Conversación sobre el CAPÍTULO 18.3 EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA
Querido Paco, tengo muy presente lo que en
anteriores comentarios decías sobre las difíciles condiciones de Gramsci en la
cárcel. De un lado, su delicada salud que se iba deteriorando a marchas
forzadas; de otro lado, las ásperas polémicas con algunos de sus compañeros de
partido, pletóricos de sectarismo y que, a decir verdad, le hicieron la puñeta
a nuestro amigo sardo. A ello también se refiere Trentin en esta tercera parte
del capítulo que comentamos. Entonces me ha acordado de la biografía del gran
dirigente comunista italiano. Se trata de Vida
de Antonio Gramsci, escrita por Giuseppe Fiori y traducida magníficamente por
Jordi Solé Tura. La publicó Península en 1968. Recuerdo que la leí en la cárcel
de Soria; aquel ejemplar todavía lo conservo. Precisamente organizamos algunas
conversaciones en el penal sobre dicho libro, siendo Angel Abad el padre
superior de aquellas tertulias.
Sería una lástima que ese libro estuviera
descatalogado, así es que te propongo que nos convirtamos en una orden
mendicante para que se volviera a reeditar tan preciosa y aleccionadora
biografía. Tal vez Xavier Folch pudiera echarnos una mano. ¿Hace?
En todo caso, voy a poner en marcha una presión a
través de las redes sociales –facebook y las otras—para que una cofradía
representativa demande a quien corresponda la reedición de aquella biografía.
Tuyo, en la
Idea , JL
Habla
Paco Rodríguez de Lecea
Hay un tema
en esta tercera parte del capítulo 18, José Luis, de una trascendencia enorme
para todo lo que estamos hablando. Trentin lo explica del modo siguiente: hay
un momento en la historia del marxismo en el que se subvierten los medios y los
fines. Lo que empezó siendo un medio, la propiedad pública de los medios de
producción y la ocupación de los aparatos de Estado, se convierte en el fin
último al que se puede y se debe sacrificar el gobierno de las condiciones de
trabajo y de la creatividad de los hombres, convertido ahora en simple medio
para alcanzar aquel fin.
No es
precisamente una idea nueva la de que la patria está por encima de los
individuos que la componen, y de que es bueno y decente exigir al ciudadano los
mayores sacrificios en el altar de la dicha patria, incluido el sacrificio de
la vida. Ha sido el trending
topic utilizado en todas las
guerras que en el mundo han sido, las de religión, las de sucesión, las de
anexión y las de toda especie. Dulce
et decorum est pro patria mori, decían
los antiguos. Pero nunca hasta la implantación de la mecanización industrial
–que yo sepa–, se había publicitado de la misma manera el deber patriótico de
producir, hasta el punto de crear una sociedad de individuos cada vez más
alienados por el doble trauma de un trabajo a todas luces ingrato y fatigoso y
de una propaganda insidiosa que transforma ese mismo trabajo en ofrenda
voluntaria y prenda de futuro de la «prosperidad» que llegará de la mano de un
mayor desarrollo económico.
Como dicen
que una imagen vale más que mil palabras, suspendo el hilo de mi razonamiento
para darte esa imagen. Ocurrió hace diez o doce años. Un amigo mío, jefe de
compras de una empresa metalmecánica, viaja a una de las repúblicas del Este
europeo para concretar la adquisición de barras de una aleación especial de
acero que le han ofrecido por catálogo a buen precio. Paso por alto el viaje,
la noche en el ‘mejor’ hotel de la ciudad, donde la cama no tenía sábanas, y el
viaje de madrugada en coche oficial hasta el kombinat, en compañía de un
directivo de la empresa y un traductor. El momento al que deseo que atiendas en
particular es aquel en que mi amigo desciende del coche en la gran plaza
central del kombinat. Delante de él aparecen formados en fila los obreros y
obreras, preparados para iniciar su jornada. En una pequeña tribuna, en
posición de firmes bajo la bandera desplegada de la república, el director del
complejo y su alto estado mayor. Detrás, un gran panel de unos 25 metros de longitud y
10 de altura, esculpido en relieve y policromado, muestra a Lenin con el brazo
extendido señalado un punto del horizonte en el que se empieza a elevar un sol
resplandeciente, y detrás de Lenin una multitud de obreros, campesinos,
soldados, mujeres dando el pecho a sus rorros en brazos, tractores, camiones,
grúas y otros medios mecánicos, todos ellos avanzando a una en dirección al
lugar que Lenin señala. El director del kombinat hace un pequeño discurso
alabando la cooperación económica entre países, los beneficios del comercio
internacional, etc., que el traductor vierte en inglés al oído de mi amigo.
Finaliza el breve pero emotivo acto, desfilan los productores hacia sus puestos
de trabajo, se dirigen el director y su staff, mi amigo y el traductor a la
sala de reuniones, circulan el té, el vodka y las pastas, y expone mi amigo por
fin su petición: cuántas toneladas de aleación de acero en barras pueden
proporcionarle, y a qué precio. Y el director contesta: «Hace ocho años que no
fabricamos ese tipo de producto.»
La imagen a
que me refiero no es el anticlímax final, sino el panel que ya bastantes años
después del final de la
Unión Soviética mostraba aún a Lenin señalando el camino de
un futuro glorioso a los trabajadores. En Estados Unidos emergieron con fuerza
en los años treinta, aún en plena Gran Depresión, los mitos del triunfador, el self made man y elamerican way of life (Arthur Miller los puso en solfa
en “La muerte de un viajante”, un drama-panfleto perfecto contra los efectos
letales del taylorismo combinado con la propaganda.) La Unión Soviética
opuso el mito del buen obrero, el Stajanov, el hombre capaz de superar con su
sobreesfuerzo las tasas de producción asignadas por el plan quinquenal, para
mayor beneficio del Estado socialista. Ambos mitos tuvieron su contraparte en
el número cada vez mayor de «inadaptados» o «saboteadores» que pasaron a
engrosar la clientela de los consultorios psiquiátricos y/o los penales
yanquis, más la población estable de la miriada de campos de trabajo y de
reeducación ubicados en Siberia y otros lugares escogidos del extenso
territorio soviético.
Uno de los
textos más penosos de Gramsci (uno de los pocos textos penosos de Gramsci) es
aquel en que compara el trabajo de los amanuenses antiguos y el de los
linotipistas modernos para concluir con la afirmación des las ventajas de
trabajar sin pensar, dejando simplemente que los haces musculares y nerviosos
mecanicen el gesto físico y el ritmo impuesto. «Una vez consumado el proceso de
adaptación», señala, «el cerebro del obrero, en vez de momificarse, alcanza un
estado de completa libertad.» (¿Y qué?, argumenta el último pecador gramsciano
de la pradera, que también es currista. Al Faraón de Camas le devolvieron al
corral más de un morlaco, y no dejó por eso de ser quien es.)
Me parece una
excelente idea que alguien reedite la “Vida de Gramsci”, José Luis. No sé si
encontraremos un editor dispuesto a la aventura con la que está cayendo, pero,
como comentabas hace unos días, el Manifiesto comunista bien se está vendiendo
en el mercado libre. Es sólo un síntoma, si quieres. Pero ahí está.
Un caluroso
saludo, Paco
No hay comentarios:
Publicar un comentario