La Camusso en Génova
Las
recurrentes afirmaciones de cierto sector de la izquierda en torno a la
relación entre cuestión nacional y cuestión social me incitan a revisitar dicho
tema que hoy tiene la mayor actualidad en los comportamientos políticos y
sociales.
Digamos que
un sector de la izquierda europea, durante el primer tercio del siglo XX,
intentó amalgamar en su praxis (teoría y acción) ambas cuestiones: la nacional
y la social. También en nuestra casa geográfica. Nada tengo que decir si dicha
postura era algo contingente: la necesidad de una acumulación de fuerzas en la
arena política. O pretendía ser un corpus doctrinal de largo recorrido. Lo que
tiene interés –o, al menos, así me lo parece— es si aquella postura tiene
sentido, teórico y práctico, ahora y desde ahora en adelante. Excusen mi atrevimiento si intento poner en
solfa la necesidad actual de aquellos planteamientos, de las categorías que
–con una sintaxis diversa-- propusieron,
por ejemplo, Stalin y Andreu Nin a sus amigos, conocidos y saludados. Cito a
ambas personalidades porque su literatura nos es más conocida y familiar.
Hacer un
planteamiento historicista --¿tenían razón dichas personalidades en proponer la
amalgama entre cuestión social y nacional o no en su tiempo?-- es cosa irresoluble: puede tener tantas
interpretaciones como analistas y pensadores se metan en ese asunto. La
cuestión es hoy. Aquí y ahora, entendiendo que ese aquí es la izquierda en sus diversidades políticas, sociales y
culturales. Pero, antes de meternos en esa harina, candeal o no, deberíamos
hacer un balance, aunque sea sucinto, de los resultados (no todos) de aquella
enseñanza: la que se desprende de amalgamar cuestión social y cuestión
nacional. Excúsenme por la contundencia: en la pugna entre esa díada (no se
pierdan el acento en la i) han vencido históricamente los poderes económicos y
sus franquicias políticas de derechas, ya sean éstas ilustradas, rancias,
periféricas o de otra naturaleza. Lo que implica que la izquierda se ha quedado
a dos velas. Es más, manteniendo la vieja concepción de amalgamar ambas cuestiones se desvincula de los procesos
de cambio de época.
Hoy día, y
desde ya hace mucho tiempo, la gran cuestión es –por decirlo con Polanyi-- «la gran transformación» de los aparatos
productivos y de servicios, de toda la economía, de las relaciones entre
economía, ciencia, técnica y la cultura, entendida ésta en su sentido más amplio. Todo ello en el
cuadro radicalmente nuevo de la globalización, que ha puesto en crisis todo
tipo de institutos políticos, sociales y culturales. Echarle en cara a los
teóricos y políticos de la cuestión nacional, que antaño escribieron sobre el
asunto, sería imprudente y, sobre todo, inútil. El problema es la fidelidad de
quienes, aquí y ahora, leen aquellas enseñanzas, convirtiéndolas en Vulgata: es
a estos a quien me estoy refiriendo en este ejercicio de redacción. No echemos,
ni a favor ni en contra, más pesada carga sobre aquellos hombres de antaño, que
algunos consideran sus maestros para hoy.
El
paradigma de la globalización exigiría que la «cuestión nacional» se
redimensionara en «cuestión trasnacional» o, si se prefiere, «global». Porque
aquella ha modificado todo tipo de relaciones, y –según cómo se mire-- está provocando una determinada impotencia en
todas las izquierdas políticas y sociales. Una de las consecuencias de esa
impotencia es el asidero de la «nación» donde se pretende confinar las últimas
defensas para intentar resistir. Pero la nación --esa «isla mínima»-- ya no es
el marco en el que las izquierdas políticas y sociales puedan concretar su
acción colectiva con capacidad de intimidación. De una intimidación democrática
eficaz que nada tiene que ver con la de los echaos
p´alante. Tampoco
para generar un proyecto de utilidad para cambiar las cosas.
De manera que
los sujetos nacionales deberían caminar aceleradamente a su reconversión en
sujetos globales. Sería una de las metamorfosis –por utilizar una expresión tan
querida al barbudo de Tréveris— más apremiantes en el mundo de hoy. En caso
contrario me aventuro de manera imprudente a esta hipótesis: si la política de
izquierdas y los sujetos sociales mantienen su nacionalismo, y si los actores que intervienen en la arena
pública y en el ecocentro de trabajo no se desencajan de sus prácticas actuales
se convertirán en estantiguas y perderán representatividad y representación. Se
irán convirtiendo en los últimos mohicanos. El final de esa parábola
descendente sería la queja, acompañando al rey nazarita, con su lloriquedo del «¡ay
de mi Alhama!».
Dichos
sujetos perderán «representatividad» porque se muestran incapaces de tutelar y
promover la condición del asalariado y del ciudadano tal como es –y va siendo in progress-- en esta fase de la
globalización; y, por ende, irá menguando su «representación» en los escenarios
políticos y sociales. Hablando en plata: sería la victoria, tal vez definitiva,
del neoliberalismo; de un neoliberalismo que pone sus huevos en nidos diversos; entre ellos, en ciertos sectores nacionalistas con bastón y tijeras de mando.
Creo que nacionalismo y socialismo, como conceptos son opuestos y personalemente me siento más identificado con un obrero ruso que con un magnate de mi ciudad, mis necesidades, mis anhelos y mis aspiraciones son parecidas.
ResponderEliminarLa idea de que el proletariado no está objetivamente interesado en el problema de las nacionalidades tenía raíces teóricas profundas en el marxismo socialdemócrata. Éste era, a principios de siglo, un marxismo unilateralmente obrerista, determinista, economicista, penetrado de la idea de que el momento histórico no tiene más motivos que los basados directa e inmediatamente en la vida económica. Es mero oportunismo de las vigentes teorías socialdemócratas la espera del socialismo a través de las simples contradicciones de las relaciones y fuerzas [¿] de producción.
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