Parece evidente que hay una estrecha relación entre
el tipo de políticas económicas y sociales y las medidas que se están tomando
en el terreno de las libertades. El caso es que ambas están conformando lo que
podríamos calificar, sin empacho, como una «democracia autoritaria». Este
vínculo entre lo uno y lo otro no se refiere a la crisis económica; se trata de
utilizar, sin embargo, esta situación angustiosa de amplias capas de la
sociedad, especialmente las menos protegidas, para cercenar bienes democráticos desde el centro de
trabajo hasta los derechos civiles, cuya expresión más sangrante es el telón de cuchillas, llamadas concertinas para no infundir sospechas o el proyecto de ley
de seguridad ciudadana que atenta gravísimamente contra el ejercicio del
conflicto social. Unos bienes democráticos que, no pocos de ellos, son llamados, desde esa democracia
autoritaria, privilegios. Es una contrarreforma en toda la regla que está
distorsionando la lengua a partir de una sociolingüística impuesta desde
arriba. Ya habló e ella el maestro de sindicalistas Vittorio Foa en su bello
libro Las palabras de la política (1).
Claro que sí: palabras de la política que se van trasladando a un garrulo
sentido común. Algo de eso dejó escrito Andrea Greppi: «… están teniendo lugar
intensos desplazamientos semánticos que vacían de contenido las categorías
elementales del léxico político» (2). Unos desplazamientos impuestos, naturalmente,
desde arriba. O que acaban dando pie al transformismo de la flexiseguridad en
flexiprecariedad, como apunta agudamente Rafael Borrás en un artículo reciente
en el Diario de Mallorca (3)
Digamos, pues, que la reforma laboral no fue una operación
que se orientaba solamente a demoler bienes democráticos del universo del
trabajo sino el inicio de un itinerario de más calado: el cuaderno de bitácora
de la democracia autoritaria. ¿Habrá que seguir insistiendo en que la potente
ofensiva contra el sindicalismo confederal (y el Derecho del trabajo, no se
olvide) es la punta más visible de un iceberg que se orienta a la deforestación
del mayor caudal posible derechos?.
A mi entender, la estrategia es la siguiente. De un
lado, romper la conexión entre el sindicalismo confederal y el conjunto
asalariado y, de otro lado, convertir el sindicalismo en una «agencia técnica»
que acompañe acríticamente –y, por lo tanto, de manera subsidiaria— las
políticas actuales, llamadas impropiamente de austeridad. Pues, según los
autoritarios, derechos, poderes y controles desde abajo estorban, interfieren
ese dogma tridentino del «no hay alternativa». O sea, en esta gran fase de
reestructuración capitalista y de revolución industrial se tiende, desde
arriba, a la desertificación de los sujetos críticos. En otras palabras, hay
que destruir la relación con los trabajadores como elemento distintivo de la
constitución material del sindicalismo de matriz confederal. Porque ese
«elemento distintivo» es la garantía aproximada de la independencia y autonomía
del sujeto social, y como la forma básica de representación de los asalariados
es su organización sindical en el centro de trabajo es ahí donde hay que poner
el hacha. Pero ese hacha apunto al conjunto de elementos del cuadro
democrático. Y ya no se trata sólo de impedir el avance hacía una mayor
democracia sino a descuartizar una buena parte de lo conseguido.
La democracia no es imparcial o, al menos, no debe
serlo. Es ante todo un contenido cualificante. No es simplemente una forma
sino, en esencia, un contenido. Y hacia ese contenido es donde se apunta.
Insisto: desde el centro de trabajo. En ese sentido, vale la pena situar en qué
momento parece iniciarse el nuevo rumbo hacia otro modelo de democracia
(«modelo» en el sentido como lo entiende C.B. Macpherson en su celebrado
estudio sobre La
democracia liberal y su época). Sugiero que revisitemos el libro de un
joven Antonio Baylos Derecho del trabajo:
modelo para armar (Trotta, 1991) donde el autor centra su reflexión en lo
que denomina el proceso de «autolegitimación de la empresa capitalista», de un
lado, y el inicio del «destronamiento» del contrato de trabajo y la relación comunitaria
de trabajo, de otro lado. Es la praxis neo autoritaria de la centralidad de la
empresa capitalista que intenta imponer sus condiciones (y, en no pocas
ocasiones, lo consigue) provocando negociaciones fantasma bajo el lema de «lo
tomas o lo dejas». Pongamos que hablo de los diez últimos años de la dirección de
Panrico y la solución última del conflicto reciente.
En apretada síntesis:
estamos ante una situación que se va exasperando hasta el día de hoy donde «triunfa
una economía que mata», según el Papa Francisco: una frase inquietante que
habrá provocado más de un retortijón en curias y covachuelas institucionales,
en palacios del management y casinos de alto alterne (4). Aunque, tal vez, en
vez de sentirse aludidos se han sentido adulados. Ahora bien, una economía «que
mata» necesita un eje de coordenadas adecuado a tal objetivo: la democracia
autoritaria. Este es el problema central que tenemos en no pocos países, y en
lo que a nosotros nos afecta el carácter de Mariano Rajoy, el Aznar Chico. También
en Europa. Pues bien, contra esa reducción del perímetro democrático se está
movilizando el sindicalismo confederal y ese movimiento de movimientos al que
hemos hecho alusión en otras ocasiones.
Querida Carme
Casas, Espérame en el cielo: http://www.youtube.com/watch?v=uFAdhLlDyBk
(2) Andrea Greppi. Concepciones de la democracia en el pensamiento
político contemporáneo. (Trotta, 2006)
(3) Rafael Borrás, en Diario de Mallorca: http://www.diariodemallorca.es/opinion/2013/11/27/flexiseguretat-flexiprecarietat/892901.html
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