Los
economistas llaman «coste de oportunidad» a aquello de lo que un agente
se priva o renuncia cuando hace una elección o toma una decisión. Por ejemplo, si
en vez de tomar una opción acertada haces su contraria. Mientras la mantienes
entras en una fase de costes que te desangran. Lo que viene a cuento por la
noticia que nos llega de la Unión Europea con respecto a la pérdida de
competitividad de Cataluña.
Cuando en 2010
Bruselas emitió su primer informe sobre competitividad regional, Cataluña se
encontraba por encima de la media europea. Ahora está en un 48,7 por cien. Más
todavía, el informe
constata un retroceso en materia de innovación y eficiencia. En 2013, Cataluña
ocupaba el puesto 133 en el ámbito de la innovación, que examina elementos de
progreso como la preparación tecnológica, la sofisticación empresarial o
la innovación. En este último examen pierde cinco puestos y cae al 138. Lo que
explicaría lo anterior. En este último
examen pierde cinco puestos y cae al 138. Así están las cosas. El gobierno
catalán, pendiente sólo de las cosas del campanario, no ha dicho ni mú sobre el
particular. Sigue, perezosamente instalado, en su coste de oportunidad.
El coste de oportunidad o, lo que es
lo mismo, seguir en la matraca cacofónica de la teología secesionista mientras siguen
ignorados los problemas reales del trabajo con derechos sociales, la eficiencia
del centro de trabajo, la formación y la calidad de las enseñanzas y la
investigación. Todo supeditado a cuando hipotéticamente se llegue a Ítaca.
Mientras tanto, Cataluña como motor
europeo se va convirtiendo en un contaminante tubo de escape. Es como si un
cura de olla sólo se preocupara de la túnica sagrada en vez de la pobreza de
los parroquianos.
En resumidas cuentas, de seguir así
las cosas podríamos entrar en una fase de degradación que podría durar años. Con
unos efectos devastadores. Es el coste de oportunidad, insensatos.
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