Los cien años del Ministerio de Trabajo y
la evolución del Estado social en España
José Babiano Mora
Javier Tébar Hurtado,
Javier Tébar Hurtado,
El pasado viernes 8 de mayo, se firmaba
un acuerdo entre sindicatos y patronal en España, auspiciado por la ministra
de Trabajo Yolanda Díaz para la prolongación, hasta finales del próximo mes de
junio, de los Expedientes de Regulación de Empleo Temporal
(ERTE), una medida de extraordinario calado social y político en medio
de la pandemia y la crisis sanitaria que vivimos hoy. Este nuevo
paso en la recomposición del Diálogo Social se producía el mismo día en que se
cumplían 100 años de la creación del Ministerio de Trabajo.
Algo que ha pasado desapercibido para la mayoría de los medios de comunicación.
En efecto, el Ministerio de Trabajo se puso en
marcha el 8 de mayo de 1920 y, desde el punto de vista político, representó un
paso fundamental en la asunción del trabajo
como parte del núcleo de las políticas públicas propias del Estado en España.
Los procesos de industrialización que arrancan
en torno a 1750, la subsiguiente formación de la clase obrera a lo
largo del ochocientos, los conflictos sociales recurrentes y el despliegue de
las organizaciones propias de la clase obrera
(asociacionismo sindical, mutualismo, cooperativas y partidos políticos)
constituyeron un desafío al nuevo orden liberal burgués durante
la consolidación del nuevo capitalismo industrial. Las llamadas “clases
peligrosas” fueron percibidas por las clases dominantes como un
problema al que hacer frente desde el punto de vista político. El llamado
“problema social” marcó el último tercio del siglo XIX y propició
una revisión sobre el fenómeno de la pobreza por parte del pensamiento
económico del liberalismo doctrinal dominante. La idea inicial
de responsabilizar a los individuos de su condición material apelando
a su condición moral, dio paso a una visión que asumió una necesaria corrección
de las condiciones económicas y sociales propias de la
pobreza que afectaba al mundo del trabajo a partir de algún tipo de
intervención del Estado liberal.
El maquinismo industrial, exponiendo a
riesgos físicos al ejército de obreros necesarios para su funcionamiento y la
transformación jurídica que representó el contrato de trabajo, como alquiler de
servicios y como algo negociable y separado de la persona,
se reveló, según Alain Supiot, “mortífera para las nuevas clases
trabajadoras, hasta el punto de poner en peligro la reproducción de la
población obrera de los países industrializados” (Supiot, 2014). Añádase
a ello la condición media de la vivienda obrera. De manera que la noción
liberal del trabajo como mercancía –digamos con Polany,
“mercancía fictícia”, puesto que el trabajo tiene la peculiaridad de que al
acabar la jornada se marcha a su casa a descansar- llevó a
los poderes públicos a considerar que la pobreza de los asalariados debería
remediarla la caridad, pero en ningún caso el Estado. Lo que
si debería remediar el Estado era el orden público, manteniendo a raya
a las “clases peligrosas”.
Sin embargo esta idea de la “cuestión
social” se mostró insostenible por la razón apuntada por Supiot. Una pléyade de
higienistas y reformadores sociales comenzaron en las décadas
finales del XIX a sugerir un giro en el tratamiento de esta
cuestión, de modo que, tal como señala el propio Supiot, se “hiciera económica
y políticamente sostenible la explotación del trabajo como una mercancía”
(Supiot, 2014).
Así las cosas, desde los estados se
impulsaron diferentes políticas para hacer frente a la “cuestión social”, que
no era otra cosa que un eufemismo para referirse al “problema obrero”.
En el caso de la Alemania “Guillermina”, el paternalismo definió
el impulso dado por el canciller Otto von Bismarck a políticas de
previsión y seguros sociales con el fin de cimentar la unidad de
Alemania y ante la presión de un potente y organizado movimiento
obrero socialista (partido y sindicato). En el caso británico, la relectura del
“nuevo liberalismo” incorporó una visión social del
funcionamiento del mundo industrial, concebido más como sistema que como
resultado de decisiones individuales, tal como planteó entre
otros, destacadamente, el economista liberal William Beveridge en la primera
década del siglo XX. En el caso de la Tercera República francesa,
Léon Bourgeois combatió el pauperismo obrero a través de una versión del
liberalismo social, el denominado “solidarismo” y la
creación de incipientes estructuras de servicios públicos a través del
entramado mutualista.
Por otro lado, la Iglesia católica
contribuyó también a esta reorientación hacia el intervencionismo estatal
en la “cuestión social” a través de la encíclica Rerum Novarum
del Papa León XIII, base de la llamada doctrina social de la iglesia, extendida
a través del mundo asociativo católico como una acción
social reformadora y enfrentada al movimiento obrero, que ejerció su
influencia entre las élites conservadoras remisas a los cambios.
Esta panoplia de iniciativas influyó en
el conjunto de países europeos, configurando una primera etapa en la institucionalización
del mundo del trabajo y de los sistemas de protección social que caracterizaron al Estado-providencia.
En el caso de España, los orígenes de las
políticas de la llamada “cuestión social” se produjeron en la época de
la Restauración (1874-1931). Durante ese periodo la
configuración del sistema de turno marcó la vida política del país, con el
establecimiento de un bipartidismo que daba la alternancia en el
gobierno al Partido Conservador de Cánovas del Castillo y al Partido
Liberal de Sagasta.
Desde el Instituto Libre de Enseñanza,
influenciado por la peculiar filosofía del krausismo alemán, se impulsaron
los primeros estudios y en 1881 Gumersindo de Azcárate, uno de sus más
destacados miembros, elaboró el “Resumen de un debate sobre la cuestión
social”. En 1883 conservadores y liberales crearon la Comisión de
Reformas Sociales como organismo encargado del estudio de las condiciones de
vida y trabajo de la clase obrera, con la finalidad de
proponer reformas del Estado liberal español sobre este asunto. No obstante,
desde las propias filas del conservadurismo se mostró una
fuerte resistencia ante este tipo de reformas, contribuyendo de esta forma a
retrasar la aprobación de las primeras normas legales
(seguros de accidentes de trabajo, regulación y limitación del trabajo de
mujeres y niños), que fueron aprobadas en 1900. El trabajo de aquella Comisión
daría origen en 1903 a la creación del Instituto Nacional de
Previsión Social (INPS) y también del Instituto de Reformas Sociales
(IRS). En el IRS se halla el origen de la Inspección de Trabajo, creada en
marzo de 1906 con el cometido de velar por el
cumplimiento de las normativas laborales (Espuny, 2006).
En el cambio de siglo todos los países
occidentales adoptaron un nuevo régimen de responsabilidad ante los accidentes
laborales. No obstante, la sacudida que representó el inicio
de la Primera Guerra Mundial interrumpió esta línea de evolución. Durante la
propia guerra y en particular durante la etapa de posguerra se
abrió un ciclo huelguístico que afectó al conjunto de países
europeos, con ritmo e intensidad dispar pero creciente. En virtud del
Tratado de Versalles, firmado el 11 de abril de 1919 se impulsó la creación de
la Sociedad de Naciones en junio, así como de la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), tomando como base la Asociación
Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores fundada en
Basilea en 1901. La OIT, constituida en Washington entre octubre y
noviembre de 1919 se concibió como un organismo tripartito
especializado en los asuntos del mundo del trabajo y las relaciones laborales, al
objeto de establecer convenios y recomendaciones de carácter
internacional.
Por otro lado, la creación en noviembre
de 1918 de la República de Weimar representó un punto de inflexión, en la
medida en que implicó una ruptura con el paternalismo
bismarckiano. De esta forma se establecían las bases del derecho del trabajo
moderno. La relación entre el iuslaboralismo y el sindicalismo tuvo aquí su enlace
formal (Romagnoli, 1997). El fracaso de Weimar como
signo de una época marcada por el ascenso del fascismo, pero también como
matriz de las bases conceptuales de un Estado garante de la
democracia social que todavía no vio la luz.
En España el final la Primera Guerra
Mundial, a pesar de la neutralidad española en la contienda, dio lugar
a un trienio de intensa conflictividad laboral (1917-1920) y a
un clima de violencia política y enfrentamientos entre patronal y sindicatos
durante la etapa del llamado “pistolerismo” que se prolongó
hasta 1923. En febrero de 1919 se inició la huelga de la
Canadiense (por su nombre Barcelona Traction, Light and Power Company),
dirigida por la CNT y que dio lugar a una huelga general de 40 días.
El 3 de abril, en plena huelga, el gobierno del conde de Romanones aprobó el
Real Decreto que limitaba la jornada laboral a ocho horas la
jornada máxima de trabajo.
Esta normativa laboral marcó un hito,
aunque su aplicación no fue efectiva ni inmediata. Así mismo, como hemos dicho
anteriormente, un paso más en la regulación de las relaciones de
trabajo fue la creación del Ministerio de Trabajo el 8 de mayo de 1920. No
obstante, durante estos años se produjo el languidecimiento en la
actividad del Instituto de Reformas Sociales que, después del
golpe de estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923 y del
proyecto de estado corporativo impulsado por el dictador,
liquidaron el IRS en 1925 y sellaron el final de esta primera etapa de política
pública sobre la cuestión social.
La Segunda República significó un salto
cualitativo de la legislación social y laboral. Hasta tal punto que suele
admitirse que es a partir de la obra legislativa republicana cuando puede
hablarse de Derecho del Trabajo en España, debido a la cantidad y calidad de
dicha obra. Esta legislación tuvo lugar durante el llamado
primer bienio, entre 1931 y 1933, siendo ministro de trabajo el dirigente
sindical Francisco Largo Caballero. De todas maneras la legislación laboral del primer bienio se encontró con una fortísima
resistencia patronal organizada. También recibió la crítica de la CNT
debido a que la central anarcosindicalista creía que la
legislación del primer bienio adolecía de un sesgo favorable al sindicato
socialista.
Después de la Segunda Guerra Mundial,
surgió el Estado garante de la democracia social. Pergeñado durante la
República de Weimar (Baylos, 2014), quedó recogido en la constitución alemana
de 1949, en la que se
define como un estado social y democrático de derecho. Pero si las raíces doctrinales del Derecho del Trabajo se sitúan en Alemania, la creación de un sistema universal de Seguridad Social y un Servicio Nacional de Salud como segundo pilar del Estado social moderno, fue concebido en el Reino Unido. A su vez, la construcción jurídica e institucional de una teoría de los servicios públicos corresponderían a la tradición de la Francia republicana, donde se concreta la tercera pata del Estado social. Su pleno desarrollo tuvo lugar a partir de 1945, con la llamada Declaración de Filadelfia de 1944, cuando el 10 de mayo se proclamó la primera Declaración Internacional con vocación de universalidad, complementándose al mismo tiempo los acuerdos de los que había nacido la OIT en la primavera de 1919 (Supiot, 2011).
define como un estado social y democrático de derecho. Pero si las raíces doctrinales del Derecho del Trabajo se sitúan en Alemania, la creación de un sistema universal de Seguridad Social y un Servicio Nacional de Salud como segundo pilar del Estado social moderno, fue concebido en el Reino Unido. A su vez, la construcción jurídica e institucional de una teoría de los servicios públicos corresponderían a la tradición de la Francia republicana, donde se concreta la tercera pata del Estado social. Su pleno desarrollo tuvo lugar a partir de 1945, con la llamada Declaración de Filadelfia de 1944, cuando el 10 de mayo se proclamó la primera Declaración Internacional con vocación de universalidad, complementándose al mismo tiempo los acuerdos de los que había nacido la OIT en la primavera de 1919 (Supiot, 2011).
Mientras se
construía el Estado social identificado con el Estado del Bienestar de posguerra en buena parte de las
sociedades europeas, en España la dictadura franquista retomó aspectos
del corporativismo de
tipo social primorriverista, incorporando elementos del modelo propio de sus aliados nazi-fascistas. Con el primer Gobierno franquista, constituido el 30 de enero de 1938, el Ministerio de Trabajo pasó a denominarse Ministerio de Organización y Acción Sindical, bajo los preceptos del recién aprobado Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro mussoliniana. El trabajo pasó a concebirse de modo coercitivo, eliminando las libertades y derechos colectivos; es decir, los derechos de libre sindicación, negociación colectiva y huelga. Y ello muy a pesar de que la huelga llegó a estar reconocida normativamente, pero su ejercicio resultó imposible debido a las trabas administrativas interpuestas.
tipo social primorriverista, incorporando elementos del modelo propio de sus aliados nazi-fascistas. Con el primer Gobierno franquista, constituido el 30 de enero de 1938, el Ministerio de Trabajo pasó a denominarse Ministerio de Organización y Acción Sindical, bajo los preceptos del recién aprobado Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro mussoliniana. El trabajo pasó a concebirse de modo coercitivo, eliminando las libertades y derechos colectivos; es decir, los derechos de libre sindicación, negociación colectiva y huelga. Y ello muy a pesar de que la huelga llegó a estar reconocida normativamente, pero su ejercicio resultó imposible debido a las trabas administrativas interpuestas.
En la esfera de las relaciones laborales
el Estado franquista fue siempre enormemente intervencionista, actuando
con una lógica disciplinaria. Para ello se dotó de un aparato especializado y
de una legislación igualmente especial. En 1938 ya
había instituido un tribunal especializado, la Magistratura de
Trabajo, que sustituyó a los Jurados Mixtos republicanos y que estuvo destinada
tanto a aliviar las tensiones laborales por la vía individual,
como a proporcionar un mecanismo disciplinario a las empresas. Acabada
la guerra -y aún antes, en los territorios ocupados-, el Gobierno se erigió en
la única autoridad a la hora de regular las relaciones
laborales y de dictar las condiciones de trabajo, mediante las Reglamentaciones
de Trabajo de índole sectorial, así como los salarios. Con
el segundo gobierno formado por Franco en agosto de 1939, de nuevo el
Ministerio pasó a denominarse de Agricultura y Trabajo, y
finalmente recuperó su nombre inicial con el cambio de gobierno de mayo de
1941, con el nombramiento del falangista José Antonio Girón de Velasco
como su titular. Además, la dictadura había puesto en marcha otra institución
laboral. Así, a partir de 1940 creó la Organización Sindical
Española (OSE), un organismo subordinado al Gobierno en el que de
manera obligatoria quedaron afiliados tanto los trabajadores como los
empresarios y cuyo propósito no era otro que el control de la mano
de obra. En la cúspide de ese aparato especializado se situó siempre el
Ministerio de Trabajo, de donde no sólo dimanaba la normativa
sobre condiciones de trabajo y salarios, sino que a partir de 1958,
tras la Ley de
Convenios Colectivos Sindicales, controlaba y tutelaba una negociación colectiva sui generis en el seno de la OSE (Babiano, 1998). El régimen franquista no concibió los convenios como resultado de una transacción entre las partes, cuya existencia no reconocía, sino más bien como un acto administrativo que generaba normas (Baylos, 2017). Además, el Gobierno siempre se reservó la posibilidad de intervenir en esta peculiar negociación colectiva, mediante decretos de congelación salarial o de supresión de los convenios, además de dictar Normas de Obligado Cumplimiento para el caso de que las partes no llegasen a un acuerdo.
Convenios Colectivos Sindicales, controlaba y tutelaba una negociación colectiva sui generis en el seno de la OSE (Babiano, 1998). El régimen franquista no concibió los convenios como resultado de una transacción entre las partes, cuya existencia no reconocía, sino más bien como un acto administrativo que generaba normas (Baylos, 2017). Además, el Gobierno siempre se reservó la posibilidad de intervenir en esta peculiar negociación colectiva, mediante decretos de congelación salarial o de supresión de los convenios, además de dictar Normas de Obligado Cumplimiento para el caso de que las partes no llegasen a un acuerdo.
Fue a partir de la transición de la
dictadura a la democracia en España cuando se produjeron cambios que
establecieron una cesura en el modelo de relaciones laborales. El Real-Decreto
Ley 17/1977, de 4 de marzo, de Relaciones de Trabajo, así como la Ley
19/1977, de 1 de abril, sobre la regulación del Derecho de Asociación Sindical
(Pérez Amorós, 2009), regularon los derechos de huelga y sindicación, si bien con claras limitaciones por lo que se refiere a
los empleados públicos. Asimismo, se produjo en mayo la
ratificación por parte del Gobierno de España de los convenios 98 y 87 de
la OIT (libertad sindical, derecho de sindicación y negociación
colectiva). Sin embargo, la extinción de la afiliación sindical
obligatoria se decretaría con posterioridad, el 2 de junio, y
fue todavía más tarde, con un Real Decreto de 6 de diciembre, cuando se declaró
la extinción de las estructuras del Sindicato Vertical
(Beneyto, 2000: 44).
Tras las elecciones generales del 15 de
junio de 1977, la Constitución de 1978 en su artículo 1 dejó
definida España como un “Estado democrático y social de Derecho”. De
igual modo y también en el Titulo Preliminar, quedó “constitucionalizado”
el sindicato en el articulo 7 y al mismo nivel que los partidos políticos
(articulo 6) como piezas fundamentales del orden constitucional. Igualmente,
los derechos de sindicación, huelga (artículo 28) y
negociación colectiva (artículo 37), fueron recogidos en el Título I dedicado a
los Derechos Fundamentales. De manera que el sindicato
adquiere la forma del centauro, tomando prestada la metáfora formulada por el
jurista Romagnoli: por un lado, la “representatividad” de orden general para negociar desde convenios colectivos a
determinados acuerdos sobre cuestiones sociales y, por otro lado, su
combinación con la “representación” que le da su arraigo entre el conjunto
asalariado (Romagnoli, 2015).
De todas maneras, la codificación de los
derechos individuales y colectivos del trabajo, así como el asentamiento de los
sindicatos en el ordenamiento jurídico democrático resultaron
más tardíos que en el caso de los derechos civiles y políticos, por
cuanto los primeros tardaron en normativizarse (Pérez Rey, 2016;
Babiano & Tébar, 2016). Y no sólo eso, sino que, aunque aprobada la
Constitución, hasta la promulgación del Estatuto de los Trabajadores en
marzo de 1980, el Gobierno intervino en la negociación colectiva,
razón por la cual fue denunciado ante la OIT. Luego, la Ley de Libertad
Sindical se aprobó en 1985 y al año siguiente la Ley de Cesión del
Patrimonio Sindical Acumulado. En 1991 se promulgó la Ley de Creación del
Consejo Económico y Social, un órgano consultivo de
participación de los agentes sociales, previsto en el texto
constitucional.
En 2011 el Gobierno de Mariano Rajoy
eliminó el Ministerio de Trabajo, ascendiendo a esa categoría lo que era
antes una Dirección General. De ese modo el nuevo departamento pasó a
denominarse Ministerio de Empleo. Fue una manera de degradar institucionalmente
el trabajo, como objeto de regulación y tutela, en
consonancia con el orden neoliberal. Significó asimismo eliminar la dimensión
colectiva que el sustantivo “trabajo” confiere a las relaciones laborales. Esta deriva gubernamental fue corregida en el
Gobierno surgido de la moción de censura de 2018.
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