Antonio Pizzinato, ex secretario general de la Cgil; Michele Gravano; Joana Agudo y un joven a su lado.
Parto de la siguiente idea: la democracia sindical está envejeciendo a marchas forzadas,y existe un contraste evidente entre los saberes del conjunto asalariado y las formas democráticas del sujeto social, habiendo una distancia entre las posibilidades de participar y las formas democráticas del sindicalismo. Este ejercicio de redacción intenta situar nuevos elementos para rejuvenecer la democracia próxima que hay en los centros de trabajo y en el sindicalismo. Por lo demás, lo que aquí se plantea es una reescritura más ordenada (al menos esta es la intención) de lo manifestado no hace mucho tiempo sobre lo que he dado en llamar la `soberanía´ sindical
Primero
La democracia sindical se regula en las reglas estatutarias y, frecuentemente o no, se practica mediante unos comportamientos que, aunque no reglados, figuran en los usos y costumbres del sindicalismo. Ahora bien, si prestamos la debida atención a las normas y a los comportamientos caeremos en la cuenta de que no ha habido en las unas y los otros una diferencia substancial durante el ya largo itinerario del sindicalismo desde sus primeros andares (hace ya más de un siglo) hasta nuestros días. Me refiero a una diferencia en la substancia de mayor cualidad democrática. Debo reconocer que ignoro los motivos del longevo mantenimiento de las paredes maestras que sostienen el edificio democrático con la misma argamasa de los viejos (y peores) tiempos. De momento me aventuro a plantear dos provisionales hipótesis.
Una: el contagio que le viene al sindicalismo de las autoritarias formas de la organización del trabajo. Otra: el peso de la tradición lassalleana (contra la que polemizó duramente Marx) que situaba la primacía del partido sobre el sindicato. Ambas necesitaban, de un lado, que la casa sindical no se democratizara excesivamente y, de otro lado, el mismo sindicato aceptó implícitamente el papel subalterno así frente a la organización del trabajo como del partido. Con relación a lo primero, cabe la hipótesis añadida de que el sujeto social creyera que --ante el autoritarismo de, por ejemplo, el fordismo y el taylorismo-- le era más conveniente tener las cosas bien cogidas por las manos y obviar los perjuicios de una `dispersión´ democrática. En torno a la segunda cuestión (la hipotaxis al partido), fue considerada desde el principio como cosa natural, siendo ésta la tradición más consolidada en la izquierda de matriz socialista-lassalleana, primero, y, después, en la leninista: Lenin y Trostky son más lassalleanos que marxistas en esto, y también en otras cosas.
Segundo
En mi opinión el sindicalismo se encuentra en una situación de madurez para emprender una dilatación de su personalidad democrática y está en condiciones de provocar una discontinuidad con algunos aspectos de su pasado, lejano y reciente, democrático. Varias son las razones que me llevan a esta consideración. 1) Se puede afirmar austeramente que la casa sindical es independiente de los partidos políticos; lo que le lleva a ser un sujeto social que no reconoce el viejo constructo de la primacía de aquel y, por lo tanto, interviene en aquellas esferas que, directa e indirectamente, afectan la condición asalariada en todas sus diversidades. 2) Aunque de manera fatigosa –y no siempre coherente— intenta darle una proyección a sus políticas contractuales con un sentido de democratizar la organización del trabajo y la humanización del centro de trabajo. Es decir, de hecho se ha escapado de su dependencia del partido; y comoquiera que el fordismo ha desaparecido como sistema hegemónico, la vieja subalternidad del sindicato hacía aquel sistema, redimensiona la cultura de éste. Se trata de dos situaciones de gran formato histórico que desafían la personalidad de la forma-sindicato tradicional.
En el caso español –y en los lugares donde exista una parecida situación— hay dos elementos que, aunque no son novedades, impulsan la necesidad de revisitar algunas cosas de antaño en lo que guarda relación con lo que estamos intentando enhebrar. A saber, de un lado, el sindicato recibe por ley el monopolio de la negociación colectiva y sus resultados afectan erga omnes; de otro lado, el sujeto social interviene en materias que tradicionalmente eran práctica exclusiva del partido político, por ejemplo, el universo del welfare. En ambos casos, el sujeto social reconocido institucionalmente lleva su representatividad a un espacio que largamente supera su elenco afiliativo. De ahí que --afirmamos descriptivamente-- la legitimidad de los resultados de la acción colectiva es el resultado de un “estatuto concedido”. De donde --sin ningún tipo de descaro, pues se habla descriptivamente-- podríamos llegar a esta conclusión: la legitimidad de la acción colectiva sindical es honorablemente imperfecta. Nuestra idea es que la casa sindical sea honorablemente menos imperfecta.
Estas preocupaciones me vienen de hace algunos años. Ahora me acucian tras el importante acontecimiento del referéndum que convocaron los sindicatos italianos con motivo de su preacuerdo con el gobierno Prodi sobre el Protocolo welfare. En julio de este año Cgil, Csil y Uil concretan un importante pacto con el gobierno italiano, se firmará (explican) si los trabajadores lo acepten, se convoca a tal fin una magna consulta a la que son convocados todos los trabajadores con independencia de su situación (incluidos pensionistas y jubilados), de su condición (fijos, precarios...) y de su adscripción (afiliados o no al sindicato). Más de cinco millones de trabajadores acuden a las urnas y, muy ampliamente, dan el apoyo a los dirigentes de la casa sindical. Este método tiene sus antecedentes en una consulta similar a mediados de los ochenta, en tiempos de la secretaría de Bruno Trentin en la Cgil, y en algunos convenios colectivos nacionales. Dígase con prontitud: estamos en puertas de un sindicato-república cuya legitimidad viene de una voluntad colectiva “universal”. Más todavía, indirectamente los grupos dirigentes de la casa sindical parecen intuir –e indirectamente expresan— que hay un límite en aquello que ellos pueden decidir por sí sólos. Por lo demás, no es exagerado afirmar que el carácter independiente de la casa sindical tiene, en esas consultas, un origen que ya no es interno sino general. El sindicato-república, así las cosas, decidió firmar el protocolo welfare sobre la base de un mandato que venía de una `soberanía´ sindical implícita.
Tercero
En conversación con algunos amigos sobre estas cuestiones les expliqué que había abordado estas cuestiones en cierto medio. Por lo tanto, me remitía a esa publicación: concretamente este blog. Con cierto sentido del humor uno de ellos, lector de Esopo, me espetó: “Hic Rhodus hic salta”. Y, agradecidamente por el desafío, no tuve más remedio que pegar la hebra: si las Constituciones democráticas afirman que la soberanía popular reside en el pueblo como fuente de legitimidad, ¿por qué la casa sindical no cuenta con una figura aproximadamente similar? ¿Por qué el sujeto social no tiene entre sus principios fundantes lo que –todavía a falta de una nomenclatura apropiada— llamaré metafóricamente la `soberanía´ sindical. Es decir, la figura que explicaría que la voluntad colectiva del itinerario democrático de la casa sindical reside en el conjunto de los trabajadores.
La pregunta que se nos viene a las mientes es: ¿cambiarían algo las cosas? Desde luego que sí, porque ese símbolo (la `soberanía ´ sindical) indiciaría unos comportamientos normados que favorecerían la realización de hechos participativos según las normas que se desprenderían de la expresión de dicha voluntad colectiva. Más todavía, se obviaría el desfase entre la figura constitucional de los Estados nacionales y la ausencia de aquella en la vida democrática de la casa sindical. Lo que no es poca cosa. Y, como telón de fondo, téngase en cuenta que los sindicalistas, parafraseando a Helena Béjar, son “hombres privados que se encuentran como personas públicas”. Que toman decisiones que afectan a las cosas públicas, con independencia del nivel de representatividad de esas personas públicas. De tal guisa que ese carácter requeriría de una figura que, convenientemente conceptualizada, se correspondiese con la fuente de la voluntad pública que recoge el texto constitucional.
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