Antonio Lettieri*
En este frío invierno de Europa les falta a sus
viejos amigos el pensamiento y la voz de Bruno Trentin que en el trascurso de
su vida de militante político, dirigente sindical e intelectual hizo de la
perspectiva europea un constante cuadro de referencia, un ejemplo de discusión
y una esperanza para el futuro de la democracia y de los derechos. No podríamos
decir qué análisis haría y qué juicio tendría de la actual y atormentada situación
de la Unión Europea
que tras una década –con el nacimiento del euro-- apareció como el signo
de un posible renacimiento de Europa frente a los grandes cambios económicos y
políticos en curso y sus relaciones entre las diversas áreas del mundo.
Trentin
participó en aquellos tiempos con resposabilidades diversas en la
construcción, a menudo controvertida y no lineal, de la Unión tal como se configuró
a finales del pasado siglo. Quisiera recordar sobre todo un periodo que fue el
tránsito a la Unión
europea en aquel decenio caracterizado por la presidencia de Jacques Delors a
partir de la mitad de la década de los ochenta y del papel que jugó Trentin en
el debate sobre la “dimensión social” y sobre los nuevos objetivos del
sindicalismo europeo. Recordando aquel tiempo no se puede olvidar el papel
determinante, probablemente insustituible, de Jacques Delors y la relación de
confianza, de estima recíproca y de amistad que reforzaron las relaciones entre
Jacques Delors y Bruno Trentin, en su vertiente de dirigente sindical,
realmente singular en el panorama europeo.
Cuando, bajo la presidencia de Delors en la Comisión europea en 1985,
se abrió un nuevo capítulo en la historia de la comunidad europea, el mundo
occidental (de los Estados Unidos a Europa) atravesaba una fase de cambio
destinada a revolucionar los criterios y puntos de referencia culturales,
sociales y políticos para muchos años. Con la llegada de Margaret Thacther en
Gran Bretaña y Ronald Reagan en Norteamérica, no sólo se modificó el cuadro de
referencia económico con el repudio de las políticas keynesianas en América y
socialdemócratas en Europa sino que se pusieron en discusión duramente las
relaciones de poder a nivel social y, en primer lugar, el poder de los
sindicatos.
No se puede infravalorar la determinación política
e ideológica con que la señora Thtacher se propuso poner de rodillas a las
Trade Unions, plenas de una historia secular, aunque con errores de análisis y
estrategia que minaron su credibilidad y su fuerza. Los primeros años ochenta
se caracterizaron porque se propuso la eliminación de las conquistas y del
poder de las organizaciones sindicales en las dos orillas del Atlántico. No por
casualidad Ronald Reagan ofreció el ejemplo más rotundo de la nueva situación
cuando despidió fulminantemente a 12.000 controladores aéreos que osaron
desafiar al gobierno haciendo huelga. Ese tránsito no fue menos significativo
en Italia donde la Fiat ,
en otoño del 80, consumó su venganza en su confrontación con el sindicato militante
por antonomasia, la FLM ,
dirigida por Trentin junto a Carniti y Benvenuto. Este era el clima social en
el que a mediados de los ochenta se operó el inicio de la integración europea
que antes había llevado al mercado único y después al nacimiento del euro. La Comunidad entró en una
larga fase de estagnación y apatía, y para relanzarla era necesario reinventar
una idea guía, movilizadora y convincente. La intuición de Delors con el
proyecto de mercado único se convierte en el resorte del diseño europeo. Para
muchos la unificación del mercado constituía el objetivo más orgánico en la
nueva fase del capitalismo internacional. Unificar el mercado, rompiendo las
barreras que limitaban los movimientos de bienes y capitales, era la clave para
salir de la stagnación. Pero era, a la vez, un diseño que se arriesgaba a
entrar en la deriva neoliberal. No fue casual que la derecha europea más
dinámica viera en la promesa de la integración de los mercados no sólo el
resorte de un relanzamiento del crecimiento sino también un modo de importar el
nuevo modelo de relaciones sociales que se venía consolidando en el mundo
anglosajón.
No
sabemos si este proyecto, inspirado en el viento neoconservador de la época,
hubiera pasado fácilmente al continente, pero es un hecho que Delors
imprimió una dirección diferente en la construcción de la nueva Europa,
esforzándose en buscar un diverso equilibrio entre la liberalización de los
mercados y la legitimación del papel de los agentes sociales y,
particularmente, del movimiento sindical como equilibirio del mayor poder que
la unificación de los mercados garantizaba a los centros de poder económico,
libres de la telaraña de las reglas y controles que operaban dentro de los
confines de los estados nacionales.
El modelo social europeo, tan querido por Delors,
tenía sentido no como modelo uniforme de regulación de las relaciones sociales,
sino como paradigma de un modelo de desarrollo al que las instituciones
comunitarias y el sindicato daban vida, cada uno con sus propios medios, con
una trama de políticas sociales que debía caracterizar el conjunto de la
construcción europea. Es en este cuadro donde Delors, desde los primeros pasos
de su presidencia, abre la puerta de las instituciones europeas a los
sindicatos, define su papel y los integra en el proyecto europeo. Es nada más
llegar a la presidencia que significativamente, tras presentar su programa al
Parlamento europeo, convoca el primero de los famosos encuentros de Val
Duchesse, inaugurando el “diálogo social” entre los sindicatos y sus
contrapartes empresariales. Trentin tomará parte en el curso de aquellos años
dedicándose en particular al tema de la innovación tecnológica y la formación,
como punto de referencia esencial de un nuevo terreno de encuentro y
reelaboración de las políticas reivindicativas del sindicalismo europeo.
Para Bruno Trentin es la ocasión que
finalmente se presenta para transformar en realidad las esperanzas, muy
frecuentemente frustradas, de una efectiva estrategia europea del sindicato. El
proyecto siempre se mostró de no fácil solución. El sindicalismo europeo tiene
en común muchas luchas y conquistas. Pero sus diversas raices, tradiciones,
modelos de representación y negociación –entre negociación nacional y de
empresa-- describen opciones y paradigmas muy diversos de comportamiento.
Eso sin mencionar la diferencia más evidente entre sindicatos unitarios y
sindicatos históricamente divididos como en una gran parte de la Unión a partir de Francia
que comprende los paises mediterráneos. En este cuadro el proyecto de
“institucionalización” de una especie de contrapoder sindical respecto al
impulso desrregulador, implícito en la liberalización y unificación de los
mercados nacionales, representaba una perspectiva más decisiva frente a las
nuevas tendencias del capitalismo mundial. Pero, al mismo tiempo, como demostró
la experiencia, era algo limitado, con sus luces pero también con muchas y
duras sombras.
Trentin era un lider sindical de indiscutida
estatura europea. A diferencia de la tradición de muchos sindicatos europeos
estaba presente en el trabajo sindical con las características de un militante
y de un intelectual. Había dirigido, tiempo atrás, el prestigioso Departamento
de Estudios Económicos de la
CGIL. Su atención a los cambios económicos y sociales del
capitalismo europeo le suministraron los instrumentos para un contraste
político, frecuentemente áspero, con las tesis predominantes de la izquierda
italiana de la época e, incluso del propio Partido comunista italiano en el que
estuvo presente en sus órganos de dirección y parlamentarios hasta la decisión
de las incompatibilidades entre cargos sindicales y del partido.
Recuerdo, entre otros que marcaron el debate a
principios de los sesenta, con Trentin entre sus protagonistas, el seminario
promovido por el Istituto Gramsci, dedicado específicamente a Europa, Tendencias
del capitalismo europeo, con una introducción de Maurice Dobb, economista
inglés de la escuela marxista, profesor en Cambridge, y la participación de
intelectuales del conjunto de la izquierda europea. Trentin presentó una
ponencia que analizaba los cambios en curso en las estructuras económicas del
capitalismo europeo y en las respuestas del movimiento obrero. La
originalidad, muy típica en su modo de escudriñar los problemas, estaba en la
capacidad de tejer el análisis de los grandes cambios en las estructuras
económicos que habían acompañado la reconstrucción en la posguerra con las
mutaciones en las estructuras productivas, en la organización del trabajo y en
la subjetividad obrera. Esta amplitud de análisis y de visión le permitía
discutir con las tesis contrapuestas de la cultura política de tradición
marxista en aquellos años. Un debate que veía, de una parte, como ineluctable
corolario de la práctica socialdemócrata un proceso de integración de la clase
obrera en las nuevas formas de capitalismo; y de otra parte el final de su
papel y el paso a la hegemonía a los desheredados del tercer mundo según las
tesis que tuvieron en Marcuse su más celebrado sostenedor.
Sobre estas bases teóricas, y sólo aparentemente
alejadas de la problemática sindical, Trentin había elaborado la tesis de la
autonomía del sindicato junto a su función política general. Era una posición
teórica que se distinguía tanto de la tradición socialdemócrata, fundada en la
separación entre la acción reivindicativa propia del sindicato y el programa
económico y social de carácter general confiado al partido y al gobierno
como de la tradición comunista ortodoxa que concentraba el papel del sindicato
en la tarea salarial y de soporte a la estrategia general del partido.
No se trataba, respecto a los modelos sindicales
europeos, de una teorización abstracta de la posición del sindicato. Esta
formaba parte, entre los años sesenta y setenta, de un proceso caracterizado
por la afirmación cultural y política de la autonomía sindical con respecto al
partido comunista y, en general, del proceso unitario entre las confederaciones
sindicales. Fue un resultado original en el panorama de la división sindical
persistente en los paises mediterráneos y, en particular, en Francia donde la
división entre la CGT ,
la CFDT y Force
Ouvrière parecía imposible de superar.
El encuentro entre Trentin y Delors a mediados de
los años ochenta se basaba en muchos aspectos bajo esa concepción heterodoxa
con relación a la cultura sindical que prevalecía en el continente. El
sindicato dotado de su específica autonomía y al mismo tiempo portador de
una visión general que le hacía ser un sujeto político y un contrapoder en el
equilibrio de las fuerzas sociales en presencia.
Tenían en común puntos de llegada, no de
partida. Jacques Delors era un católico y un socialista –“mi-chretien,
mi-socialiste”-- acostumbrado a actuar en la actividad de los clubs pero
no en la jerarquía de partido. Su más rica experiencia maduró en las
instituciones de gobierno, en su rol en el Comisariado de la planificación
hasta la función de Ministro de Economía y Finanzas en el gobierno Mauroy
durante la presidencia de Mitterrand. Dos trayectorias diversas, contrapuestas
en cierto sentido. Pero había un profundo dato común en la constante referencia
de Delors a la función del sindicato, aunque no fue un sindicalistas “de
plena dedicación”. Es interesante recordar que, mientras Trentin dirigía el
Departamento de Estudios de la
CGIL , en los años cincuenta, Delors –funcionario de la Banca de Francia-- fue
consejero económico de la CFTC ,
la Confederation
française des trevaillerur chrétiens, bajo cuyo impulso nacerá la CFDT.
La biografía de Delors, no obstante estas
relaciones con el sindicato, era más típicamente la de un “grand commis” del
Estado, y desde este punto de vista estaba alejada de la de Trentin. Pero la
cercanía al sindicato permaneció sorprendentemente en Delors viva siempre,
entrando a formar parte de su cultura política y de su proyecto. En el
libro-entrevista (L´Unité d´un homme), dedicado a su biografía intelectual y
política, en 1994, estando en la presidencia de la Unión , responde a una
pregunta sobre su adhesión al sindicato y lo hace con una cierta emoción: : “Il
s’agissait pour moi de lutter contre l’injustice sociale, et le terrain
essentiel de l’action était le syndicalisme…C’est l’endroit ou je suis le plus
à l’aise… Le syndicaisme, c’est ma vie. Si j’avais pu, je n’aurais fait que
cela »1
(Jacques Delors, L’Unité d’un Homme). Intentad imaginar en nuestro días
algo similar en la alta burocracia del eje Frankfurt – Bruselas a quien se le
ha confiado la tarea de dirigir la Unión Europea en la gran crisis de nuestros
días.
El decenio de la presidencia de Delors, en el que
más implicado estuvo Trentin en la acción del sindicalismo europeo fue el de la
gran transformación europea. Fueron los años de la construcción del
mercado interior, de la predisposición de la moneda única, de la definición del
Tratado de Maastricht. Pero fueron también los años del desarrollo del “Diálogo
social” que Delors, como hemos visto, lanzó desde el inicio de su presidencia.
Fue aprobada la “Carta social”, y como complemento al Tratado de Maastricht el
protocolo social que ponía el sindicalismo en el corazón de las instituciones
europeas y del proceso de decisión para los aspectos que se refieren a las
competencias de la Comisión
sobre los temas de carácter social.
Se trataba de importantes hallazgos que se
contraponían a la ideología dominante neoconservadora y profundamente
antisindical de aquellos años. No por casualidad la Gran Bretaña se opuso
perentoriamente a todos los esfuerzos comunitarios de carácter social.
Pero el rol del sindicalismo europeo no se circunscribió dentro de los confines
de las relaciones con las nuevas instituciones económicas. El debate sindical
abarcaba en todos sus aspectos las transformaciones en curso en la organización
de la producción. Superaba la época fordista que se caracterizaba por masas de
trabajadores sin una cualificación particular, a menudo provinentes del campo o
de la inmigración. La programación con unos objetivos productivos
estandarizados chocaba con los ininterrumpidos procesos de innovación
tecnológica y con la creciente turbulencia de los mercados globales.
Al mismo tiempo habían cambiado les dimensiones
subjetivas de la fuerza del trabajo cada vez más refractaria a los estándares
descualificantes del viejo modelo taylorista. Frente a estos cambios iban
decayendo los viejos parámetros reivindicativos de la tradición sindical. El
debate se iba orientando –no sin incertidumbres, resistencias y
contradicciones— hacia las nuevas formas de control de la organización del
trabajo, a la introducción de nuevas formas de flexibilidad, a la reducción y
sobre todo a la gestión de los horarios de trabajo diarios, semanales e incluso
anuales, a la relación entre cualificación y tarea, al derecho a la formación y
hacia diversas formas de participación.
Un debate en muchos aspectos complejo, siendo
profundamente desiguales las experiencias y los enfoques culturales, más
allá de los modelos contractuales en los diversos países de la Unión. Algunos
sindicatos, especialmente de los países nórdicos, con una larga experiencia de
cooperación centralizada a nivel confederal mostraban mayor interés en los
temas económicos de carácter general, en la dimensión keynesiana de las
políticas de crecimiento y ocupación más que en las políticas de reorganización
del trabajo.
En otras ocasiones, como en la experiencia
alemana, el primado federativo invertía el ángulo de visión. En otros casos,
como el francés, dominado por la división sindical, era más clara la
contraposición entre las reivindicaciones salariales y la intervención en los
procesos de reorganización del trabajo. El sindicato italiano –dividido y
empequeñecido por la dramática ruptura en torno al futuro de la escala móvil, a
mediados de los ochenta-- se encontró en la tesitura de presentar
una visión de conjunto con la idea de sugerir fuertes puntos de conexión
entre la evolución de las políticas reivindicativas y la dimensión política
general de los procesos de reestructuración. Trentin, en su cargo de
vicepresidente de la CES ,
trabajó en este contexto que exigía capacidad de innovación sobre diversos
planos de la acción sindical: desde los cambios en la organización del trabajo
a los aspectos más radicalmente políticos de las estrategias macroeconómicos,
industriales y del mercado de trabajo. Pero también estaba convencido de que la
actuación de una plataforma ambiciosa del sindicalismo europeo exigía un
reforzamiento institucional de la Confederación europea, aceptando ceder en algunos
aspectos de la soberanía de los sindicatos nacionales que la conforman.
Fue un diseño no fácil porque los sindicatos eran muy celosos de las
experiencias en las que estaban ancladas sus opciones. Pero era una exigencia
que fue haciendo camino y reforzará la capacidad de decisión de la CES , aunque con resistencias.
Se puede observar, con el beneficio del tiempo pasado, que para algunos
aspectos esta proyección unitaria del sindicalismo europeo podría encuadrarse
perfectamente en la visión de Jacques Delors que concebía la Unión europea como una
“Federación de Estados soberanos”, una imagen que conjugaba la exigencia
insuprimible del Estado-nación con una nueva dimensión supranacional.
Desde el punto de vista de las políticas
reivindicativas, el debate entre los sindicatos europeos implica con opiniones
a menudo discordantes las nuevas formas de flexibilidad de la prestación
laboral contrapuesta a la rigidez típica del modelo fordista. En esto el
sindicato italiano fue, en muchos aspectos, el que hizo una elaboración más
avanzada con una crítica a la organización taylorista, alienante y
descualificadora, acompañándola con reivindicaciones de nuevas formas de
trabajo abiertas a los modelos de flexibilidad tanto en la gestión de los
horarios como de las tareas, asumiendo como criterio de referencia de la
negociación nuevos parámetros de flexibilidad negociada por el sindicato y
controlada colectivamente. Mientras que, a nivel de las políticas
macroeconómicas, el viejo debate sobre la política de rentas tenía como
principio una composición en la relación entre una gestión autónoma de la
negociación en coherencia con los objetivos generales negociados a nivel
tripartito en función de las políticas de crecimiento y ocupación.
Eran temas que partían de un largo proceso de
elaboración en la biografía sindical y política de Trentin. Y eran también,
desde diversos puntos de vista, elementos importantes del modelo sindical que
Delors valoraba en el proceso de construcción de un coherente “modelo social
europeo” en el que los sindicatos fueran actores principales. Se
dibujaba así una alternativa fuerte a la desestructuración de la acción
sindical que en la experiencia americana y, parcialmente, en la británica iba
afirmándose en el proceso de desregulación de los mercados y, en particular, en
el mercado de trabajo. No importa cuáles fueran los puntos de mayor o menor
sintonía. El paradigma sindical que inspiraba a Trentin coincidía con el punto
de vista del método y, en muchos aspectos, con los contenidos que Delors
consideraba los puntos de “soldadura” entre los diversos ejes de la negociación
y la perspectiva de una renovada política económica y social a nivel
comunitario.
Era frecuente que Delors interviniera en los
momentos más relevantes en las reuniones del comité ejecutivo de la CES que, en aquellos años, dirigía
Emilio Gabaglio, y recuerdo la atención y la relación de lealtad que
caracterizaban aquellos encuentros. No faltaban los elementos críticos y las
desilusiones respecto a políticas concretas comunitarias. Pero la relación con
el presidente de la Comisión
era un elemento de confianza y de acicate en la dirección de una estrategia
comunitaria en muchos aspectos insatisfactoria y contradictoria, pero bajo su
impulso estaba abierta a problemas del mundo del trabajo y de la centralidad
del papel del sindicato.
Cuando en 1994, en los tres últimos meses de la
presidencia, tuvo lugar en Roma un seminario dedicado al Libro Blanco sobre
“Crecimiento, competitividad y empleo”, promovido por el Instituto Europeo de
Estudios Sociales (IESS), creado por la voluntad unitaria de la CGIL , CSIL y UIL, se mostró
con claridad la sintonía de fondo entre la concepción del papel del sindicato
que Delors preveía para el futuro de la Unión y la inspiración de fondo de las
confederaciones sindicales italianas, entre las que no faltaban elementos de
fricción y duros gérmenes de división. Trentin hizo notar en su intervención
que el Libro Blanco representaba “un parteaguas entre la opción de Europa y el
repliegue suicida hacia políticas monetaristas, gestionadas en el interior de
cada país, y vislumbraba “una terapia del desempleo de masas… incluso existe un
peligro mayor: la desarticulación y desregulación de los mercados
nacionales de trabajo”.
Para Trentin los sindicatos europeos deberían
estar a la altura de promover una visión de las prioridades contractuales,
aunque no con la reducción de un denominador único de perfiles históricamente
diverso sino con criterios precisos de referencia en los procesos de
innovación, participación y control de la organización del trabajo, los
horarios, la formación y la protección social. Pero al mismo tiempo Trentin no
escondía las sombras que frenaban al sindicalismo europeo; éste en muchos
aspectos consideraba la coordinación de la acción sindical era “un atentado a
la soberanía contractual de cada confederación en su estado nacional”.
A pesar de muchos elogios formales dirigidos por
las fuerzas políticas y sociales al Libro Blanco, “La batalla (afirma) no se ha
conseguido vencer … [todavía] habrá la fuerte tentación en muchos gobiernos –y
tal vez no sólo en muchos gobiernos— de arrojar al cesto de los papeles el
Libro Blanco y la nueva cultura de crecimiento y del trabajo que
contiene”.
Trentin tiene presente el enfrentamiento abierto a
nivel cultural y político en Europa sobre el trabajo. La OCDE publicó casi
simultáneamente con el Libro Blanco su Jobs Study, una investigación encargada
por los gobiernos sobre los temas del crecimiento y el desempleo. Las
conclusiones de la OCDE
no dejaron lugar para la duda ya que la impronta era explícitamente
neoliberal. El himno a la desregulación del mercado de trabajo se
acompaña a la condena sin paliativos de las políticas de intervención
macroeconómica de raiz keynesiana de apoyo a la demanda y al empleo.
Sabemos que en años sucesivos la línea Delors del
Libro Blanco será sacrificada en el altar del nuevo americanismo
clintoniano que, en realidad, era la continuación, enriquecida por la retórica
“neo democrática”, de la revolución reaganiana que ve en la intervención del
estado “no la solución sino el problema”. No fue casual que Bill Clinton
condujera su campaña electoral bajo la bandera de dos principios que volveremos
a ver en Europa en el “neo laborismo” de Tony Blair: la reducción de la
intervención del Estado (Big governement is over) y las restricciones en
el welfare state, esto es, el repudio del “welfare as we know”, según el
eslogan de Clinton.
Trentin deja el sindicato en 1994 cuando también
concluye el decenio de Delors. Llevará adelante su batalla por una Europa socialmente
responsable desde los escaños del Parlamento europeo. Conserva relaciones de
investigación y diálogo con la parte más viva del sindicalismo europeo, en
primer lugar los franceses, españoles y alemanes. Los encuentros de Paris,
cerca de Lasaire, el centro de investigaciones dirigido por Pierre Heritier,
provinente de la CFDT ,
le mantienen en vilo. Conserva y desarrolla el mismo tiempo las viejas
relaciones con el sindicalismo americano a través de sus exponentes y, en
estrecho contacto con un grupo de intelectuales próximo a Bob Reich, ministro
de Trabajo durante el primer mandato de Clinton.
A finales de los noventa Trentin, en el Parlamento
europeo, se implica en el debate y elaboración de la estrategia que
será adoptada a principios de 2000 por el Consejo europeo en Lisboa.
Efectivamente, su informe sobre el sindicalismo europeo que se manifiesta
particularmente en el “intergrupo” de los parlamentarios de origen
sindical, es coherente con el esfuerzo que animó su vida de sindicalista que
sitúa la autonomía y el proyecto del sindicato en el trasfondo de las
estrategias políticas que condicionan el papel social del trabajo y los
derechos de los trabajadores. En el cruce del viejo y el nuevo milenio el
cuadro se presenta propicio.
A finales de 2000, con la Declaración del
Consejo europeo extraordinario de Lisboa parece renacer el espíritu del Libro
Blanco. El crecimiento y el empleo vuelven al centro de la escena. Italia y
Francia jugaron un papel de primer orden en su elaboración. La declaración
final del Consejo europeo dibuja el inicio de una estrategia coordinada en
política económica y social con un doble objetivo: un crecimiento sostenido con
un promedio anual del 3 por ciento y la consecución del pleno empleo a finales
de la década.
Sabemos cómo ha ido la cosa posteriormente. El
euro debía ser un instrumento de reforzamiento del crecimiento en un cuadro de
políticas coordinadas de desarrollo. Por el contrario, la política monetaria
del BCE se centró obsesivamente en el control de la inflación, incluso con
la ausencia de amenazas inflacionistas. Las reglas del presupuesto de
Maastricht se convirtieron en una jaula, frecuentemente violadas por sus
guardianes que no distingueron entre la contención del gasto corriente dentro
de los parámetros fijados y el espacio para las políticas de inversión nacional
y de la Unión. El
crecimiento económico fue una quimera igual que el pleno empleo. Cuando estalló
la crisis financiera americana del 2008, la Unión europea podía poner el incentivo de entrontrar
una plataforma común de respuesta a la crisis utilizando la moneda única de la
eurozona para una política conjunta. Ocurrió lo contrario. El euro se convirtió
en el banderín de la desarticulación. La crisis griega, que inicialmente podía
resolverse con unas intervenciones ordinarias de apoyo, fue exasperada por
medidas punitivas para hacerla incontrolable, de fuente de contagio y
crisis para toda la eurozona y, en cualquier modo, para toda la
construcción europea. Sería un momento de desilusión para Bruno Trentin, como
también para Jacques Delors. Dos europeistas por convicción profunda, no por un
abstracto y retórico conformismo. Pero, más allá de los motivos y las
desilusiones que habrían afectado a Trentin por las ocasiones perdidas y las amenazas
obligadas que pesan sobre el futuro de la Unión , no podemos sino lamentar la falta de su
reflexión, lúcidamente crítica y de su imaginación política. En la crisis
actual, caracterizada por el ataque al mundo del trabajo y a los sindicatos, en
una Europa paralizada por el dominante conservadorismo de los gobiernos de
derechas –por no hablar de Italia, saqueada por un gobierno sin principios y
sin credibilidad-- la reflexión de Bruno Trentin nos sería, ciertamente,
de gran ayuda en la lucha por la defensa y el impuso por los derechos sociales
y de las conquistas de poder que, con todas sus variantes, están en aquel
“modelo social europeo” que las políticas neoconservadoras, bajo la ola de la
crisis, intentan desarticular y que, con todos sus límites, el resto del mundo
continuará envidiandonos.
* El texto original se encuentra
publicado en INSIGTH,
la revista príncipe del sindicalismo europeo. Ha sido traducido al castellano
por la Escuela
de Traductores de Parapanda. Bruno Trentin e il sindacalismo europeo Antonio Lettieri
1
“Se trataba para mi de luchar contra la injusticia social, y el tereeno
esencial de esta acción era el sindicalismo…es el lugar en el que me encuentro
más a gusto…el sindicalismo es mi vida, si hubiera podido no habría hecho
más que eso” (N.d.T. )
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