Las
derechas ultras domésticas han elevado el tiro y, tal vez de manera coordinada,
apuntan contra el Papa Francisco. Es una novedad no irrelevante en el panorama
español. Es como si esos grupos se hubieran propuesto dar vida al extinto Palmar de Troya. Se trata
de un amasijo de ultraderechistas y antivacunas, de terraplanistas y enemigos
del teorema de Pitágoras. O sea, un descomunal
comistrajo, cuyos emblemas recientes han sido destacados personajes de la vida
política española. Es el triángulo escaleno de Isabel Díaz Ayuso, Santiago Abascal y Paco Marhuenda; los dos primeros destacados
miembros del palo del gallinero de los ultras, el siguiente es un notorio y
conocido escriba sentado de los poderes fácticos, nuevos y viejos.
El
problema ya no es que Francisco deje de ser un referente sino que se ha
convertido en una interferencia con su potente auctoritas. De ahí el explicitado
rechazo de sectores religiosos de alto coturno y lustrosa sotana, políticos con
mando en plaza y gacetilleros que ya comen caliente.
La
primera fase de todos ellos es la deslegitimación: «el ciudadano Bergoglio»,
dice Abascal; «Francisco es un peronista», remacha Marhuenda y Ayuso se
despachó a gusto hace días. La Conferencia
Episcopal Española guardia un silencio clamoroso, mientras dice llamarse
Andana sobre el mandato papal de investigar los casos de pederastia de obispos,
arcedianos, arciprestes, monjes y curas de olla.
Mientras
tanto, las asociaciones de cristianos de base cantan alrededor del fuego
campamental aquello de «Kumbayá, Deu meu».
Educadamente les digo: «Decid
algo, almas de cántaro».
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