Los llamados «tiempos de la
Justicia» son una metáfora que, poco a poco, se ha ido consolidando como figura
retórica que lo mismo vale para un zurcido que para un barrido. Es ya un lugar
común que utilizan politólogos y tertulianos, escribidores y amanuenses
diplomados. Curiosamente quienes son más austeros en su uso son los propios
juristas.
A mis ochenta años, curado de no
pocos espantos, me atrevo a decir que no existen los tiempos de la Justicia,
sino los tiempos de cada Juez. Cada Magistrado los usa, con mejor o peor
fortuna, según le dicta su particular subjetivismo. Dígase, además, que en
ciertas ocasiones tales tiempos son realmente un temporal. Por ejemplo, cuando
se trata de jueces campeadores, que disponen de un poder que sobrepasa con
desmesura el ejercicio del cargo. Se trata, a mi juicio, de una de las fatales
consecuencias de la judicialización de la política. De ahí que se produzca un
efecto inversamente proporcional: a menor intervención política ante un litigio
concreto, mayor justicia campeadora.
Llevamos tiempo denunciando
desde estas columnas los desvaríos del procés
catalán. Hemos escrito muchas páginas contra las martingalas del hombre de
Waterloo. Y, de igual manera, hemos responsabilizado también la inacción del
gobierno del Partido Popular
en todo ese itinerario. Digamos ahora con claridad que la derrota del procés no se debe esencialmente a la política de Rajoy sino
a dos factores: uno, al propio diseño del procés,
como lo han reconocido los más importantes star
systems del independentismo; otro, a las intervenciones judiciales que se
han puesto en marcha.
Es decir, la derrota del
independentismo se debe a una candorosa infravaloración del poder del Estado y
a la ingenuidad de que la Unión Europea podría dar cobertura a los planteamientos
secesionistas. Lo primero indicaría que sus dirigentes no han superado la
párvula fase de boys scouts. Lo
segundo representa hasta qué punto los independentistas estaban a la Luna de
Valencia con relación a la realidad europea. Ahora bien, cada momento en que
parecía que el independentismo se freía en su propio aceite hirviendo aparecían
los «tiempos de los jueces», que –como consecuencia directa-- volvían a reagrupar al independentismo. Diríase
que tales tiempos han sido
contradictorios: de un lado han asestado duros golpes; de otro, sin embargo,
han permitido un efecto de inercia.
De momento vamos a dejar las
cosas así. Estamos a la espera de la sesión del Parlament de Catalunya, que apresurada
y confusamente se dispone a investir a un irascible Jordi Turull. Siempre y cuando los «tiempos del
Juez» lo permitan. Seguiremos, pues, cuando la fumata sea blanca. O lo que encarte. De momento, seguiremos
pensando que el «tiempo» sigue siendo, según los viejos manuales de la Física,
el espacio partido por la velocidad. Antigua definición que Einstein se encargó de matizar.
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