Los
silencios de Alberto Garzón valen su peso en
oro. La sombra del PCE de Santiago Carrillo es
alargada. Llegan también a Yolanda Díaz, la
arquitecta de la reconstrucción social. Como contraste a estos silencios de
Garzón aparece la facundia de Pablo
Iglesias que, en ocasiones, se deja llevar por el radicalismo de
postureo. («Radicalismo de postureo» es una perla que debemos a la potente
prosa de Sergi Pàmies). Una hipótesis arriesgada
que podría explicar los contrastes entre los dos dirigentes de Unidas Podemos sería el peso de la historia, que
procura mayor sensatez a Garzón que a Iglesias.
El
caso es que Pablo Iglesias es consciente de que van por él. Mejor dicho, de que
no son pocos los que quieren romperle el espinazo al gobierno progresista. De
ahí que haya aquilatado algunas de sus más llamativas propuestas programáticas
y, de esa manera, mantener la gobernanza. Algunos dirán pragmatismo, otros
dirán realismo. Pero, sea como fuere, el caso es que dicho aquilatamiento –hay quien
le llama tuneo-- está permitiendo que el
gobierno siga gobernando con solvencia y sacando adelante propuestas de gran
envergadura. En ese sentido, estaría trabajando porque la «utopía sea una
verdad prematura», según dejó sentado Alphonse Lamartine,
que paradójicamente era muy conservador. A los críticos de izquierdas de Iglesias no
debería importarles el tuneamiento de algunas propuestas sagradas, sino el itinerario.
Que hasta la presente constituyen un buen plantel de realizaciones.
Sin
embargo, Pablo Iglesias tiene una costumbre que nos inquieta a algunos: ese
afán por la palabra extemporánea que, en ocasiones importantes, le resta
argumentos. Ciertamente, frenar la gestualidad sobreactuada no se enseña en la
Facultad de Ciencias Políticas. Por eso hay momentos en que Iglesias se parece más
a un sobreactuado Jack Nicholson que un sobrio y
temperado Pepe Sacristán.
Por
lo demás, algo que todavía deberá superar Iglesias es el tipo de respuesta que
da a los del colmillo retorcío de sus
propias filas. Tras los diversos aquilatamientos de la política de Unidas
Podemos, que le permiten seguir haciendo transformaciones, le da un golpe al
péndulo y, como queriendo decirle a los suyos «que seguimos siendo los de
siempre», arma el taco. Distinto, como hemos visto, de la templanza de Alberto
Garzón.
Garzón
fue el primero en dar la bienvenida a los de Ciudadanos a la negociación y a la
posible aprobación de las cuentas públicas de los Presupuestos Generales del
Estado. No tiene por qué alicatar la reforma laboral y para compensar el tuneo
soltar lo contrario en relación a Ciudadanos. Iglesias todavía no es así. Por
ello en Bilbao quiere contentar a los retorcíos y les espeta: «¿Alguien en su
sano juicio piensa que una formación política que gobierna con Vox y con el PP
en Madrid va a apoyar unos presupuestos de un gobierno en el que está Unidas
Podemos? Eso no se lo cree nadie». Naturalmente, eso es lo que quieren oír no
pocos de los seguidores de Unidas Podemos. Eso es retórica de los padres
dominicos, oradores eficaces para los temerosos de Dios.
Me
permito el siguiente sarcasmo: es como si Iglesias estuviera inquieto de estar
en el Gobierno.
Addenda. Alberto
Garzón, el bueno. Pablo Iglesias, el feo. Sánchez Llibre, el malo; otro que va
de postureo: «oposición frontal a la subida de impuestos», ha dicho el
presidente de la patronal catalana.
Gloria
al maestro Ennio Morricone.
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