Comisiones Obreras celebrará su Congreso a finales de otoño; es sin duda un encuentro relevante que posiblemente conocerá un cambio de liderazgo, si es que interpreto de manera pacífica las normas estatutarias. En mi caso, aunque solamente fuera por mi condición de afiliado al sindicato, me impongo gustosamente la tarea de reflexionar sobre dicho acontecimiento en un intento de participación que cuenta con una ventaja: ver las cosas distanciadamente y al margen de los legítimos intereses que, en una u otra dirección, con uno u otro objetivo, tienen o puedan tener las estructuras sindicales convencionales y las personas que las conforman. Es más, esta reflexión se hace con la comodidad de, como quien dice, ver los toros desde el tendido. Mi único interés es que el debate precongresual indique un proyecto útil para el conjunto asalariado e indicie las características genéricas de cómo debería ser el grupo dirigente de la Confederación sindical de CC.OO., y a ser posible proponga al congreso quién debería ser el secretario general.
1.-- Me excuso, de antemano, si defino qué entiendo por proyecto. Hasta la presente se tiene la impresión de que cuando hablamos de proyecto, nos estamos refiriendo a lo que tradicionalmente se entiende por `programa´. Aclaro que, en estas reflexiones, defino el proyecto como la reflexividad del programa con los medios, formas y métodos organizativos (tanto los referidos al interior del sindicato como los atinentes a la representación externa, esto es, a su relación organizada con el conjunto asalariado, cuya mayoría no está afiliada al sindicalismo confederal). Vale, pues, decir que programa y sistema organizativo, interno y externo, conforman inseparablemente el proyecto. De ahí que, así las cosas, cuando hable de proyecto organizado, deba significar que estoy utilizando una expresión intencionadamente redundante; una redundancia que me permite no desvincular lo uno (programa) de lo otro (la cuestión organizativa).
Tengo para mí que el sindicato hace una razonable diagnosis de lo que podríamos llamar los grandes movimientos epocales que están en curso. Esto es, los vertiginosos y profundos cambios que, desde hace ya algunos decenios, se están desarrollando, a saber, las ingentes, veloces y radicales transformaciones que la ciencia y la técnica provocan –en unos casos por sí mismas, en otros según la lectura que hacen nuestras contrapartes— en los aparatos productivos y de servicios y, desde ahí, la permanente configuración de la morfología de la empresa y del centro de trabajo.
De igual manera, el sindicato también hace una razonable diagnosis de las mutaciones que se están operando en los mercados de trabajo. Más todavía, la literatura programática oficial describe con aproximada claridad las mutaciones que, desde hace decenios, se están dando en la estructura del conjunto asalariado. Éste, el conjunto asalariado, hace tiempo que no es un territorio exclusivamente `peninsular´ (la península sería el conjunto de los trabajadores más `tradicionales´): es, ciertamente, una península a cuyo alrededor existen cada vez más `islas´, grandes y pequeñas, cuyos lazos entre sí aparecen como gelatinosamente desvanecidos y tampoco con el continente. De manera no infrecuente la voz del sindicato describe estas situaciones, y acertadamente explica hasta qué punto existe incomunicación entre unas tipologías asalariadas presentes físicamente en un mismo centro de trabajo y la dificultad sindical de reagruparlas estable y no fugazmente para en y para la acción colectiva.
Digamos que, debilitada considerablemente la presencia del fordismo y agotada su hegemonía cultural, hemos entrado definitivamente en un sistema que, por pura comodidad expositiva, llamamos posfordismo. Y de la misma manera que el fordismo fue algo más que un sistema organizacional en la empresa y se convirtió en una forma de vida a lo largo del siglo XX, el posfordismo está empezando a ser algo más que un sistema `de empresa´.
Digamos, así las cosas, que la razonabilidad expositiva del sindicato ante estos fenómenos no parece corresponderse con un proyecto organizado (en los términos anteriormente referidos) para que la acción colectiva intervenga en las consecuencias y secuelas de tanta mutación. O lo que es lo mismo: lo razonablemente diagnosticado no se acompaña con una praxis de proyecto organizado coherente con la descripción de la realidad. Yendo por lo derecho: en la realidad, ya posfordista, la práctica sindical sigue estando en clave fordista. Se es y se interviene como si no se hubieran dado los cambios gigantescos que razonablemente se describen en la literatura oficial. Como se ha dicho más arriba, esta dislocación se produce en las políticas contractuales, en las formas de organización interna y en el carácter de la representación del sindicato.
Sugiero, pues, que si no voy errado, el desafío del debate congresual –y muy especialmente la discusión previa— deberían tener como objetivo ampliar la razonable diagnosis oficial y, ahí estaría la novedad, proponer la intervención práctica en un proyecto organizado sobre las consecuencias y secuelas de los grandes cambios que están en curso. Se entiende que ese proyecto organizado debe ser gobernado gradualmente por el sindicato en tanto que sujeto reformador.
2.-- Una lectura atenta de los contenidos concretos de la negociación colectiva (en su sentido más amplio) demostraría que no estamos exagerando. El problema central está en que las plataformas reivindicativas siguen reproduciendo –salvo pocas y muy honrosas excepciones— las demandas que tenían sentido en los viejos tiempos del fordismo. Peor aun, no pocas de las materias atinentes a la organización del trabajo son calcos literales del mandato de las viejas Ordenanzas Laborales. La supresión de estos instrumentos no impide que sigan manteniendo un potente efecto inercial. La paradójica conclusión: el centro de trabajo ha dejado de ser fordista, no existe formalmente la Ordenanza Laboral y, sin embargo, un grueso paquete de los viejos institutos de la Ordenanza siguen reproduciéndose al pie de la letra, muy mayoritariamente, en las cláusulas negociadas de los convenios colectivos.
Por otra parte, las discontinuidades producidas por las llamadas reformas laborales –por ejemplo, la substitución de las categorías por los grupos profesionales— encuentran un insuficiente acomodo en la negociación colectiva. Así pues, no es que las conductas contractuales hayan envejecido, es que éstas tienen cada vez menos concordancia con los cambios que, como se ha dicho, se explican de manera razonable en la literatura oficial del sindicalismo. Podemos decir enfáticamente que la literatura oficial va por una orilla y los comportamientos negociales transcurren por la de enfrente. La dura consideración es: de una plataforma reivindicativa, todavía fordista, se desprende un convenio esencialmente fordista.
Contamos con intuiciones. Por ejemplo, desde hace tiempo se habla, aunque quedamente, del `sindicalismo de las diversidades´ ya que, de un lado, los nuevos sistemas de organización del trabajo y las nuevas formas del management y, de otro lado, las emergencias de los mercados de trabajo están llevando a todo un archipélago de situaciones cuyas islas no están comunicadas entre sí y todas ellas con la península. Pues bien, se mantiene –repito, salvo pocas y muy honrosas excepciones— una plataforma reivindicativa que ya no es unitaria sino única, genérica: de café con leche para todos. La plataforma reivindicativa única tiene el mismo carácter homogéneo de la lectura que hacíamos antiguamente del fordismo. De paso diré que, en mis tiempos, tampoco vimos las diversidades de un fordismo al que librescamente atribuíamos más homogeneización de la que tenía realmente. Lo cierto es que no estuvimos suficientemente al tanto de las cosas.
El problema actual es que “lo que era (más) sólido se desvanece” aceleradamente. No intervenir –o no hacerlo adecuadamente— puede llevar a comportamientos corporativistas que surgen por un déficit de poder contractual “de las diversidades”. No pocos problemas parecidos tuvimos en mis tiempos: recuerdo con meridiana claridad las situaciones de los primeros años ochenta tanto en el Metro como en los Autobuses de Barcelona. Mi generación no sólo no estuvo debidamente al tanto y, por ello, dejamos un legado en ambos escenarios que todavía hoy me sonroja.
Comisiones Obreras tenía unos niveles de fortísima afiliación en Metro y Autobuses. Comoquiera que estábamos empecinados en la plataforma única (y no unitaria), homogénea y no de las diversidades que iban emergiendo, fueron apareciendo colectivos (de taquilleras en el caso del Metro y de conductores en el de Autobuses) que expresaban su subjetividad categorial, su especificad profesional. No lo atendimos y la conclusión fue la desagregación de tales colectivos afiliados que acabaron estructurándose en `sindicatos de taquilleras´ y `sindicatos de conductores de autobuses´. Nuestra reacción no fue otra que aplicarles el sambenito de ¡corporativos!, No reflexionamos sobre nuestra dogmática concepción de la plataforma porque no leíamos las diversidades que iban apareciendo: unas diversidades que no son una conspiración contra la acción colectiva unitaria sino una parcial consecuencia de los grandes cambios y transformaciones.
En torno al convenio colectivo (o en un sentido amplio, la contractualidad) también se puede hablar, naturalmente, de proyecto organizado. Esto es, de la plataforma y, sobre todo, de lo finalmente estipulado. En el siguiente sentido: también la bondad de lo acordado puede medirse por el nivel de las nuevas afiliaciones que provoca. Lo que, en el fondo, quiere decir que se amplían (aunque sea modestamente) las relaciones de fuerza. Es algo que merece la pena insistir.
3.-- Justo hace treinta años celebrábamos las primeras elecciones sindicales democráticas y el primer congreso confederal. Mucho ha llovido en Parapanda desde entonces. Y sin embargo, tras tanta emergencia no han aparecido nuevas formas de organización `interna´ y nuevas maneras de representación del conjunto asalariado. Concretamente, desde la sección sindical de empresa hasta la representación de los comités de empresa nada ha cambiado sustancialmente.
Se mantiene la figura del comité de empresa, un organismo autárquico y a contracorriente de los grandes procesos de globalización, amén de un instrumento que interfiere, por su propia naturaleza, la afiliación del conjunto asalariado. Permanece, también, la naturaleza y el carácter de la sección sindical cuando el centro de trabajo es un conjunto de islas incomunicadas entre sí y con ninguna relación con la península. Las únicas variaciones que se han operado a lo largo de estos tres decenios han sido las reformas administrativas que conocemos como fusiones federativas: algunas de ellas lógicas y necesarias, otras ilógicas e innecesarias, si es que hablamos en clave de relación con el conjunto asalariado y no como operaciones de contraequilibrios internos.
No insistiré en el tema de los comités de empresa. Me limito a remitir a los amigos, conocidos y saludados a un trabajo anterior (1) Ahora bien, sí creo que me parece oportuno partir de las siguientes consideraciones: ¿por qué se mantiene una morfología organizativa, nacida hace ahora treinta años, cuando tantas cosas han cambiado? Tal vez porque el proyecto del sindicato se sigue concibiendo al margen de la cuestión organizativa, quizás porque ésta [las cosas de organización] parece tener una total autonomía en la práctica con relación al programa. Lo que es ciertamente paradójico porque el sindicato ha provocado importantes novedades y discontinuidades a lo largo de su historia.
El sindicato no puede tutelar convenientemente todas las diversidades del conjunto asalariado con la actual morfología organizativa. Porque tutelar convenientemente debe estar acompañado con representar adecuadamente. Es decir, el déficit de tutela viene de la inadecuación de las formas de representación. De ahí que la representación no sea una prótesis del sindicalismo sino un capítulo inseparable del proyecto organizado. En esta lógica, para reunificar las diversidades en el sindicato general parece de cajón generar una estructuración organizativa donde encajen flexiblemente todas las subjetividades, todas las diversidades. En resumidas cuentas, lo instituido hace ya treinta años no tiene sentido que se mantenga.
4.— Los congresos suelen ser lógicamente momentos de una determinada tensión `política´ y emocional. Depende cómo es, incluso, saludablemente necesario. E inevitablemente quién y quiénes serán las personas a elegir se convierte, esta es la experiencia, en situaciones estelares. Vale decir, sin embargo, que las formas escogidas para celebrar el evento favorecen tales emociones que, no infrecuentemente, adquieren una aspereza mayor que la debida. Si, por lo demás, se barruntan cambios en la dirección, llueve sobre mojado.
Lo ideal es que se llegue al congreso con la cuestión del grupo dirigente mínimamente resuelto. Y no precisamente para desactivar una tensión que acaba deglutiendo el debate. Que también. Sino porque la conducción de los materiales precongresuales debe ser obra de quien y quiénes están llamados a liderar el sindicato en los próximos años.
Retóricas a parte –y con independencia de las metáforas al uso-- no hay mil dirigentes sindicales idóneos para liderar el proyecto organizado. Hay, como máximo, para la secretaría general menos de cinco. No estoy hablando desde los intersticios sindicales, sino en base a una dilatada experiencia personal y un cierto conocimiento de los congresos que han sido. En todo caso, lo ideal es que quien parezca el más idóneo para ponerse a la cabeza debería estar ya indicado ex ante. Ventajas, las ya indiciadas: 1) está en condiciones de proponer las líneas maestras del proyecto organizado, y 2) desconflictivizar tanto el proceso como la realización del gran encuentro. Ambas cuestiones se apoyan en un dato que me parece aproximadamente cierto: la organización tiene la suficiente información sobre la valía de los (muy pocos) posibles candidatos. Es más, si de manera natural se pone encima de la mesa esta cuestión, antes del evento, la participación de las estructuras en tamaña cosa es más amplia y dilatada.
Por último me permito una observación que, aunque ciertamente delicada, tiene sentido. La diré con pocos pelos en la lengua: los dirigentes salientes (si es que dejan la responsabilidad) deben lógicamente participar en el debate que vulgarmente se llama “sucesorio”. Es un deber obligado. Ahora bien, hay que gobernar sensatamente la tendencia a machamartillo de convertir al que viene en unas hechuras del que se marcha. Ha tiempo que, según cuentan los viejos cronicones, ocurrió. Es mala cosa, porque ello induciría a pensar que quien se marcha quiere dejar su Enviado en la Tierra. Pero como este vicario, andando el tiempo, desea ser él mismo, acaba enfurruñándose con su benefactor. Sigamos, pues, la expresión infantil –nada inocente, desde luego—que enseña que “quien se fue a Sevilla, perdió su silla”.
5.— Finalmente, una apostilla. Las consideraciones que he escrito son nada más que las grandes cuestiones matriciales que más me preocupan o, como decía Manolo Camiño en tiempos de antaño, los grandes movimientos. No es a un servidor a quien compite concretar más. O, al menos, así lo entiendo. Ello no quita que, más adelante –con más sosiego, el que da la jubilación que la tengo a la vuelta de la esquina— pueda abundar más en estos asuntos. Siempre con la comodidad de quien ve los toros desde el tendido. Y físicamente desde la mesa camilla de mi casa de Parapanda.
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(1) SOBRE LOS COMITES DE EMPRESA Y LAS SECCIONES SINDICALES
Se me olvidaba: ¡Viva Comisiones Obreras! Menos mal...
1 comentario:
Hola, antes que nada, le mando un saludo de México.
Sabe donde puedo encontrar la convocatoria par aistir al 9° congreso.
gracias!!!
Diana Márquez
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