Mi
interlocutor es un sindicalista con mando en plaza. Cincuentón y con una larga
experiencia contractual. Se diría que forma parte del macizo de la
organización. La conversación se desarrolla en un profundo desencuentro entre
sus posiciones y las mías. Que yo recuerde es la primera vez que no
coincidimos. Le llamaré J***.
J***
defiende apasionadamente que no se puede obligar a ningún trabajador en ningún
centro de trabajo y en ninguna condición al uso de las mascarillas contra el
covid. Lo argumenta en base al atentado a la libertad personal que supone la
imposición de este utensilio. Mi amigo además trae a colación la permisividad –y
en algunos casos, ambigüedad-- que sobre ese particular hay en Italia por parte
de los sindicatos.
«Dispensa
la vulgaridad de mi argumentación», le diigo a J***. «Cuando después de mucho
pelear impusimos –en algunos sitios
negociando y en otros por las bravas--
el uso del casco ¿estábamos coartando la libertad del que no quisiera
ponérselo?».
Ahora
bien, lo que me ha sorprendido más ha sido el contagio que J*** ha sufrido de
ese vocinglerío de políticos de secano, radiofonistas de mercadillo y
tertulianos de Adoración Nocturna. Por no hablar de la literatura macarrónica
de algunos magistrados que confunden a Norberto Bobbio con Emilio el Moro.
No pude convencer a J*: uno ya no es lo que parece que era.
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