Entenderán
ustedes que no hable de Florentino
Pérez: no tengo dinero para pagar a un abogado y no me gusta escribir
olvidando las cosas que, para mi paladar, son las más gustosas. Me impongo,
pues, un silencio cartujano; plumas más autorizadas escribirán sobre este
caballero. Hoy, por ejemplo, John Carlin lo hace
en El País; da gusto leerlo.
Pero
sí gastaré unos cuantos renglones para hablar de Joan Laporta, el pintoresco presidente del club
que, según un antiguo directivo no menos pintoresco, «da el nombre a la
ciudad»; o sea, el FC Barcelona que tantos dolores de tripas provocó a Manuel Vázquez Montalbán. El Barça que, a mis diez años, provocaba el
enfrentamiento con mi padre, Pepe López, que era
feligrés del Atlético de Bilbao, porque –decía—era el único equipo que no tenía
extranjeros en su plantilla.
Joan
Laporta formaba parte, al menos en apariencia, del núcleo fundador de ese
vestiglo que ha presidido durante cuarenta y
ocho horas el mencionado Pérez. Joan Laporta junto a la crema de la alta
nobleza del fútbol europeo; una aristocracia con vara alta y relaciones de
poder con las finanzas –opacas, translúcidas y de escaparate— y la política:
una aristocracia con relaciones con el mundo de las apuestas deportivas.
Joan
Laporta, compartiendo tribuna, reservado de restaurante y covachuelas
inquietantes con Agnelli
y otros: el intento de Ministerio de Economía de la Unión Europea en la sombra.
Con
todo, lo sorprendente es que este caballero –independentista en el sístole y su
contrario en el diástole-- haya querido
participar en una operación, llamada pomposamente Superliga,
que, bien mirado, es la antítesis del nacionalismo. Aunque, ¡ojo al Cristo!, el
vínculo entre el nacionalismo de Laporta y la operación de Florentino es la
secesión de los ricos: el poder y la ´soberanía´ de los potentados.
Que
la llamada Superliga se escape de los cánones del nacionalismo parece lógico.
Pero no lo es que a dicho club, que nació y murió en menos que canta un gallo,
quisiera pertenecer este Joan Laporta. En todo caso, la explicación más
apropiada sería la que ofrece el texto bíblico: «Que tu mano derecha no sepa lo
que hace la izquierda». O sea, el dinero es global mientras que el corazoncito
es de campanario.
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