Miquel Falguera i Baró. Magistrado del TS de Catalunya
Uno escucha en estos días toda una serie de sesudas disquisiciones relativas al actual sistema de convenios. Incluso los inefables cien economistas de San Luis, cómo no, acuden a la cita con su viejo catecismo de dogmas neo-liberales en ristre. Sin embargo, no deja de ser curioso que casi todas las reflexiones que he visto sobre este tema se centran en la vertiente economicista de los convenios colectivos, como si éstos fuesen, únicamente, una especie de instrumento del mercado. Y es por ello que, en definitiva, todas esas reflexiones inciden en el mismo diagnóstico: los salarios en España son demasiados elevados –en relación a la productividad- y la causa de ello es la negociación colectiva. Por tanto, el tratamiento terapéutico pasa por el recorte de ésta. Y, en consecuencia, aunque no se diga explícitamente, del poder del sindicato y de las tutelas del Derecho del Trabajo. No es nuevo: una diagnosis similar se hizo ya con la reforma de la Seguridad Social.
Como es notorio la actual crisis económica ha sido causada por los salarios y los derechos de los asalariados (pese a que en el anterior período de crecimiento existió una evidente contención en esta materia), no por las actividades especulativas del último decenio. Como es notorio esas políticas especulativas son ajenas a la progresiva desindustrialización de este país y la dejación de cualquier actividad de investigación en la mejora productiva y científica (a diferencia de lo que ha ocurrido en Alemania y el norte de Europa): la culpa es de los trabajadores, que ganan mucho y trabajan poco. Como es notorio la productividad se basa únicamente en los salarios, sin que intervengan otros factores como la formación, las infraestructuras, el resto de condiciones contractuales
y el modelo productivo. Por tanto, es obvio que la solución pasa por incrementar la desigualdad: cuando los ricos sean más ricos y los pobres más pobres –más todavía- estaremos en condiciones de competir (probablemente en nuestros tradicionales sectores punteros del turismo y la construcción, que tanto valor añadido aportan) Lo increíble es que tamañas sandeces se repitan hasta la saciedad, cual mantra sagrado, por supuestos “expertos”, políticos y medios de comunicación sin que apenas se oiga voces críticas que pongan en evidencia lo evidente: que el emperador está desnudo, con sus colgajos al aire. Que la enfermedad actual tiene como origen las propias políticas neo-liberales.
Cabrá recordar que los convenios colectivos son algo más que instrumentos del mercado. Bien es cierto que en la etapa del Welfare constituían –lo siguen siendo- las renovación de votos periódica entre los agentes sociales de la paz social, en tanto que su función principal era, a la postre, la fijación del valor de la fuerza de trabajo en forma civilizada y contractual. Mas esta determinación del valor de la fuerza de trabajo opera, a la fin, como elemento de vertebración entre los asalariados –al establecer un mecanismo de igualdad, que evitan prácticas de subindicación- y entre las propias empresas –al articular mecanismos de regulación de la competencia-. Y, además, los convenios eran –son- también otra cosa: la juridificación de la composición del conflicto social. Por tanto, un instrumento de civilidad democrática, en el que asimismo se plasman derechos y obligaciones no estrictamente económicos, como mecanismo compensatorio entre el poder empresarial y la alternatividad sindical. Por último, los convenios constituyen algo inédito en la teoría general del derecho: son una especie de normas autónomas surgidas desde abajo que, aún incardinándose en el poder del Estado, resulta en sus contenidos ajenas al mismo.
¿Quiere ello decir que se tenga que defender a ultranza nuestro modelo actual de negociación colectiva? Por supuesto que no. Al margen de esos análisis economicistas aparece una realidad cada vez más evidente: el contenido de los convenios se va progresivamente alejando de lo que está ocurriendo en los centros de trabajo y de la realidad de los variados intereses colectivos que conforman el panorama de personas asalariadas. Y ello está provocando en la práctica una potenciación de los pactos y acuerdos de empresa (mal regulados en nuestro ordenamiento, por su falta de relación y adecuación al convenio) y, lo que es más grave, de la autonomía decisoria del empleador.
Afortunadamente los agentes sociales son conscientes de esa situación. Así lo reconocen en forma expresa en el reciente acuerdo denominado Pacto de las Pensiones, en anexo al mismo. Se contienen en dicho documento una serie de diagnósticos que, en general, deben ser compartidos por cualquier observador.
Los motivos de ese desfase real obedecen, a mi juicio, a dos grandes motivaciones. Por un lado, lo que podríamos denominar como la problemática histórica de nuestro derecho del trabajo, que hunde sus raíces en los inicios del actual modelo constitucional, que afectan esencialmente a los instrumentos formales y su vertebración; de otro, el cambio en el modelo productivo, en las formas de organización del trabajo y en la composición del colectivo asalariado, que se inserta esencialmente en los contenidos.
Iniciando estas reflexiones por esos motivos tradicionales, cabrá observar que el advenimiento del actual modelo negocial no comportó en la práctica una ruptura esencial del paradigma franquista. Cierto es que la legitimación constitucional del sindicato conllevó un evidente cambio de protagonismo. Ahora bien, si se analizan en profundidad los actuales contenidos y estructuras de nuestros convenios, podrá comprobarse como no existen grandes diferencias con los de las Ordenanzas laborales.
Es más: los propios ámbitos de negociación sectoriales se adaptan también –en líneas generales- a los tradicionales de las Ordenanzas. A lo que cabrá sumar la aparición de nuevos sectores –en la inmensa mayoría de casos, con muy pocos trabajadores afectados- y la práctica de “barra libre” de los convenios de empresa –ante la inexistencia de reglas claras legales y convencionales de estructuración y vertebración de las unidades de negociación-. De ello se deriva que en España se negocien cada año seis mil convenios. Si se tiene en cuenta que nuestro modelo se basa en la representatividad y no en la representación –lo que determina una evidente carencia de medios materiales y humanos- es obvio que los efectos sobre la calidad de lo pactado son notorios.
Y ello explica también otro fenómeno concurrente: la pobreza de contenidos de los convenios. En la mayor parte de casos las cláusulas que en ellos se observan no son más que reiteraciones –muchas veces, reduccionismos- de la Ley, por no hablar de cláusulas obsoletas.
Todo eso lo venimos arrastrando desde finales de los setenta, en una inercia que no ha hecho más que crecer. Ocurre, sin embargo, que desde entonces han pasado muchas cosas, es decir, aquéllas que me llevan a la segunda motivación antes apuntada.
Por un lado, el colectivo asalariado ha mutado, de tal manera que el tradicional “blue-collar” varón, entonces ampliamente hegemónico, aún siendo hoy mayoritario, no pasa ahora de ser el primus inter pares. Entre otros muchos colectivos (extranjeros, trabajadores jóvenes con mayor formación y distintas aspiraciones que sus padres, etc) es obvio que la feminización del mundo laboral está ahí. Y, con ella, la sensibilidad y valores de las mujeres. Sin embargo, los convenios colectivos han sido poco reactivos a esa realidad. Es cierto que en los últimos tres años se ha producido un incremento muy significativo de las cláusulas de igualdad. Pero no es menos cierto que ese fenómeno tiene su origen en la Ley Orgánica de Igualdad. Por tanto, cabrá preguntarse porqué los agentes sociales han necesitado de un estimulo externo para dar una orientación a los contenidos convencionales.
Con todo, el elemento más significativo desde mi punto de vista es la escasa implementación en los convenios de la regulación del nuevo modelo, la flexibilidad. En general, la mayor parte de normas colectivas optan por una regulación que podríamos caracterizar como “defensiva” ante “lo nuevo”. Es decir, limitando las posibilidades de disponibilidad unilateral del empleador. Sin embargo, esa tendencia no deja de ocultar otro fenómeno que creo más significativo: la falta de metabolización –especialmente, por el sindicato- de la nueva realidad. Por tanto, que la flexibilidad, como nuevo modelo productivo, tiene que generar una nueva cultura social. Y ello aboca a un concepto, muy poco desarrollado en la práctica, que podríamos definir como la flexibilidad bidireccional. Es decir, que el fin del paradigma del “contrato estático” ha de operar tanto para empleadores como para asalariados. Así: ¿por qué el empresario puede disponer del horario de trabajo por motivos productivos y el trabajador no tiene la misma posibilidad por causas personales o familiares?
Y, por otra parte, como fenómeno concomitante, cabe reseñar la evidente disincronía que se produce entre el modelo de poder en la empresa y las nuevas formas de organización del trabajo. La empresa jerarquizada y quasimilitarizada era lógica en el fordismo, pero no se adecua a la flexibilidad. En el actual “impasse”, la patronal se niega a “democratizar” las relaciones laborales, pero en cambio, exige mayor flexibilidad en el desarrollo de la prestación laboral. Y, por su parte, el sindicato, ve la flexibilidad como algo negativo –con razón, por la falta de contrapartida-, de ahí que sea incapaz de metabolizarla.
Por tanto, desde mi reflexión personal, aún siendo evidente que nuestro modelo de negociación colectiva debe ser modificado radicalmente, la problemática de fondo reside en para qué queremos el cambio. Si nos centramos únicamente en los instrumentos y la regulación legal, probablemente ahondaremos aún más en la desigualdad. Por el contrario, un planteamiento de modificación esencial de contenidos, basados en la igualdad formal de la flexibilidad bidireccional, servirá para avanzar en la regulación del nuevo paradigma productivo, de organización del trabajo y de composición del colectivo asalariado. Una lógica que, a buen seguro, incidiría mucho más favorablemente en la productividad que la consabida –y ya demostrada como errónea- receta de recortar salarios.
Como es notorio la actual crisis económica ha sido causada por los salarios y los derechos de los asalariados (pese a que en el anterior período de crecimiento existió una evidente contención en esta materia), no por las actividades especulativas del último decenio. Como es notorio esas políticas especulativas son ajenas a la progresiva desindustrialización de este país y la dejación de cualquier actividad de investigación en la mejora productiva y científica (a diferencia de lo que ha ocurrido en Alemania y el norte de Europa): la culpa es de los trabajadores, que ganan mucho y trabajan poco. Como es notorio la productividad se basa únicamente en los salarios, sin que intervengan otros factores como la formación, las infraestructuras, el resto de condiciones contractuales
y el modelo productivo. Por tanto, es obvio que la solución pasa por incrementar la desigualdad: cuando los ricos sean más ricos y los pobres más pobres –más todavía- estaremos en condiciones de competir (probablemente en nuestros tradicionales sectores punteros del turismo y la construcción, que tanto valor añadido aportan) Lo increíble es que tamañas sandeces se repitan hasta la saciedad, cual mantra sagrado, por supuestos “expertos”, políticos y medios de comunicación sin que apenas se oiga voces críticas que pongan en evidencia lo evidente: que el emperador está desnudo, con sus colgajos al aire. Que la enfermedad actual tiene como origen las propias políticas neo-liberales.
Cabrá recordar que los convenios colectivos son algo más que instrumentos del mercado. Bien es cierto que en la etapa del Welfare constituían –lo siguen siendo- las renovación de votos periódica entre los agentes sociales de la paz social, en tanto que su función principal era, a la postre, la fijación del valor de la fuerza de trabajo en forma civilizada y contractual. Mas esta determinación del valor de la fuerza de trabajo opera, a la fin, como elemento de vertebración entre los asalariados –al establecer un mecanismo de igualdad, que evitan prácticas de subindicación- y entre las propias empresas –al articular mecanismos de regulación de la competencia-. Y, además, los convenios eran –son- también otra cosa: la juridificación de la composición del conflicto social. Por tanto, un instrumento de civilidad democrática, en el que asimismo se plasman derechos y obligaciones no estrictamente económicos, como mecanismo compensatorio entre el poder empresarial y la alternatividad sindical. Por último, los convenios constituyen algo inédito en la teoría general del derecho: son una especie de normas autónomas surgidas desde abajo que, aún incardinándose en el poder del Estado, resulta en sus contenidos ajenas al mismo.
¿Quiere ello decir que se tenga que defender a ultranza nuestro modelo actual de negociación colectiva? Por supuesto que no. Al margen de esos análisis economicistas aparece una realidad cada vez más evidente: el contenido de los convenios se va progresivamente alejando de lo que está ocurriendo en los centros de trabajo y de la realidad de los variados intereses colectivos que conforman el panorama de personas asalariadas. Y ello está provocando en la práctica una potenciación de los pactos y acuerdos de empresa (mal regulados en nuestro ordenamiento, por su falta de relación y adecuación al convenio) y, lo que es más grave, de la autonomía decisoria del empleador.
Afortunadamente los agentes sociales son conscientes de esa situación. Así lo reconocen en forma expresa en el reciente acuerdo denominado Pacto de las Pensiones, en anexo al mismo. Se contienen en dicho documento una serie de diagnósticos que, en general, deben ser compartidos por cualquier observador.
Los motivos de ese desfase real obedecen, a mi juicio, a dos grandes motivaciones. Por un lado, lo que podríamos denominar como la problemática histórica de nuestro derecho del trabajo, que hunde sus raíces en los inicios del actual modelo constitucional, que afectan esencialmente a los instrumentos formales y su vertebración; de otro, el cambio en el modelo productivo, en las formas de organización del trabajo y en la composición del colectivo asalariado, que se inserta esencialmente en los contenidos.
Iniciando estas reflexiones por esos motivos tradicionales, cabrá observar que el advenimiento del actual modelo negocial no comportó en la práctica una ruptura esencial del paradigma franquista. Cierto es que la legitimación constitucional del sindicato conllevó un evidente cambio de protagonismo. Ahora bien, si se analizan en profundidad los actuales contenidos y estructuras de nuestros convenios, podrá comprobarse como no existen grandes diferencias con los de las Ordenanzas laborales.
Es más: los propios ámbitos de negociación sectoriales se adaptan también –en líneas generales- a los tradicionales de las Ordenanzas. A lo que cabrá sumar la aparición de nuevos sectores –en la inmensa mayoría de casos, con muy pocos trabajadores afectados- y la práctica de “barra libre” de los convenios de empresa –ante la inexistencia de reglas claras legales y convencionales de estructuración y vertebración de las unidades de negociación-. De ello se deriva que en España se negocien cada año seis mil convenios. Si se tiene en cuenta que nuestro modelo se basa en la representatividad y no en la representación –lo que determina una evidente carencia de medios materiales y humanos- es obvio que los efectos sobre la calidad de lo pactado son notorios.
Y ello explica también otro fenómeno concurrente: la pobreza de contenidos de los convenios. En la mayor parte de casos las cláusulas que en ellos se observan no son más que reiteraciones –muchas veces, reduccionismos- de la Ley, por no hablar de cláusulas obsoletas.
Todo eso lo venimos arrastrando desde finales de los setenta, en una inercia que no ha hecho más que crecer. Ocurre, sin embargo, que desde entonces han pasado muchas cosas, es decir, aquéllas que me llevan a la segunda motivación antes apuntada.
Por un lado, el colectivo asalariado ha mutado, de tal manera que el tradicional “blue-collar” varón, entonces ampliamente hegemónico, aún siendo hoy mayoritario, no pasa ahora de ser el primus inter pares. Entre otros muchos colectivos (extranjeros, trabajadores jóvenes con mayor formación y distintas aspiraciones que sus padres, etc) es obvio que la feminización del mundo laboral está ahí. Y, con ella, la sensibilidad y valores de las mujeres. Sin embargo, los convenios colectivos han sido poco reactivos a esa realidad. Es cierto que en los últimos tres años se ha producido un incremento muy significativo de las cláusulas de igualdad. Pero no es menos cierto que ese fenómeno tiene su origen en la Ley Orgánica de Igualdad. Por tanto, cabrá preguntarse porqué los agentes sociales han necesitado de un estimulo externo para dar una orientación a los contenidos convencionales.
Con todo, el elemento más significativo desde mi punto de vista es la escasa implementación en los convenios de la regulación del nuevo modelo, la flexibilidad. En general, la mayor parte de normas colectivas optan por una regulación que podríamos caracterizar como “defensiva” ante “lo nuevo”. Es decir, limitando las posibilidades de disponibilidad unilateral del empleador. Sin embargo, esa tendencia no deja de ocultar otro fenómeno que creo más significativo: la falta de metabolización –especialmente, por el sindicato- de la nueva realidad. Por tanto, que la flexibilidad, como nuevo modelo productivo, tiene que generar una nueva cultura social. Y ello aboca a un concepto, muy poco desarrollado en la práctica, que podríamos definir como la flexibilidad bidireccional. Es decir, que el fin del paradigma del “contrato estático” ha de operar tanto para empleadores como para asalariados. Así: ¿por qué el empresario puede disponer del horario de trabajo por motivos productivos y el trabajador no tiene la misma posibilidad por causas personales o familiares?
Y, por otra parte, como fenómeno concomitante, cabe reseñar la evidente disincronía que se produce entre el modelo de poder en la empresa y las nuevas formas de organización del trabajo. La empresa jerarquizada y quasimilitarizada era lógica en el fordismo, pero no se adecua a la flexibilidad. En el actual “impasse”, la patronal se niega a “democratizar” las relaciones laborales, pero en cambio, exige mayor flexibilidad en el desarrollo de la prestación laboral. Y, por su parte, el sindicato, ve la flexibilidad como algo negativo –con razón, por la falta de contrapartida-, de ahí que sea incapaz de metabolizarla.
Por tanto, desde mi reflexión personal, aún siendo evidente que nuestro modelo de negociación colectiva debe ser modificado radicalmente, la problemática de fondo reside en para qué queremos el cambio. Si nos centramos únicamente en los instrumentos y la regulación legal, probablemente ahondaremos aún más en la desigualdad. Por el contrario, un planteamiento de modificación esencial de contenidos, basados en la igualdad formal de la flexibilidad bidireccional, servirá para avanzar en la regulación del nuevo paradigma productivo, de organización del trabajo y de composición del colectivo asalariado. Una lógica que, a buen seguro, incidiría mucho más favorablemente en la productividad que la consabida –y ya demostrada como errónea- receta de recortar salarios.
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