trabajo con ese tema en el blog: http://economiainformal.csa-csi.org/

¡Saludos!