martes, 15 de agosto de 2017

¿Turismofobia, dice usted?



Cuando se rescató de los viejos baúles la palabra «populismo» en menos de veinticuatro horas estaba ya circulando por todos los hemisferios. Se ha estado utilizando igual para un barrido que para un fregado, y se ha convertido en un ariete de todos contra todos. Tanto uso y abuso han convertido esta expresión, populismo, en un concepto vacío, en una muletilla para practicar un toreo de salón, carente de significado. En resumidas cuentas, es el latiguillo que, cuando no se sabe qué decir, se usa a granel. Así las cosas, tal vez podríamos referirnos a ella como una «palabra enferma», según dejó sentado el viejo Alberto Moravia.

No es la única: alguien se ha sacado de la manga la voz «turismofobia», que ya empieza a hacer estragos a diestro y siniestro. Esta palabra también se ha convertido en una pomada multiusos, que tiene la peculiaridad de ahorrar la reflexión sobre acontecimientos que, con cierta intensidad, recorren algunos puntos neurálgicos de la geografía. Aquí se mezcla por igual la actitud de los vecinos de la Barceloneta, las reacciones de los vecinos de Magaluf y otros lugares.

Se ha dicho que los vecinos de la Barcelona forman parte de la cofradía turismofóbica. Falso. El vecindario sufre las consecuencias de unas políticas que todavía no han abordado la complejidad del problema. Por otra parte, Magaluf es la consecuencia de un modelo caótico de turismo de bronca en el que las autoridades –especialmente autonómicas de ayer y hoy— no parecen capacitadas por darle una salida.

En resumidas cuentas, usando palabras enfermas no se remedia el problema. De ahí que la palabra turismofobia sea una pijada con vistas al Mediterráneo.


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