lunes, 2 de julio de 2018

(1) SEGURIDAD SOCIAL: POR UN NUEVO Y FRATERNAL PACTO INTERGENERACIONAL




Publicamos hoy, mañana y pasado la Editorial de la revista La Ciudad del trabajo.  Imprescindible.

   1 .  La Seguridad Social y el eslabón perdido de la democracia (la fraternidad)

Vivimos unos tiempos en los que “democracia” y “libertad” aparecen en el lenguaje común como sinónimos, confundiéndose continente y  contenido. Pero, como reza el frontispicio de cualquier edificio oficial francés, “democracia” no sólo es “libertad”, también es “igualdad” y “fraternidad”. Y no deja de ser altamente significativo que mientras aquel primer elemento conformador de la tríada republicana tiene en los países occidentales una extensa regulación de garantías más o menos consolidadas, la tutela de la “igualdad” se halla en construcción, con avances y retrocesos, desde hace relativamente poco tiempo, bajo el impulso del feminismo y el movimiento de derechos civiles. Sin embargo, nadie apenas habla ya de la “fraternidad”. Incluso el propio concepto se ha olvidado: se tiende a confundirla con “solidaridad” o “amistad”. Pero ocurre que, pese a su olvido, la fraternidad como concepción política sigue teniendo en la actualidad un rastro indeleble, entre otros aspectos del Estado del bienestar, en la Seguridad Social.

Hagamos un poco de historia. El capitalismo se construyó sobre dos potentes ejes. El primero fue la acumulación inicial de capital –privatizando los bienes comunales-, lo que dio lugar a fuertes conflictos sociales, como los protagonizados por los “levellers” ingleses (que, con sus debates de Putney, pusieron las bases del pensamiento ilustrado). El segundo, el colonialismo. Cuando los invasores europeos llegan a América descubren que en la mayor parte de sociedades agrícolas la tierra pertenecía a todos y sus frutos se distribuían en tercios: uno para los gastos comunes y el cacique, chamán y demás cargos, otro, para las personas que trabajaban la tierra y el tercero iba destinado al mantenimiento de aquellos miembros que ya no estaban en condiciones de trabajar. Las Leyes de Indias mantuvieron en forma más o menos íntegra ese modelo. Pero ocurrió que cuando el Reino Unido, Francia, Portugal  u Holanda se sumaron a la senda colonialista hispana hallaron estructuras sociales idénticas en prácticamente todas las partes del orbe. En gran medida sobre esa realidad extraña al hombre del Renacimiento surgirá en la Ilustración el mito roussoniano del “buen salvaje” (y la posterior noción del “comunismo primitivo” marxista).

Sobre esos mimbres el pensamiento ilustrado construyó el concepto de fraternidad: por tanto, el derecho de cualquier ciudadano y ciudadana a que la sociedad –el común- le garantice una existencia digna para poderse desarrollar como ser humano con todas sus potencialidades. Se trata de una noción asimilable al “derecho a la felicidad” consagrado por los padres constituyentes estadounidenses, luego recogida en la Constitución de Cádiz y actualmente reivindicada por algunas constituciones sudamericanas durante la fase de gobiernos de izquierda (reanudándose así la antigua tradición que en esa parte del mundo se plasmó en los períodos constituyentes de la década de los treinta/cuarenta del pasado siglo). Quizás el mejor exponente conceptual de la fraternidad lo hallaremos en la Constitución francesa de 1848 tras la revolución del mismo año –la que incendió Europa entera dando lugar a la metáfora del “fantasma” marxiano que la recorría-: la República debía garantizar “mediante una asistencia fraternal (…) la existencia de los ciudadanos necesitados, sea procurándoles trabajo en los límites de sus recursos, sea socorriendo, en defecto de la familia, a quienes no puedan trabajar”. Algunos ecos de esa proclama pueden hallarse en el art. 48 de la Constitución española de 1931 (“la República asegurará a todo trabajador condiciones necesarias de una existencia digna”) o en el art. 22 (y en el 25) de la Declaración Universal de Derechos Humanos (“toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional (…) la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”).

Tras el triunfo de la burguesía la fraternidad pervivió en el incipiente movimiento obrero: no en vano, muchas de sus organizaciones iniciales –que, desde la perspectiva actual, mezclaban el derecho al asociacionismo con la protección mutua- se denominaban “fraternidades obreras”. Cuando sus fondos económicos mutualistas devinieron demasiados potentes (y peligrosos para el poder), Bismark los integró en el Estado (los seguros sociales). Y tras la crisis del 29 los poderosos constatan con miedo la existencia de un modelo viable alternativo al capitalismo y el hartazgo de las clases populares tras haber sacrificado dos generaciones en sendas guerras mundiales: es en ese momento cuando aparece la Seguridad Social moderna. A lo que cabrá añadir, en un tiempo inmediatamente anterior, el impacto que en el terreno de la construcción dogmática tuvo el constitucionalismo social de Querétaro y Weimar (fuentes en las que abrevó la Constitución republicana española).

Emerge así el pacto social de postguerras: las clases populares acceden a una mayor porción de rentas; sin embargo, como contrapartida, renuncian en la práctica a implantar un modelo económico y social alternativo al capitalismo, a discutir qué y cómo se produce y a poner en entredicho el poder en la empresa. De ese pacto surge el Estado del bienestar, construido esencialmente sobre dos parámetros: la constitucionalización del derecho del (y al) trabajo con sus instituciones colectivas y el reconocimiento del derecho de toda la ciudadanía a prestaciones sociales básica como la educación y la sanidad y, en especial, la Seguridad Social. Aunque nada se dijera ya en forma expresa en los textos constitucionales la fraternidad olvidada seguía perviviendo “in pectore” en ellos.

En el caso español ese pacto llega tarde, muy tarde. Es frecuente oír muchas veces –incluso por personas de izquierdas- el comentario que “lo único que Franco hizo bien fue la Seguridad Social”. Es ese un error conceptual: lo que el franquismo conllevó realmente fue una demora de casi un cuarto de siglo en la implementación de una realidad imperante en los países democráticos europeos. El acuerdo social que aquí alumbró nuestro Estado del Bienestar tiene nombre, apellidos y fecha de nacimiento: los “Pactos de la Moncloa” en 1977.  Y como señalaba con acierto el maestro MANUEL RAMON ALARCÓN se hizo en unos momentos –tras la denominada “Crisis del Petróleo”- en que internacionalmente empezaba a cuestionarse por determinados y potentes sectores el modelo welfariano y las antiguas ideas de Hayek empezaban a ganar terreno. Siempre llegamos tarde.

Por tanto, la Seguridad Social no es fruto de una concesión graciable del poder (real), sino el resultado de largas y antiguas luchas emancipadoras (vinculadas con la civilidad democrática), incluso anteriores al propio movimiento obrero, que hunde sus raíces en un antiguo concepto político: la fraternidad. Es altamente sintomático que actualmente, en el caso del Régimen General, la cantidad resultante de las cuotas de cotización coincida, más o menos, con el tercio que dedicaban las antiguas sociedades agrícolas al mantenimiento de sus miembros que no podían trabajar. Lo mismo ocurre con la media de gasto público sobre PIB en los países de la Unión europea (aunque en el caso español la cantidad sea inferior).
Por eso se afirma que la Seguridad Social moderna se basa en el sistema de reparto.

Sin embargo, no deja de ser curiosa la falta de didáctica política –al menos, desde las izquierdas- en relación al concepto y al valor político de fondo que explica la Seguridad Social actual. Se habla muy a menudo de la Seguridad Social como “derecho”  –que lo es-, pero desde una perspectiva individual y no colectiva; y, en cambio, poco se habla de la Seguridad Social como “obligación”: por tanto, el deber de las personas económicamente activas de aportar parte de sus ganancias al mantenimiento de las inactivas. Esa dualidad “derecho/obligación” desde una perspectiva social integrada tiene cobijo conceptual precisamente en el valor implícito de la fraternidad, a la que prácticamente nadie se refiere.

Esa ausencia de didáctica política sobre qué es en realidad la Seguridad Social está comportando un grave problema social en los actuales momentos: la tendencia hacia la ruptura del pacto intergeneracional. Desde la perspectiva de las personas jubiladas –o incapacitadas para el trabajo- es habitual escuchar la reclamación del blindaje e immutabilidad de  su prestación “…porque he cotizado muchos años”, de lo que se deriva la imposibilidad de cualquier pérdida de ingresos y derechos. Y desde la visión de las personas jóvenes económicamente activas se escucha a menudo recriminar a aquéllos que “les están pagando la pensión”.  Esas visiones son individualistas y olvidan la perspectiva colectiva y democrática de la Seguridad Social. Empieza a existir un  larvado enfrenamiento intergeneracional, como ponen en evidencia la cierta animadversión de determinados sectores del actual movimiento pensionistas hacia los sindicatos (que, ciertamente han sido más proclives a defender los intereses de las personas con trabajo) o las quejas en las redes sociales de personas jóvenes hacia las cotizaciones de la Seguridad Social. Y si ese corporativismo va a más se corre el riesgo importante de dinamitar finalmente la fraternidad como valor político y societario.

Habría que explicar a los jóvenes con trabajo que (por la misma lógica que se pagan impuestos) no están “manteniendo a nadie”, sino cumpliendo obligaciones comunes como ciudadanos activos, de las que se beneficiarán ellos mismos cuando les acaezca algún estado de necesidad. Y habría que aclarar a las personas provectas o invalidas que su pensión pública no se deriva de lo que se haya aportado previamente al sistema (aunque en un modelo contributivo como el nuestro la cuantía de la prestación pueda depender de esa aportación) sino de un derecho derivado de su condición de ciudadanía en el momento en que deviene un estado de necesidad (lo que determina que las pensiones están vinculadas a los ingresos de las personas activas). 

En la perspectiva del “buen salvaje” de las antiguas comunidades agrícolas primitivas el conflicto intergeneracional era inexistente: quién podía trabajar lo hacía por el bien del común y las rentas obtenidas se distribuían entre todos. Si había malas cosechas todos se apretaban el cinturón. Ciertamente el capitalismo –y el propietarismo e individualismo que le son inherentes- casa mal con esa lógica “primitivo/distributiva”, pero precisamente por ello las constituciones modernas consagran límites –en forma explícita o implícita- e imponen mecanismos compensadores. El pacto social welfariano no sólo era una entente entre clases: también lo era entre generaciones.


Seguirá mañana.



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