Hay
partidos que, queriendo o sin querer, trabajan para su propia competencia. Ciudadanos es uno de ellos.
Surgió en Cataluña adjudicándose el monopolio de la lucha contra el
nacionalismo. El núcleo fundacional estaba conformado por intelectuales y
funcionarios, que se sentían agraviados por las viejas formaciones de la
izquierda catalana. Su primer dirigente fue un mirlo blanco al que, posiblemente,
sus compañeros pensaron instrumentalizar. El nuevo partido afirmó tener un
programa socialdemócrata. Es curioso: el primer traje del partido de Jordi Pujol –aquella Convergència
democràtica de Catalunya, palo del pajar-- fue socialdemócrata, «a la sueca», aclararon.
Ahora
bien, sea por razones de subsistencia –o de cualquier otro tipo de
conveniencias-- fue eliminándose el
aroma socialdemócrata y el partido admitió, mutatis
mutandi, el moho de la derecha en su escudo de armas. Eso sí, se
atribuyeron el perfume de la derecha civilizada y constitucionalista con
vocación de regeneracionista. El centro equidistante de la caverna y de la
izquierda. El principal capital de este partido era su primer dirigente, Albert Rivera. Ser de
Ciudadanos equivalía a tener postín.
Albert
Rivera tenía urgencias históricas. Mucha prisa. Y, todavía con los dientes de
leche, se le figuró que podía provocar el sorpasso.
Dicho entre paréntesis: la prisa y el sorpasso han desfigurado la cara de más
de uno. «Tenim pressa», dijo un procesista, y el pobre acabó con la pata quebrada.
«Daremos el sorpasso», pensó otro y se quedó con las ganas. Albert Rivera –hemos
dicho-- tenía mucha prisa. Y, como
también había ideado su particular sorpasso, fue ampliando su perímetro y anexionarse
muchos miles de marjales de la derecha. Hasta que finalmente Ciudadanos acabó
siendo sinécdoque de la derecha. Pero no sólo de la derecha de pexiglás,
también de la más rancia: la que confunde el mito de la Caverna con el mito de
la Taberna.
Así
las cosas, el riverismo ha sufrido una fortísima humillación electoral. Tanto
estercolar el terreno de las derechas para acabar como el gallo de Morón. No ha
habido ninguna conspiración para acabar con el riverismo; él mismo ha sido su
propio ejecutor.
Pues
bien, tras la hecatombe, el nuevo grupo dirigente de la finca, ahora convertida
en un chamizo, repite los mismos códigos
que le llevó al precipicio. Que se concreta, de momento, en dos cuestiones que,
de menor a mayor gravedad, serían: impedir la formación de gobierno y dar su
apoyo, junto al Partido
popular, para que Vox
acceda, no sólo a la Mesa, sino a la Vicepresidencia del Congreso de los
Diputados. Lo dicho, el post riverismo
también trabaja para el inglés. Ciudadanos ha acabado instalándose en los
establos de Augiás.
P/S.--- Pongan atención los que en política trabajan
para la competencia cómo pueden acabar.
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