sábado, 19 de junio de 2010

PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE LA REFORMA LABORAL 2010


[El maestro Josep Solé i Barberà]



Miquel Àngel FALGUERA I BARÓ



1. Panorama desolador para el jurista

Ya sé que es un tópico, pero no puedo dejar de iniciar estos apuntes con la famosa frase de
Warren Buffet, una de las tres mayores fortunas del mundo: “Existe la lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”. Vale la pena constatar, sin embargo, que no es ese un ejercicio de cinismo, en tanto que dicho potentado lo que expresaba era una crítica al regresivo sistema fiscal estadounidense, que castiga más a las rentas bajas (insólitamente, quería pagar más impuestos).


Si profundizamos un poco en esas palabras, creo que puede sacarse una conclusión evidente: el fin del “peligro rojo” –por tanto, la derrota sin paliativos de la izquierda a escala planetaria- determina que estemos asistiendo a la revancha de los opulentos. Y, entre otras cosas, que las clases menos favorecidas de los países con Welfare les devuelvan la parte del pastel que, en su día y ante la evidencia de dicho peligro, tuvieron que soltar.


Y no se trata sólo de dineros: se trata también –especialmente- de derechos. En definitiva, volver a la oligarquía, al gobierno de los hombres ricos libres, y enterrar la democracia (el gobierno de los hombres pobres libres) Hoy somos menos libres que hace veinte años: el voto de los ciudadanos es ahora prácticamente inútil a efectos de determinar las grandes políticas económicas y sociales (ergo, el modelo de sociedad y la distribución de rentas), salvo por lo que hace a pequeños –y controlados- flecos. Porque esas políticas se deciden en cenáculos, que nadie ha votado, conformados por los opulentos del mundo y/o sus testaferros, en un nuevo “internacionalismo” invertido. Y también somos menos libres porque el sistema preoligárquico impide la socialización de cualquier atisbo de pensamiento alternativo. No deja de ser una paradoja que en la llamada “sociedad de la información”, el ciudadano de a pié tenga un menor conocimiento de lo que en realidad ocurre en el mundo que hace, por ejemplo, tres lustros atrás.


Y alguna reflexión merece también el llamado “capitalismo popular” y sus consecuencias morales. Es decir, cómo la codicia se ha generalizado en las clases menestrales y una buena parte de la juventud. El abandono, al fin, de la ética del trabajo y los valores sociales por el enriquecimiento individual rápido y a cualquier precio. Dónde nuestros abuelos pregonaban aquello de “más vale pobre, pero honrado”; nuestros hijos afirman “quién no es rico es un fracasado”.


Esa ciénaga de valores y el modelo preoligárquico en que vivimos comporta que cualquier reflexión crítica debe partir de obviedades (las verdades del barquero). Así, por ejemplo, que las causas de la actual crisis no son imputables a los trabajadores, sino al afán especulativo de las instituciones financieras –en el caldo de cultivo social del “capitalismo popular”-: no ha sido la regulación del mercado laboral la que ha creado la actual situación económica. O que la civilidad –el progreso de la especie- no se rige por riquezas ficticias, sino por los derechos de ciudadanía.


Tras el estallido de la crisis –aunque parezca lejano no han transcurrido dos años- empezaron a sonar voces potentes y calificadas que reclamaban la reforma o la refundación del capitalismo; la necesidad, al fin, de poner límites y reglas a la economía. ¡Qué poco ha durado ese reformismo! Una vez los ciudadanos pagamos los platos de la avaricia financiera, los teóricos neoliberales han vuelto a las andadas, con sus dogmas de pensamiento único.



2. ¿Hay que reformar el mercado de trabajo?



Y ahí está uno de sus más sagrados dogmas revelados por los dioses del mercado: hay que reformar el mercado de trabajo y el modelo de Seguridad Social, porque es necesario crear empleo. No deja de llamar la atención que ese dogma era también una cantinela continuada en la época de las “vacas gordas”, cuando la ocupación crecía exponencialmente. A lo que cabe añadir otra obviedad: el empleo no lo crea la regulación del mercado de trabajo, sino las necesidades de mano de obra que tengan las empresas y, en consecuencia, la situación económica en la que se vive en cada sociedad y momento. Traduzcamos para los ingenuos –entre los que cuento como fervoroso militante- ese dogma neoliberal: “devuélvanme los derechos que la pobreza laboriosa ganó con sus luchas y su sangre, cuando tenía una correlación de fuerzas que le era más favorable, porque las tornas han cambiado”. En definitiva, lo que los juristas llamamos “rebus sic stantibus”.


Mi lógica ingenua me lleva también a otro reflexión paralela: la regulación del mercado de trabajo no es más que la determinación del modelo de relaciones laborales por el que el opta cada Estado. Por eso, desde esa perspectiva, la capacidad de intervención pública en el empleo es limitada. Hay experiencias con altos niveles de ocupabilidad –perdón por el anglicismo- con un sistema de relaciones laborales que, a veces, ronda el para-esclavismo (por ejemplo, determinadas franjas de Estados Unidos), mientras que en otras experiencias el modelo es fuertemente tuitivo y regulador –así, los países septentrionales europeos- con resultados tan o más positivo en la ocupación. Y lo que no es un dogma, sino una realidad empíricamente comprobada, es que en los últimos cinco decenios los países que proporcionalmente más terreno económico han ido ganando son aquellos que han apostado por políticas de formación, de salud y de igualdad –incluyendo la autodeterminación filial de las mujeres-.


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