Los Budenbrook es una novela de gran envergadura. Joan Flóres Constans, cultísimo librero de Calella, afirma que supera a la mismísima Montaña mágica. Un servidor titubea y, de momento, se limita a manifestar, robándole unos términos a su autor, que es una novela de “gran formato”, de esas que hay que leer despaciosamente y sin saltarse ni una línea.
El mes de agosto lo he aprovechado releyendo esta obra de Thomas Mann que mis compañeros de trabajo me regalaron, junto a otros libros, con motivo de mi jubilación administrativa. Ellos sabían que yo había leído Los Budenbrook en la versión de Plaza y Janés de 1971 donde, por cierto, no figura qué persona ha traducido la obra. Quien diseñó los libros de la `conspiración´ del regalo –Yolanda Salva, filóloga germanista— sabía, además, que yo no había leído la nueva versión castellana a cargo de Isabel García Adánez. Se trata de una traducción potente, muy cuidada. Una de sus novedades es el respeto por los modismos dialectales y el uso del Plattdeutschs (el alto alemán) de algunos personajes de la obra, especialmente la servidumbre de la familia y las capas populares de la ciudad. Ignoro las razones de porqué la versión de 1971 obvia estas maneras de expresarse.
Es como si hubiera un pudor por parte del traductor en una aparente defensa del rigor lingüístico del autor. Un vicio que, por ejemplo, con relación a Dante es demasiado frecuente. Algunos traductores de alto copete de La Divina Comedia maquillan el lenguaje del autor cuando éste es intencionadamente ripioso o utiliza adrede vulgarismos con la intención de ajustar las cuentas a determinados personajes a los que el gran poeta florentino les tenía ojeriza. Ahora bien, cuando los personajes de alto copete se expresan de manera cultivada –por ejemplo, los continuados assez y otras palabras en lengua francesa— la traducción de 1971 los respeta religiosamente. En resumidas cuentas, de un lado la cosmética y, de otro, una ostentosa discriminación. Por eso afirmo provisionalmente que la vieja traducción, al menos en esas cuestiones, no comparte la descripción que Thomas Mann hace de los personajes que se expresan en dialecto: son gentes maquilladas y `traicionadas´ de manera innecesaria, al tiempo que se escamotea al lector la autenticidad verbal de los de abajo.
La novela, publicada por Mann a la edad de 28 años, es algo así como una metáfora de la genealogía de su familia a lo largo del siglo XIX, en una Alemania preindustrial y todavía no unificada por Bismarck: son los Budenbrook, comerciantes de Hamburgo, gentes a los que Dios les concedió, según Mann, “tranquilidad y rutina cotidiana” en sus vidas.
Mi relectura de la obra me ha llevado a la siguiente consideración: trata, ante todo, de lo que podríamos llamar la “razón del comercio”. Porque, de igual manera que existe una razón de Estado, el relato del autor nos indica que, en su país y en el siglo referido, había una razón del comercio. Lo primero es el negocio, lo segundo la familia; y, atravesando ambos elementos, la vasta influencia del luteranismo: en la puerta de la casa familiar, el título de Cónsul conlleva el dintel de Dominus providebit (“Dios proveerá”) o, lo que es lo mismo, Nuestro Señor –a pesar de sus muchas ocupaciones y quebraderos de cabeza-- está atento a la prosperidad del negocio familiar. Lo que me lleva a pensar, con la prestada licencia de Max Weber, que una de las causas de la inexistencia de una burguesía española, en aquellos tiempos decimonónicos, podría ser la desconsideración de los comerciantes de nuestro país con Dios misericordioso. En todo caso, el mencionado lema, “Dios proveerá”, es más austero que el florentino de los Medici: “En nombre de Dios y los negocios”, que tampoco fue seguido, al menos formalmente, por la burguesía comercial española del Ochocientos.
La razón del comercio: especialmente en las alianzas matrimoniales con idénticos propósitos a las de las viejas monarquías europeas o en la institución normada de la dote matrimonial como aportación de la novia al negocio de su futuro consorte. Una razón del comercio que pasa a primer término, incluso por encima de la familia, que se pone de manifiesto, por ejemplo, en las relaciones entre los hijos del primer Buddenbrook.
En la novela no pasa nada de especial relevanccia; nada inquieta sobremanera: la vida de los Buddenbrook transcurre con algún que otro sobresalto familiar, pero todo sigue su curso –también en la ciudad— en la “tranquilidad y rutina cotidiana”. Tan sólo la revolución de 1848 parece remover la modorra. Mann, en este capítulo, no carga las tintas; desdramatiza la situación y recurre a una de las metáforas más humorísticamente brillantes de todo el relato. De un lado, los miembros del Consejo Municipal a la espera de iniciar la asamblea; y, de otro lado, un amplio grupo de trabajadores –la canaille, en expresión del poderoso suegro de Johann Buddenbrook-- que cercan el ayuntamiento. El joven cónsul Buddenbrook no parece estar indignado por la revuelta, sino porque no se han encendido los faroles de la plaza, entiende que hay una ruptura del orden social. La revuelta de la canaille es lo de menos porque este Buddenbrook ha creído percibir que no hay un objetivo claro por parte de los manifestantes. Ahora bien, eso de que no se enciendan los fanales a su hora sí es un acto concreto de contravención del orden de la ciudad. Una opinión un tanto singular, porque lo cierto es que Europa no tembló en 1848 porque no se encendieran los fanales sino porque las muchedumbres atestaron sus calles y plazas.
¿Los Buddenbrook o La Montaña mágica, Las bodas de Fígaro o Don Giovanni, La ventana indiscreta o Vértigo? ¿Y qué más da? Después de muchos años he llegado a una conclusión, siempre revisable, desde luego: cuando estés leyendo, escuchando o viendo una de ellas, no pienses en la otra, disfrútala. Cosa que procuraré hacer cuando, dentro de pocos días, me ponga a revisitar La Montaña: los jubilados tenemos toda una vida por delante. Hasta pronto, Settembrini.
Post scriptum. Telefónica sigue sin darme línea para navegar por Internet. Estoy a la espera después de más de un mes. Mi mujer, Rosario Martínez Saborit, la propietaria de la línea, está que trina. Como experta en contabilidad (podría trabajar en Buddenbrook y Cía) cree que debe reclamar los dineros que un servidor se gasta en la cibertaberna para seguir alimentando este blog. Me ordena que ponga: “Telefónica, a ver si cumples. Me debes cuatro euros de la entrada del otro día y la de hoy”.
El mes de agosto lo he aprovechado releyendo esta obra de Thomas Mann que mis compañeros de trabajo me regalaron, junto a otros libros, con motivo de mi jubilación administrativa. Ellos sabían que yo había leído Los Budenbrook en la versión de Plaza y Janés de 1971 donde, por cierto, no figura qué persona ha traducido la obra. Quien diseñó los libros de la `conspiración´ del regalo –Yolanda Salva, filóloga germanista— sabía, además, que yo no había leído la nueva versión castellana a cargo de Isabel García Adánez. Se trata de una traducción potente, muy cuidada. Una de sus novedades es el respeto por los modismos dialectales y el uso del Plattdeutschs (el alto alemán) de algunos personajes de la obra, especialmente la servidumbre de la familia y las capas populares de la ciudad. Ignoro las razones de porqué la versión de 1971 obvia estas maneras de expresarse.
Es como si hubiera un pudor por parte del traductor en una aparente defensa del rigor lingüístico del autor. Un vicio que, por ejemplo, con relación a Dante es demasiado frecuente. Algunos traductores de alto copete de La Divina Comedia maquillan el lenguaje del autor cuando éste es intencionadamente ripioso o utiliza adrede vulgarismos con la intención de ajustar las cuentas a determinados personajes a los que el gran poeta florentino les tenía ojeriza. Ahora bien, cuando los personajes de alto copete se expresan de manera cultivada –por ejemplo, los continuados assez y otras palabras en lengua francesa— la traducción de 1971 los respeta religiosamente. En resumidas cuentas, de un lado la cosmética y, de otro, una ostentosa discriminación. Por eso afirmo provisionalmente que la vieja traducción, al menos en esas cuestiones, no comparte la descripción que Thomas Mann hace de los personajes que se expresan en dialecto: son gentes maquilladas y `traicionadas´ de manera innecesaria, al tiempo que se escamotea al lector la autenticidad verbal de los de abajo.
La novela, publicada por Mann a la edad de 28 años, es algo así como una metáfora de la genealogía de su familia a lo largo del siglo XIX, en una Alemania preindustrial y todavía no unificada por Bismarck: son los Budenbrook, comerciantes de Hamburgo, gentes a los que Dios les concedió, según Mann, “tranquilidad y rutina cotidiana” en sus vidas.
Mi relectura de la obra me ha llevado a la siguiente consideración: trata, ante todo, de lo que podríamos llamar la “razón del comercio”. Porque, de igual manera que existe una razón de Estado, el relato del autor nos indica que, en su país y en el siglo referido, había una razón del comercio. Lo primero es el negocio, lo segundo la familia; y, atravesando ambos elementos, la vasta influencia del luteranismo: en la puerta de la casa familiar, el título de Cónsul conlleva el dintel de Dominus providebit (“Dios proveerá”) o, lo que es lo mismo, Nuestro Señor –a pesar de sus muchas ocupaciones y quebraderos de cabeza-- está atento a la prosperidad del negocio familiar. Lo que me lleva a pensar, con la prestada licencia de Max Weber, que una de las causas de la inexistencia de una burguesía española, en aquellos tiempos decimonónicos, podría ser la desconsideración de los comerciantes de nuestro país con Dios misericordioso. En todo caso, el mencionado lema, “Dios proveerá”, es más austero que el florentino de los Medici: “En nombre de Dios y los negocios”, que tampoco fue seguido, al menos formalmente, por la burguesía comercial española del Ochocientos.
La razón del comercio: especialmente en las alianzas matrimoniales con idénticos propósitos a las de las viejas monarquías europeas o en la institución normada de la dote matrimonial como aportación de la novia al negocio de su futuro consorte. Una razón del comercio que pasa a primer término, incluso por encima de la familia, que se pone de manifiesto, por ejemplo, en las relaciones entre los hijos del primer Buddenbrook.
En la novela no pasa nada de especial relevanccia; nada inquieta sobremanera: la vida de los Buddenbrook transcurre con algún que otro sobresalto familiar, pero todo sigue su curso –también en la ciudad— en la “tranquilidad y rutina cotidiana”. Tan sólo la revolución de 1848 parece remover la modorra. Mann, en este capítulo, no carga las tintas; desdramatiza la situación y recurre a una de las metáforas más humorísticamente brillantes de todo el relato. De un lado, los miembros del Consejo Municipal a la espera de iniciar la asamblea; y, de otro lado, un amplio grupo de trabajadores –la canaille, en expresión del poderoso suegro de Johann Buddenbrook-- que cercan el ayuntamiento. El joven cónsul Buddenbrook no parece estar indignado por la revuelta, sino porque no se han encendido los faroles de la plaza, entiende que hay una ruptura del orden social. La revuelta de la canaille es lo de menos porque este Buddenbrook ha creído percibir que no hay un objetivo claro por parte de los manifestantes. Ahora bien, eso de que no se enciendan los fanales a su hora sí es un acto concreto de contravención del orden de la ciudad. Una opinión un tanto singular, porque lo cierto es que Europa no tembló en 1848 porque no se encendieran los fanales sino porque las muchedumbres atestaron sus calles y plazas.
¿Los Buddenbrook o La Montaña mágica, Las bodas de Fígaro o Don Giovanni, La ventana indiscreta o Vértigo? ¿Y qué más da? Después de muchos años he llegado a una conclusión, siempre revisable, desde luego: cuando estés leyendo, escuchando o viendo una de ellas, no pienses en la otra, disfrútala. Cosa que procuraré hacer cuando, dentro de pocos días, me ponga a revisitar La Montaña: los jubilados tenemos toda una vida por delante. Hasta pronto, Settembrini.
Post scriptum. Telefónica sigue sin darme línea para navegar por Internet. Estoy a la espera después de más de un mes. Mi mujer, Rosario Martínez Saborit, la propietaria de la línea, está que trina. Como experta en contabilidad (podría trabajar en Buddenbrook y Cía) cree que debe reclamar los dineros que un servidor se gasta en la cibertaberna para seguir alimentando este blog. Me ordena que ponga: “Telefónica, a ver si cumples. Me debes cuatro euros de la entrada del otro día y la de hoy”.
2 comentarios:
Hola mi nombre es Pedro Cárdenas y recién leo el comentario sobre Los Buddenbrook de Thomas Mann, el que me pareció muy inteligente. ahora estoy releyendo La Montaña Mágica después de haber releído Muerte en Venecia. Me gustaría conocer algún comentario sobre la novela de Gustav Flaubert La Educación Sentimental, considerada por algunos críticos como la primera novela moderna. Leyendo a Flaubert en esta novela y leyendo a Mann, tanto en La Montaña Mágica y Los Buddenbrook, siento que comparten un mismo trasfondo, la mediocridad y decadencia de una clase media y aristocrática Europea, que ve con tristeza y splin sus últimos días de gloria. Qué opinan?
De Lübeck hombre, son comerciantes de Lübeck no de Hamburgo. EN la novela no se nombra a la ciudad pero implicitamente es Lübeck
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