El
independentismo cátaro ha pasado del «España nos roba» al «España nos mata». Un
salto de tenebrosa cualidad que se lanza adrede porque sus emisores saben que
hay gente que se lo cree o, más bien, traga lo que le echen al buche. Ese nuevo mensaje es la madre de
los que hasta ahora se han lanzado, es decir, si Cataluña fuese independiente
tendríamos menos contagios y menos muertes. Por lo general hay quien cree que
los mensajeros se han vuelto locos, que han perdido el oremus. Vale decir lo
siguiente: no es descartable que más de uno –incluso y especialmente de los que
tienen mando en plaza— esté loco de atar. Pero esa no es la cuestión.
Como
dicen los vigilantes de la ortodoxia de los escritos «no nos engañemos». Vale,
me acojo preventivamente al no nos engañemos. Quienes lanzan esos mensajes tenebrosos
están cuerdos, clínicamente cuerdos. Aunque políticamente deberían residir en el
manicomio o como se le llame ahora. Son mensajes exquisitamente elaborados por
sociolingüistas de alta factura y, tal vez, en negro, a través del fondo de
reptiles ad hoc. Estos creadores tienen referentes y, en los faldones de esas
referencias, han hecho sus noviciados a
distancia. El carácter de esos
mensajes es, por ejemplo, la contundente acusación que espera el feligrés de misa diaria.
«España nos roba» fue en todo caso un plagio de lo que propaló la Lega del Norte en aquellos
tiempos: «Roma ladrona». El «España nos mata» es rotundamente de cosecha
propia. Made in Waterloo.
La
gran mayoría de los referentes de estos publicistas a tiempo completo son los
movimientos de las derechas más aguardentosas. Algunas de ellas oriundas de las
dehesas mesetarias. Que no por ser de secano hemos de negarle tétrica
brillantez y dominio de la insinuación mendaz. Hubo, tras la guerra, un anuncio
publicitario que insinuaba una cesura en los estilos publicitarios. Fue aquel impactante
anuncio de «Los rojos no usaban sombrero». Falso como lo demuestran mil
testimonios de las altas personalidades republicanas que usaban dicha prende. Debo
decir, según se contaba en mi casa santaferina, que mi tio Rafael Ruiz, del partido de don Diego Martínez Barrios, se compró dos sombreros para
no dar que hablar. Mi padre adoptivo, el maestro confitero Ferino Isla, no pasó por el tubo y siguió
provocativamente con su chapela, la única que había en el pueblo. Seguro que Franco La Muerte (como le
llamaba Léo Ferré) cobraba una comisión por cada
sombrero que se vendía. Francó La Muegté.
Pero
en todo caso esta inspiración sombrereril es una referencia inocente, comparada
con las enseñanzas que estos sociolingüistas han recibido de otros maestros que
vinieron de Alemania. No están solos los independentistas cátaros, sino que
convenientemente acompañados por los primeros hermanos de aquellos alemanes
compiten entre sí a ver quién es más caballunamente mendaz.
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