Gabriel Jaraba*
Querido tío Pepe Luis:
Ciertamente, como dices Francisco ha dado un paso al margen del
constantinismo que muchos añoran y que Karol Wojtyla quiso recuperar, y con el
que sueña gran parte de la conferencia episcopal española. Aunque posiciones
semejantes estaban recogidas ya en la
constitución pastoral de la iglesia en el mundo de hoy, emitida durante el
Concilio Vaticano II. Tengo en las manos el libro que la recoge, publicado en
catalán en 1965, por la editorial Estela de nuestros añorados Alfonso Carlos
Comín y Josep Verdura y me doy cuenta de que hay que explicar a los jóvenes que
actualmente se sitúan en la izquierda que un día existieron en nuestro país
revolucionarios que se reclamaban “comunistas en la iglesia, cristianos en el
partido”, según la frase memorable de Comín.
Los actuales gestos y palabras de Francisco ponen en una situación
difícil a los ultras de su parroquia –valga la redundancia— y pondrían también
en ella a los reanimadores del anticlericalismo de izquierdas si no fuera
porque aquellos tienen mejor oído para detectar las amenazas a su status quo.
¿Cuánto durará ese inesperado “aggiornamento”? Muchas gentes
laicas creen que no se trata más que de gestos, porque la estructura jerárquica
y su autoritarismo no pueden permitir que la iglesia de Roma cambie. Pero yo
considero que el rasgo principal de las personas progresistas es precisamente
la confianza en que las cosas pueden cambiar.
El “cuanto peor, mejor” conduce siempre a lo peor. Aunque lo de
Francisco fueran gestos, en la sociedad compleja (la sociedad de la
comunicación) no se da puntada sin hilo: los gestos han abierto nuevos
horizontes a menudo insospechados (Gorbachov, Mandela, Obama) y lo que unos
consideran mera apariencia otros lo analizan como indicaciones para el diálogo.
Las fuerzas resistentes al cambio suelen identificar mejor la
naturaleza de lo que algunos progresistas consideran mera gesticulación. Las
sentinas ultramontanas han colocado a Francisco en el punto de mira, y muchos
de sus habitantes no tienen empacho en hablar de “sede vacante”, es decir, que
no le reconocen como papa. Le consideran entregado a la teología de la
liberación e incluso líder de la mítica logia masónica vaticana, en unos
delirios basados en el género literario
cultivado por Leo Taxil, los Protocolos de los Sabios de Sión y el supremacismo
blanco de la ultraderecha estadounidense. Pero a ningún progresista le conviene que Francisco
fracase, por el mismo motivo que hoy celebramos que Juan XXIII triunfara en
cierta medida y por lo menos marcase distancias considerables con Pio XII.
Francisco no es lo que se suele llamar “un cristiano progre”
aunque es progresista en ciertos aspectos, como el que ha motivado la
información que reproduces, y conservador –o muy conservador— en otros, como él
mismo ha aclarado en la última rueda de prensa celebrada durante vuelo de regreso de Brasil a Roma, respecto a
la ordenación de las mujeres, el aborto o la contracepción. Pero ha renunciado
a la retórica de enfrentamiento, en esos asuntos y otros, limitándose a
reclamarse de la ortodoxia (la ortodoxia actual, provisional). En el caso de
las personas gays, por ejemplo, y su renuncia a juzgarlas o rechazarlas, ha
sido consecuente con su llamada al diálogo como actitud central. Y es esa
actitud dialogante y no beligerante la que puede terminar provocando cambios en
las capas más duras de la estructura, pues los partidarios de esos cambios se
encuentran dentro de ella. La acogida a los negros que malvivían en naves
abandonadas del Poblenou por parte de una iglesia del barrio ha funcionado como
una seda, y su rector, el cura periodista Francesc Romeu se ha acogido a la
actitud de Francisco para justificarla, sin que del arzobispado haya surgido el
menor reparo. Recuérdese lo sucedido hace años con los sin papeles que ocuparon
Santa Maria del Mar y los pescozones que sufrieron los rectores de la basílica,
mossèn Vidal y mossèn Bigordà, otrora
puntos de referencia de la parroquia de Sant Medir cuyo papel en la fundación
de las CC.OO. catalanas fue importantísimo.
La iglesia de Roma deberá cambiar en lo referente a sus ideas
sobre la concepción y contraconcepción, el sacerdocio (y episcopado) femenino y
tantas otras cuestiones que se presentan como fruto de su magisterio pero cuya
justificación teológica es problemática o incluso endeble. Tales cambios no
vendrán concedidos desde la cúpula sino inducidos por los miembros de la
estructura y por el abandono de la feligresía y, lo que es más importante, por
la pérdida de influencia cultural. Y ese proceso de cambio va a beneficiar a
todos. No solamente a los laicistas, que se librarían de presiones indebidas
sobre el legislativo y el ejecutivo, sino a los propios creyentes de otras
denominaciones, puesto que una consideración más positiva del catolicismo por
parte del cuerpo social atraería la atención del público sobre la fe cristiana.
Los “soldados derrotados de Montini”, como se definió Jordi
Pujol respecto a su condición de católico en pleno wojtylismo, nos alegraremos
de una evolución semejante, incluso, como es mi caso, desde referentes
católicos no romanos. Los beligerantes del integrismo lanzarán, de momento, una
guerra de guerrillas para hacer tropezar a Francisco con sus propias palabras y
acciones. Es de esperar que los puristas de la izquierda laica no ayuden, con
la amplitud de miras que les caracteriza, a la tarea de zapa que se elabora en
las sentinas ultramontanas. Para ello hay que confiar en el cambio y apoyarlo,
porque no puede hacer más que beneficiarnos a todos.
* Profesor de la Universidad
Autónoma de Barcelona y periodista.
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