El
tiempo que el gobierno independentista
de Cataluña –Esquerra
en la sala de máquinas y Junts
(o sea, Puigdemont) en
la intendencia está valiendo para algo que se ha vuelto en contra de dichos
partidos: no es sólo que unos y otros se lleven como los perros y los gatos,
tampoco la cultura institucional esté a la altura de una aljofifa. La cuestión de
fondo es que son contundentemente inútiles. Cada conseller con su correspondiente
certificado de inanidad política.
Tardará mucho tiempo en descubrirse qué ejemplo, de tiempos pretéritos o no
tanto, pueda venir al caso. Y como los grandes retos de civilización son de
tanta envergadura, se nota todavía más el analfabetismo político del gobierno
catalán.
Con
todo, sobresale en ese pedregal un pintoresco partido –más bien, una partida—que
ha celebrado recientemente su congreso, que ha estrenado a un eterno sufridor, Jordi Turull, como secretario general. Se trata
del partido de los post post post convergentes, de antiguos sesentayochistas,
de milenaristas que siguen esperando la parusía y de quienes se angustiaron
porque el Régimen del 78 no acabó con los guardias civiles ahorcados con las
tripas de los frailes: Junts, que como indica su peculiar nombre están dividits. Lógico, porque todo lo que ha tocado el procés
ha quedado desencuadernado.
Jordi
Turull, un dirigente rodeado de adversarios de su propio partido por todas las
partes, menos por una que nadie sabe ubicar. Así que la habilidad que se supone
a este Turull a la hora de hacer albaranes no se compadece con su ineficacia
política. Ni esencia, presencia y potencia en el partido. La sombra de
Puigdemont le tapona.
Curioso
primer dirigente: en el interior de Junts se está votando si continuar en el
gobierno catalán o marcharse a Babia. Cada quídam opina. Turull –el primer
espada-- no ha declarado qué votará. En
suma, la política catalana es una mezcla de kumbayás, monjes templarios y
asiduos del calisay.
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