El
hombre de Waterloo hacía
correr que el acto de Perpiñán sería el nuevo punto de encuentro del
independentismo. Pero lo organizó con otro objetivo: que todo girara a su
alrededor y retornar a la declaración unilateral de independencia como frontal
antagonismo a la estrategia de independencia al baño María. Waterloo ha
conseguido justamente lo contrario: los de ERC, que vieron cómo se abroncaba a Oriol Junqueras, han
acusado a Puigdemont de «deslealtad»; los fraticelli
de la CUP ha decidido
llamarse Andana; y el sector moderado de los post post post convergentes se
dispone, a la chita callando, a fundar otro partido que lanza las redes en los
mismos caladeros que Waterloo. Todo lo que toca Puigdemont se hace trizas. Solo
el independentismo cátaro le sigue religiosamente la corriente. De hecho,
Waterloo es la expresión más genuina de la desubicación de aquellos exiliados
que encajan con lo que dejó dicho Antoni Rovira i
Virgili: «Poníamos el deseo en el lugar de la realidad, y vivíamos,
políticamente, en un mundo imaginario». Más
todavía, cada vez que la dirección real de los procesos políticos ha estado en
el exterior, las cosas se han complicado más.
Waterloo
tiene un importante instrumento en sus manos, a saber: la televisión del
Régimen. No sólo es el chisme que orienta genéricamente, sirve especialmente
para organizar a la militancia del independentismo cátaro. El que intenta animar
a esas «bases desconcertadas y desfibradas», según la acertada descripción del
periodista Francesc—Marc
Álvaro en La Vanguardia de ayer. Un movimiento sin brújula que se mueve
espasmódicamente sin calibrar su orientación. Mientras tv3 esté en manos de
Waterloo los nuevos cátaros estarán perturbando la vida política catalana.
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