Los
artificios de la patraña son una característica de estos tiempos. Hasta hace
bien poco era uso exclusivo de los partidos políticos, aunque de manera
desigual. Hasta que tanto fue el cántaro a la fuente que acabaron trasladándose
a las instituciones, a los poderes públicos. Se me dirá que nada nuevo hay bajo el Sol, pero lo que no es discutible –me
parece-- es la intensidad y reiteración
con que la patraña se ha instalado en las instituciones. Véase, por ejemplo, la
permanente patraña de los poderes públicos de la Generalitat de Cataluña. Y,
como muestra, el siguiente botón.
La
Consellera de Presidencia, una tal Merixell Budó, ha
instado a Pedro Sánchez a «hacer públicos los
pactos que ha suscrito con Casado
y Rivera». A su vez, estos dos
dirigentes exigen a Sánchez que «haga públicos los acuerdos que tiene con los
independentistas». De esa manera, la Budó rehúye explicar públicamente los
menguados resultados electorales de su partido y los Casado – Rivera siguen
tirando de mecha. Ahora bien, si es grave la afirmación de estos dos últimos, el caso de la
Consellera sobrepasa lo inquietante porque proviene de la oficialidad de las
instituciones. En las instituciones se está consolidando el mal oscuro de la
politiquería.
Cierto,
siempre hubo patrañas en la política. Sin embargo, desde hace tiempo se ha
convertido en la nota dominante de la política, tanto de la partidaria como de
la institucional. No son martingalas inocuas, se trata –a mi entender-- de la substitución del conflicto político,
con un logos fundamentado, por la injuria que, cada vez más estridente y
sostenida, convierte la política en un lodazal.
Tendremos
que detenernos en analizar los orígenes del estilo de tan baja estofa. De
momento, sólo de momento, insinúo las siguientes observaciones: a los puestos
dirigentes de la mayoría de los partidos han accedido unos mesnaderos sin
experiencia de vida pública. La llamada política de fichajes ha incrementado el
grosor de esa perturbación. Personas a quienes todavía no les ha salido la
muela del juicio están dirigiendo importantes organizaciones. No se trata de un
problema de juventud sino de incompetencia. Los hay que jamás han dirigido una
organización de base. Los hay exactamente igual que aquel Rodolfo Martín Villa, que
se subió a un coche oficial con dieciocho y no se bajó hasta que tuvo sus
primeros ataques de próstata. En resumidas cuentas, el cursus honorem de esas
gentes empezó en los cargos más altos de la vida política.
En
conclusión, se trata de una serie de mesnaderos que ni siquiera han leído a José L. López Aranguren o Norberto
Bobbio. O incluso de otra cuerda. Lo que me lleva a relatar esta
anécdota. En cierta ocasión compartí mesa con un cargo público que es
licenciado en Física. En un momento de mi charla cité a don Julio Rey Pastor, a quien denominé Príncipe de los
científicos españoles del siglo XX. Una vez en la calle me abordó el físico y
me preguntó –ni siquiera retuvo el nombre—quién era dicho príncipe. Vio mi cara
de espanto. Por respeto a mis amigos Jaume Puig y
Carme Ortega, allí presentes, guardé silencio.
En
todo caso, soy consciente que me he movido en el terreno de la superficie de
las cosas. Tendrá que devanarme más la sesera.
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