La
pinza es un quehacer político que une a los aparentemente contrarios contra un
enemigo común. Puede alcanzar la categoría de pacto, explicitado o no, o
concretarse en un itinerario conjunto frente a un tercero que no sólo molesta
sino que interfiere la acción de los hunos y los hotros. La pinza viene de muy
antiguo: ya se practicaba en la Roma republicana y, posteriormente, en la Florencia medieval. Pinza fue también la
que construyó el muy católico emperador
Carlos con los príncipes luteranos que acabó en el Saco de Roma. Una pinza explícita.
Nada
hay nuevo bajo la capa del Sol. Hoy vuelve a reaparecer la pinza.
El
Gobierno de Pedro Sánchez se mueve según las
posibilidades que le permite la relación de fuerzas en el Parlamento. El Govern
de Quim Torra, el
holograma del hombre de Waterloo, sigue instalado esencialmente en la lógica
circular –más bien, en una noria cansina. Pedro Sánchez ha prometido novedades.
Puigdemont reincide
en más de lo mismo. De Madrid vienen mensajes de cambio, también en relación a
Cataluña; de Waterloo llegan inquietantes orientaciones que llevan al
estancamiento y posterior decadencia de Cataluña.
La
pinza es ahora el pacto implícito –repito, implícito— entre los de Puigdemont y
la pareja mal avenida del Partido
Popular y Ciudadanos.
El punto de coincidencia es que nada se mueva. La cuestión catalana debe
aumentar su temperatura canicular; al enemigo común de ambos no hay que darle
respiro. Y, mientras tanto, para disimular la pinza, se alimenta la
confrontación entre las fieles infanterías de cada cual. Y de la misma forma
que el cuarto Enrique exclamó que «París bien vale una misa», Casado y Rivera
parecen decir que la caída de Pedro Sánchez bien vale una pinza». Una pinza de
ambos con el hombre de Waterloo, se entiende.
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