Estupor
en el puente de mando y en la sala de máquinas del independentismo catalán: su
principal punto de referencia internacional, el Partido Quebequés ha sufrido un varapalo
histórico. De treinta (30) diputados ha pasado a nueve (en las recientes
elecciones). Descalabro sin paliativos que, para mayor inri, les lleva a no
tener grupo parlamentario propio en la Cámara. El hombre de Waterloo ya no tiene quien
le escriba desde el Canadá. Torra,
a su vez, inasequible al desaliento pudo, no obstante, haber exclamado aquello
de «a mí, Sabino, que los arrollo».
Me
comentan amigos del Quebec que centenares de miles de personas estaban hasta el
colodrillo de la «fatiga referendaria», de una monomanía tan cacofónica como
apabullante. El partido independentista quebequés pasa –me dicen con retranca
santaferina-- a la reserva de los últimos
mohicanos. Es una observación, les digo, eurocéntrica e inadecuada. Entre los
mohicanos y los de Waterloo, me quedo con los primeros.
No
podemos obviar que, en dichas elecciones, la derecha ha dado un salto
impresionante: su partido, Coalición Porvenir del Quebec, ha pasado 24 escaños
a 74. Mayoría absoluta. Por supuesto, no nos alegramos. Mis amigos canadienses
tampoco se alegran.
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