domingo, 6 de septiembre de 2020

El sindicato en un mundo globalizado (y 13)


 

Nota.--  Última entrega del libro ´No tengáis miedo de lo nuevo´.

 

Javier Tébar Hurtado

 

La globalización que nosotros vivimos, desde luego, no es un fenómeno nuevo en la historia del capitalismo. Aunque el modelo surgido a partir de finales de los pasados años setenta y comienzos de la década siguiente, con la crisis del fordismo como modo de regulación capitalista, sí que constituye una etapa históricamente específica de su trayectoria. Este es un período del capitalismo entre cuyas características destaca la desregulación de los movimientos de capitales y de las mercancías, pero también la desregulación de la mano de obra. Este fenómeno ha sido el resultado de un determinado tipo de intervención de los gobiernos y de las entidades internacionales, a menudo ajenas a la democracia, que ha dejado a los estados sin la capacidad de actuar en muchos aspectos de la vida económica y cuyos efectos ha tenido consecuencias sociales y políticas en múltiples direcciones.

Una característica específica de la historia del capitalismo de la globalización está siendo los procesos de las privatizaciones. Primero se privatizaron grandes compañías estatales de industrias estratégicas: el gas, el petróleo, la siderurgia o la electricidad; luego le siguió de los servicios de sanidad, educación, etcétera, que se han convertido en objeto de negocios privados. En este sentido, la des-regulación ha devenido en formas de nueva “regulación” en las que el Estado actúa como ariete para la apertura de nuevos mercados en los caladeros de los servicios públicos. Del mismo modo, la globalización o mundialización económica se ha venido caracterizando por la primacía del capital financiero sobre la manufactura y los servicios. Este fenómeno ha generado un tipo de capitalismo especulativo, a menudo calificado como “capitalismo de casino”, cuyo desarrollo sin control dio lugar a la crisis de la economía internacional de 2008, que tuvo un punto de inflexión con la caída del gigante financiero Lehman Brothers -el 15 de septiembre de 2008- y el inicio de la mayor crisis financiera de la historia desde el crack de 1929.

De manera complementaria a esta hegemonía de las finanzas se experimentó un proceso de desindustrialización en los países de la OCDE. Por supuesto, esto no significó el fin de la manufactura, sino nuevas localizaciones industriales en países periféricos y semiperiféricos del sistema capitalista mundial. Los ritmos de las protestas laborales durante estas últimas décadas están marcados por largos procesos de desindustrialización y reconversión industrial. Cabe recordar que en el terreno del empleo, la industria de tipo fordiano se caracterizaba por una alta demanda de fuerza de trabajo. Así pues, el caso es que menos industria y un sector público cada vez más reducido forzosamente han tenido que afectar a la clase trabajadora. El resultado ha sido el fin del pleno empleo. Pero además la mano de obra se ha visto afectada desde el punto de vista del contrato y de la protección del trabajo, pues tanto la gran industria como el sector público se hallaban marcadamente regulados en el capitalismo fordista.

En el caso de la mano de obra, la desregulación se presentó en forma de su flexibilización. Una “flexibilización laboral” concebida por la empresa de manera unidireccional, sin negociación, mayoritariamente asociada al despido barato, y sin tener en cuenta las realidades del trabajo concreto. De esta forma, de entrada, se expulsaba cualquier exploración de la flexibilidad negociada o “flexiseguridad”. Desde el punto de vista ideológico, la defensa de la flexibilidad trata de presentarla como algo moderno y positivo frente a una supuesta rigidez identificada, por supuesto, como obsoleta e ineficiente que afectaba a la antigua estructura de la contratación. Los cambios en la legislación en los países del centro del sistema capitalista han dado lugar al avance de formas de contratación como son los casos del empleo temporal y a tiempo parcial, convertidas por la vía del a práctica empresarial en figura atípicas. Su introducción ha llevado aparejada la limitación de derechos como el acceso a posteriores subsidios de desempleo y a las pensiones. Igualmente, los estados han promocionado la individualización de las relaciones laborales frente al poder regulatorio del contrato colectivo donde el sindicato tiene protagonismo en la tutela y proposición. Pero además y complementariamente se ha ido sustituyendo la relación laboral por la relación mercantil, estimulando la figura del trabajador autónomo o por cuenta propia. Cada una de las reformas llevadas a cabo bajo la impronta de una determinada concepción de la “flexibilidad” laboral, ha constituido un engranaje de esa máquina, perfectamente engrasada, si se atiende a sus efectos, de crear empleo degradado. En definitiva, las modificaciones legales impuestas en nombre de la flexibilidad han significado no sólo la reducción y debilitamiento de los de los derechos individuales y colectivos del trabajo, sino la limitación de su poder contractual. Una cuestión que además ha contribuido a la erosión de la posición social del sindicato. Cabe concluir que el capitalismo a lo largo de las diferentes etapas de su globalización ha afrontado la crisis de rentabilidad y control de la fuerza de trabajo a partir de la combinación de estrategias que han sido practicadas desde como mínimo hace un siglo. De estos procesos y sus efectos han derivado las divisiones y solidaridades en la fuerza de trabajo, provocando su impacto en ese entramado asociativo llamado sindicato. Como consecuencia de todo ello, la pérdida de efectivos de los sindicatos tanto en Europa como en Norteamérica ha influido en la merma de su capacidad contractual y la erosión de su poder social[1] .

         El conjunto de estas cuestiones ha situado al sindicalismo a nivel mundial en una encrucijada. Hoy el sindicato en un escenario local, nacional, europeo e internacional parece haber iniciado una etapa crítica, de replanteamiento respecto de sus formas de actuación y sus estrategias. Con el comienzo de siglo nacía un esfuerzo y una opción estratégica como la que representa la creación en 2006 de la Confederación Sindical Internacional. La CSI fue el resultado de la fusión de las antiguas Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres (CIOSL) y Confederación Mundial del Trabajo (CMT), manteniéndose al margen de este proceso la Federación Sindical Mundial. En la actualidad la CSI reúne a 166 millones de trabajadores, afiliados a 309 organizaciones en 156 países. No está de más recordar, por ejemplo, que su Consejo General apoyó la huelga general convocada por los sindicatos españoles el 29 de marzo de 2012, que contó con el respaldo  de movimientos ciudadanos como el 15-M y la federación de consumidores Facua. Aquella fue la primera convocatoria de carácter global de apoyo a una huelga en el siglo XXI. La creación de la CSI fue un paso de muy importante que no cabe menospreciar en absoluto, pero no excluye reconocer los límites y las deficiencias de la acción sindical internacional en el contexto de la economía globalizada. Al mismo tiempo esto plantea la relación Norte-Sur y las dinámicas contradictorias que propicia entre las clases trabajadoras de un país y otro, así como en el seno de las propias organizaciones sindicales internacionales[2]. Sin embargo, renunciar al proyecto de unidad sindical mundial y a la articulación del conflicto laboral más allá del estado-nación, sin duda, conduciría a la pérdida de un instrumento clave en la luchas a favor del derecho de huelga -hoy inexistente y puesto en entredicho en diferentes países- y contra las crecientes desigualdades que se están viviendo en el mundo actual.

         El mercado laboral español está hoy altamente segmentado, marcado por unas enormes desigualdades entre unos y otros colectivos laborales, destacando de forma muy particular la ampliación y diversidad de los sectores más precarizados. Los principales afectados han sido las mujeres, los jóvenes y los inmigrantes. Esto ha tenido entre otras consecuencias la profundización de la brecha salarial entre mujeres y hombres, consolidando una discriminación de género que tiene un carácter estructural a pesar de los avances, insuficientes, que en este terreno se han podido dar.  Esto ha conducido a unas cifras de precariedad y degradación del empleo que en el caso español han sido analizadas por Ramón Alós y Pere Jódar. Esas consecuencias han tenido su correspondiente corolario en la extensión entre la ciudadanía de vidas vulnerables bajo este capitalismo tardío de signo neoliberal[3]. Algo que apunta hacia una tendencia a converger con las condiciones laborales de los nuevos enclaves industriales en países de las áreas consideradas periféricas del sistema, donde impera la desregulación, salarios muy bajos y una débil capacidad de autoorganización obrera en el centro de trabajo.          

         Tanto en nuestro país como en los países de nuestro entorno, durante estos últimos años en el debate público ha sido frecuente leer o escuchar argumentaciones de tipo apodíctico, que dan por incondicionalmente cierto el llamado “silencio de los sindicatos”. Ante la pregunta: ¿dónde estaban los sindicatos durante el ciclo de protesta en España en un contexto marcado por la recesión, las políticas de austeridad y la crisis de legitimidad política? La respuesta es que estuvieron en la organización del conflicto social. Porque a pesar de la insistencia en difundir profusamente algunos mitos, como que el 15-M de 2011 supuso el punto álgido de las protestas, en realidad representó un punto de inflexión. El crecimiento de la protesta en el país se produjo antes y después de aquella fecha emblemática y de extraordinaria importancia, por diferentes razones, para la dinámica política en nuestro país. A pesar de que el respaldo social hacia el sindicato ha disminuido y afectado de manera notable a su capacidad de movilización, su protagonismo no ha sido reemplazado por otros movimientos y sigue siendo un actor fundamental en la organización de las protestas en su momento más álgido. De hecho, tal como analiza Martín Portos a partir de una base empírica sólida, los eventos más concurridos durante este ciclo se corresponden con las huelgas generales y otras huelgas sectoriales, lideradas o no por las mareas ciudadanas, cuyo éxito ha dependido, en gran medida, de la implicación activa de los sindicatos[4]. Otra cuestión distinta, que necesita ser analizada, tiene que ver con los cambios que se han producido en la forma en la que los sindicatos han estado presentes en las diferentes convocatorias de manifestaciones públicas, habitualmente a través de plataformas unitarias junto con otras organizaciones de la sociedad civil.

         Este es el contexto donde se produce la tantas veces mencionada “crisis del sindicalismo”, que ha ido acompañada de una progresiva pérdida de legitimación de su papel entre algunos sectores de la población. El desfiguramiento del sujeto social sindicato se ha establecido como presupuesto general en buena parte de los discursos públicos. Las razones con frecuencia aducidas para explicar esta “crisis” apuntan a la adopción de determinadas decisiones sindicales que han contribuido a socavar su prestigio entre la clase trabajadora. La persona que se dedica al sindicalismo, en una larga tradición propia del movimiento obrero, es alguien en quien la gente confía, y esta idea básica forma parte de ese comenzar de nuevo en la vuelta al sindicato. Sin embargo, también existe un cierto consenso a la hora de señalar que las causas objetivas de esa crisis del sindicato van más allá de los comportamientos sindicales, que son el resultado de los efectos provocados por las transformaciones socioeconómicas, las mudanzas del contexto político, la institucionalización y el debilitamiento organizativo (en número y en envejecimiento) del propio sindicato ante estos cambios. El proceso de “institucionalización” del sindicato, que se presenta también a menudo como otra causa, se ha dado y no es discutible. Aunque de manera paradójica ha sido esta institucionalización la que ha permitido en determinados sectores una mayor densidad organizativa y representación, y estoy pensando en la Administración Pública, el sector de enseñanza y de sanidad. Por tanto, es tan necesario insistir en los cambios en los modelos productivos, como en el proceso de institucionalización del sindicato que, por otro lado, es propio en la evolución del Movimiento Social.

         Hacer frente a la actual situación del sindicato requiere ir desbrozando sus causas, dado que cada una de ellas apunta en direcciones distintas y con grados diferentes. Como en la química es necesario ver cuál es la proporción de los elementos que se combinan. La simple enumeración en la suma no busca ofrecer ninguna explicación, sino construir un anatema con el que alimentar una determinada percepción social resumida en la frase “los sindicatos son las peste”. Esta imagen, conviene recordarlo, no es inédita en la historia del movimiento obrero y sindical[5]. En el propio ensayo de López Bulla se menciona el episodio protagonizado por Lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo del Reino Unido, quien declaró en el último tercio del siglo XVIII que los sindicatos “son conspiraciones criminales inherentemente y sin necesidad de que sus miembros lleven a cabo ninguna acción ilegal”. De manera que desde sus orígenes los sindicatos fueron objeto de ataques y demonización, vistos como una amenaza al orden social y una interferencia para la economía liberal. Porque es un hecho que, más allá de los efectos derivados de los cambios en los procesos de trabajo y en la composición de la clase trabajadora, los sindicatos han sido objeto de la agresión directa de los gobiernos neoliberales que, mediante leyes y campañas políticas han tratado de minimizar su acción. En algunos países, incluso acabar con ellos y sus líderes y evitar que actúen si es que existen[6]. Merece la pena subrayar la gravedad de la situación a nivel global de los derechos laborales y sindicales en el mundo: en Europa sólo en un grupo de países, del norte y el oeste del continente, estos derechos están protegidos adecuadamente y de manera efectiva, mientras que a partir de 2012 España está en el grupo de cola[7].

         Tal vez la diferencia sustancial con otras épocas históricas es que hoy el sindicato como agente de desafío y capaz de concretar una propuesta alternativa a la situación se ha visto mermado. Algo a lo que ha contribuido que la clase trabajadora esté profundamente fragmentada y dispersa. Esto hace que no sólo exista la posibilidad sino la necesidad de continuar pensando y articulando una determinada idea del mundo y un lenguaje para un proyecto social en el que el trabajo como derecho sea una pieza angular de la ciudadanía. Miles de mujeres y hombres pueden asegurarnos que esto es algo que forma parte de su tarea y defensa diarias, porque protagonizan esa vuelta al trabajo y al sindicato que he venido planteando a lo largo de este texto. Pero hoy se abren algunos interrogantes sobre la dirección, la forma y el ritmo necesarios para proseguir esa apuesta. La presencia del sindicato en ese nuevo reto es imprescindible y, al mismo tiempo, clave para su propia revitalización.

         El sindicalismo encara un cambio de ciclo tal como ha señalado el sociólogo y economista Ramon Alós. El proyecto de dignificación del empleo, su humanización, es hoy un aspecto clave que puede ser compartido en la construcción de una nueva visión del empleo y de la sociedad, para aunar nuevas identidades. Los objetivos inmediatos para lograr esa dignificación del empleo pasan por la autonomía, capacidad de decisión y desarrollo profesional frente a la imposición empresarial o del mercado, a la precariedad y degradación del mismo. El sindicato ha tenido entre sus principales razones construir identidades de clase y solidaridades colectivas, pero hoy no parece posible que esa doble construcción sea posible llevarla a cabo exclusivamente desde el centro de trabajo. Ni la empresa ni la profesión constituyen elementos de referencia para aquellas personas que están paradas y tampoco para las que cambian con frecuencia de empleo. Por este motivo, en algunos casos estos objetivos partirán del centro de trabajo, en otros desde ámbitos locales, de proximidad o comunidad[8]. En este sentido una ciudad del trabajo no deja de ser un horizonte común. Los antiguos espacios fabriles, mudos y esqueléticos, no pueden convertirse en macrocentros comerciales. Imaginar hoy una ciudad al margen de la reflexión sobre el modelo de trabajo que impera en ella es un proyecto que contribuye a no modificar el futuro diseñado por otros. Para ello es necesario configurar un modelo de alternativa comprendiendo lo que han sido estas ciudades históricamente. Barcelona podría constituirse en un buen ejemplo.

         El sindicato entendido como la asociación de mujeres y hombres agrupados en torno a la defensa común de unos intereses que les unen, aunque cada vez más heterogéneos, y de unos valores sociales compartidos, debe asumir un papel relevante y principal en la enorme transformación que se está produciendo en la etapa actual. Esto será así, por supuesto, en función de cómo se actúe “hacia adentro” del propio sindicato. Pero también de las alianzas, del diálogo y la acción conjunta, que sea capaz de forjar con las asociaciones comunitarias y movimientos sociales que, desde la defensa de la solidaridad, hacen frente a la injusticia y a las desigualdades crecientes en nuestra sociedad. Ese sujeto llamado sindicato tiene un patrimonio ético y político de más de un siglo de historia, un acervo compartido de los movimientos, ideas y relatos de transformación social que aspiran a contribuir y formar parte de un proyecto emancipatorio. Esta “utopía cotidiana” en muchas ocasiones ha llegado a encarnarse en bienes democráticos tangibles y concretos, y ha contribuido en la difusión de la democracia a lo largo del siglo XX. El futuro del sindicalismo no dependerá sólo de este pasado, pero su “revitalización” o bien su “carrera hacia el abismo” sí dependerá, como en otras épocas, de no temer a lo nuevo.



[1]           José Babiano & Javier Tébar, “Trade Unions in the Era of Globalisation”, Workers of the World: International Journal on Strikes and Social Conflict, núm. 8, 2017 (próxima publicación).

[2]           Marcel Van der Linden, Historia transnacional del trabajo. Centro Francisco Tomás y Valiente, València, 2006, pp. 239-243 y pp. 264-266.

[3]           Ramon Alós y Pere Jódar,  “Flexibilidad y empleo degradado: vidas vulnerables en el capitalismo liberal”, en Pasos a la izquierda (http://pasosalaizquierda.com/?p=1244).

[4]           Martín Portos García, “Tres mitos sobre las protestas en España”, en la sección Piedras de Papel de Eldiario.es [http://www.eldiario.es/piedrasdepapel/mitos-protestas-Espana_6_536206393.html]

[5]           En libro traducido recientemente, pero que data de 1978, el escritor sueco Per Olov Enquist nos ofrece uno de los relatos que ayuda a entender, entre otras cosas, qué significa luchar contra este estigma en una sociedad hostil, el relato se titula “El hombre de la lata de lombrices”, en Per Olov Enquist, La partida de los músicos. Nórdicalibros, Madrid, 2016, pp. 25-73.

[6]           Por abreviar remito a algunos ejemplos citados por Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Argentina, Paidós, 2008, p. 5, p. 29 y p. 179.

[7]           Informe Anual sobre las Violaciones de los Derechos Sindicales 2015, realizado por  ITUC-CSI [http://www.ituc-csi.org/annual-survey-of-violations-of,271]

[8]           Ramon Alós, “El sindicalismo ante un cambio de ciclo” Pasos a la izquierda núm. 2 (Diciembre 2015).

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