Publicamos hoy, mañana y pasado la Editorial de la revista La Ciudad del trabajo. Imprescindible.
1 . La Seguridad Social y el eslabón perdido de la democracia (la fraternidad)
1 . La Seguridad Social y el eslabón perdido de la democracia (la fraternidad)
Vivimos unos tiempos en los que
“democracia” y “libertad” aparecen en el lenguaje común como sinónimos,
confundiéndose continente y contenido.
Pero, como reza el frontispicio de cualquier edificio oficial francés,
“democracia” no sólo es “libertad”, también es “igualdad” y “fraternidad”. Y no
deja de ser altamente significativo que mientras aquel primer elemento
conformador de la tríada republicana tiene en los países occidentales una
extensa regulación de garantías más o menos consolidadas, la tutela de la
“igualdad” se halla en construcción, con avances y retrocesos, desde hace
relativamente poco tiempo, bajo el impulso del feminismo y el movimiento de
derechos civiles. Sin embargo, nadie apenas habla ya de la “fraternidad”.
Incluso el propio concepto se ha olvidado: se tiende a confundirla con
“solidaridad” o “amistad”. Pero ocurre que, pese a su olvido, la fraternidad
como concepción política sigue teniendo en la actualidad un rastro indeleble,
entre otros aspectos del Estado del bienestar, en la Seguridad Social.
Hagamos un poco de historia. El
capitalismo se construyó sobre dos potentes ejes. El primero fue la acumulación
inicial de capital –privatizando los bienes comunales-, lo que dio lugar a
fuertes conflictos sociales, como los protagonizados por los “levellers”
ingleses (que, con sus debates de Putney, pusieron las bases del pensamiento
ilustrado). El segundo, el colonialismo. Cuando los invasores europeos llegan a
América descubren que en la mayor parte de sociedades agrícolas la tierra
pertenecía a todos y sus frutos se distribuían en tercios: uno para los gastos
comunes y el cacique, chamán y demás cargos, otro, para las personas que
trabajaban la tierra y el tercero iba destinado al mantenimiento de aquellos
miembros que ya no estaban en condiciones de trabajar. Las Leyes de Indias
mantuvieron en forma más o menos íntegra ese modelo. Pero ocurrió que cuando el
Reino Unido, Francia, Portugal u Holanda
se sumaron a la senda colonialista hispana hallaron estructuras sociales
idénticas en prácticamente todas las partes del orbe. En gran medida sobre esa
realidad extraña al hombre del Renacimiento surgirá en la Ilustración el mito
roussoniano del “buen salvaje” (y la posterior noción del “comunismo primitivo”
marxista).
Sobre esos mimbres el pensamiento
ilustrado construyó el concepto de fraternidad: por tanto, el derecho de
cualquier ciudadano y ciudadana a que la sociedad –el común- le garantice una
existencia digna para poderse desarrollar como ser humano con todas sus
potencialidades. Se trata de una noción asimilable al “derecho a la felicidad”
consagrado por los padres constituyentes estadounidenses, luego recogida en la
Constitución de Cádiz y actualmente reivindicada por algunas constituciones
sudamericanas durante la fase de gobiernos de izquierda (reanudándose así la
antigua tradición que en esa parte del mundo se plasmó en los períodos
constituyentes de la década de los treinta/cuarenta del pasado siglo). Quizás
el mejor exponente conceptual de la fraternidad lo hallaremos en la
Constitución francesa de 1848 tras la revolución del mismo año –la que incendió
Europa entera dando lugar a la metáfora del “fantasma” marxiano que la
recorría-: la República debía garantizar “mediante
una asistencia fraternal (…) la existencia de los ciudadanos necesitados, sea
procurándoles trabajo en los límites de sus recursos, sea socorriendo, en
defecto de la familia, a quienes no puedan trabajar”. Algunos ecos de esa
proclama pueden hallarse en el art. 48 de la Constitución española de 1931 (“la República asegurará a todo trabajador
condiciones necesarias de una existencia digna”) o en el art. 22 (y en el
25) de la Declaración Universal de Derechos Humanos (“toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad
social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional (…) la satisfacción de los
derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al
libre desarrollo de su personalidad”).
Tras el triunfo de la burguesía la
fraternidad pervivió en el incipiente movimiento obrero: no en vano, muchas de
sus organizaciones iniciales –que, desde la perspectiva actual, mezclaban el
derecho al asociacionismo con la protección mutua- se denominaban
“fraternidades obreras”. Cuando sus fondos económicos mutualistas devinieron
demasiados potentes (y peligrosos para el poder), Bismark los integró en el
Estado (los seguros sociales). Y tras la crisis del 29 los poderosos constatan
con miedo la existencia de un modelo viable alternativo al capitalismo y el
hartazgo de las clases populares tras haber sacrificado dos generaciones en
sendas guerras mundiales: es en ese momento cuando aparece la Seguridad Social
moderna. A lo que cabrá añadir, en un tiempo inmediatamente anterior, el
impacto que en el terreno de la construcción dogmática tuvo el
constitucionalismo social de Querétaro y Weimar (fuentes en las que abrevó la
Constitución republicana española).
Emerge así el pacto social de
postguerras: las clases populares acceden a una mayor porción de rentas; sin
embargo, como contrapartida, renuncian en la práctica a implantar un modelo
económico y social alternativo al capitalismo, a discutir qué y cómo se produce
y a poner en entredicho el poder en la empresa. De ese pacto surge el Estado
del bienestar, construido esencialmente sobre dos parámetros: la
constitucionalización del derecho del (y al) trabajo con sus instituciones
colectivas y el reconocimiento del derecho de toda la ciudadanía a prestaciones
sociales básica como la educación y la sanidad y, en especial, la Seguridad
Social. Aunque nada se dijera ya en forma expresa en los textos
constitucionales la fraternidad olvidada seguía perviviendo “in pectore” en
ellos.
En el caso español ese pacto llega
tarde, muy tarde. Es frecuente oír muchas veces –incluso por personas de
izquierdas- el comentario que “lo único que Franco hizo bien fue la Seguridad
Social”. Es ese un error conceptual: lo que el franquismo conllevó realmente
fue una demora de casi un cuarto de siglo en la implementación de una realidad
imperante en los países democráticos europeos. El acuerdo social que aquí
alumbró nuestro Estado del Bienestar tiene nombre, apellidos y fecha de
nacimiento: los “Pactos de la Moncloa” en 1977.
Y como señalaba con acierto el maestro MANUEL RAMON ALARCÓN se hizo en
unos momentos –tras la denominada “Crisis del Petróleo”- en que
internacionalmente empezaba a cuestionarse por determinados y potentes sectores
el modelo welfariano y las antiguas ideas de Hayek empezaban a ganar terreno.
Siempre llegamos tarde.
Por tanto, la Seguridad Social no es
fruto de una concesión graciable del poder (real), sino el resultado de largas
y antiguas luchas emancipadoras (vinculadas con la civilidad democrática),
incluso anteriores al propio movimiento obrero, que hunde sus raíces en un
antiguo concepto político: la fraternidad. Es altamente sintomático que
actualmente, en el caso del Régimen General, la cantidad resultante de las
cuotas de cotización coincida, más o menos, con el tercio que dedicaban las
antiguas sociedades agrícolas al mantenimiento de sus miembros que no podían
trabajar. Lo mismo ocurre con la media de gasto público sobre PIB en los países
de la Unión europea (aunque en el caso español la cantidad sea inferior).
Por eso se afirma que la Seguridad
Social moderna se basa en el sistema de reparto.
Sin embargo, no deja de ser curiosa la
falta de didáctica política –al menos, desde las izquierdas- en relación al
concepto y al valor político de fondo que explica la Seguridad Social actual.
Se habla muy a menudo de la Seguridad Social como “derecho” –que lo es-, pero desde una perspectiva
individual y no colectiva; y, en cambio, poco se habla de la Seguridad Social
como “obligación”: por tanto, el deber de las personas económicamente activas
de aportar parte de sus ganancias al mantenimiento de las inactivas. Esa
dualidad “derecho/obligación” desde una perspectiva social integrada tiene
cobijo conceptual precisamente en el valor implícito de la fraternidad, a la
que prácticamente nadie se refiere.
Esa ausencia de didáctica política
sobre qué es en realidad la Seguridad Social está comportando un grave problema
social en los actuales momentos: la tendencia hacia la ruptura del pacto
intergeneracional. Desde la perspectiva de las personas jubiladas –o
incapacitadas para el trabajo- es habitual escuchar la reclamación del blindaje
e immutabilidad de su prestación
“…porque he cotizado muchos años”, de lo que se deriva la imposibilidad de
cualquier pérdida de ingresos y derechos. Y desde la visión de las personas
jóvenes económicamente activas se escucha a menudo recriminar a aquéllos que
“les están pagando la pensión”. Esas
visiones son individualistas y olvidan la perspectiva colectiva y democrática
de la Seguridad Social. Empieza a existir un
larvado enfrenamiento intergeneracional, como ponen en evidencia la
cierta animadversión de determinados sectores del actual movimiento
pensionistas hacia los sindicatos (que, ciertamente han sido más proclives a
defender los intereses de las personas con trabajo) o las quejas en las redes
sociales de personas jóvenes hacia las cotizaciones de la Seguridad Social. Y
si ese corporativismo va a más se corre el riesgo importante de dinamitar
finalmente la fraternidad como valor político y societario.
Habría que explicar a los jóvenes con
trabajo que (por la misma lógica que se pagan impuestos) no están “manteniendo
a nadie”, sino cumpliendo obligaciones comunes como ciudadanos activos, de las
que se beneficiarán ellos mismos cuando les acaezca algún estado de necesidad.
Y habría que aclarar a las personas provectas o invalidas que su pensión
pública no se deriva de lo que se haya aportado previamente al sistema (aunque
en un modelo contributivo como el nuestro la cuantía de la prestación pueda
depender de esa aportación) sino de un derecho derivado de su condición de
ciudadanía en el momento en que deviene un estado de necesidad (lo que
determina que las pensiones están vinculadas a los ingresos de las personas
activas).
En la perspectiva del “buen salvaje” de
las antiguas comunidades agrícolas primitivas el conflicto intergeneracional
era inexistente: quién podía trabajar lo hacía por el bien del común y las
rentas obtenidas se distribuían entre todos. Si había malas cosechas todos se
apretaban el cinturón. Ciertamente el capitalismo –y el propietarismo e
individualismo que le son inherentes- casa mal con esa lógica
“primitivo/distributiva”, pero precisamente por ello las constituciones
modernas consagran límites –en forma explícita o implícita- e imponen mecanismos
compensadores. El pacto social welfariano no sólo era una entente entre clases:
también lo era entre generaciones.
Seguirá
mañana.
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