Primer
tranco
Se
acabó lo que se daba, si es que había alguna cosa que dar. Pedro Sánchez ha
roto las conversaciones, o lo que fuera, con el gobierno catalán. Concretando:
los Presupuestos del Estado están en peor situación que antes de tales
conversaciones o lo que quiera que fuesen. El gobierno de Sánchez sigue en el
baño María, asediado por un extraño comistrajo que va desde la derecha –una y
trina-- a los niñatos bitongos del independentismo y ciertas personalidades del
socialismo levantisco. Es la mezcla del ¡vivan
las caenas!, lo friki y la nostalgia de las nieves de antaño.
Podemos
sacar, así las cosas, una primera consideración provisional: las derechas han
entrado en el peligroso terreno de la subversión; el independentismo, no
sabiendo qué hacer en Cataluña, intenta embrollar la política española; y las vacas sagradas del socialismo almacenan arrobas
de sentimiento trágico de la patria, abrazando a los cenizos del 98. Es el
triángulo.
Segundo
tranco
El
problema catalán no parece tener solución. Solo puede tener parches o apaños
sucesivos. No discuto que esta posición sea escéptica o definitivamente
pesimista. Pero, en mi modesto entender, es realismo puro. Un realismo que, con
más dureza todavía, anticipó José Ortega y Gasset en su discurso en las Cortes
Constituyentes de la II República el 13 de mayo de 1932: «… el problema catalán
es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar». Más
todavía, en estos momentos (cuya duración es difícil de prever por ahora) hace
extremadamente difícil su solución. Ahora bien, convendría precisar que esta
«conllevancia» no significa hacer la vista gorda ante las prácticas que, fuera
de la legalidad, hiciesen los independentistas. La conllevancia tiene un
contorno y un dintorno: la legalidad de la Constitución. En los límites de la
Carta Magna es posible hacer política de conllevancia, no contra la
Constitución.
El
independentismo está fuera y contra la Constitución. Por lo que –como se ha
dicho anteriormente-- parece
aproximadamente imposible llegar a un acuerdo político. Las razones me parecen
evidentes: el programa del independentismo catalán ha fusionado los objetivos
inmediatos con los mediatos: la República catalana, es una cuestión
irrenunciable. Oriol Junqueras lo expresa meridianamente claro en La Vanguardia
de hoy, sábado: el camino hacia la República catalana «no tiene marcha atrás». Frente
a ello, el sector contrario a dicho postulado ha pasado de encogerse de hombros
a tener una actitud militante, dentro y fuera de Cataluña, contra el
independentismo. Cada cual con sus particulares señas de identidad. Son dos
nacionalismos frente a frente, a cara descubierta. Sin medias tintas, ni
soluciones intermedias. O caja o faja. Caixa o faixa. Dos características que
comparten el català emprenyat y el español irascible. Los hunos y los
hotros. Dos macizos de la raza que, en amplios sectores de una y otra bandería,
pasan por encima de las consideraciones sociales. La teología identitaria por
encima de lo social.
Tercer
tranco
El
fracaso de las conversaciones –o de lo que realmente fuese-- entre Carmen Calvo y miembros del gobierno de
Cataluña en torno a la figura del «relator» no ha sido un fracaso político
especialmente. Ni siquiera en torno a los Presupuestos del Estado. Es la
constatación de: el grueso más influyente del independentismo catalán no quiere
llegar a acuerdos; intenta, además, domeñar a aquellos grupos, que en ese
terreno aparecen como moderados. Su interés es doblarle el pulso al Estado. Lo
que objetivamente les lleva al terreno de cuanto más embrollo hay más
posibilidades de avanzar a costa de lo que sea. No importa, pues, que Aníbal
esté en las puertas de Roma. Si las derechas se hacen con el poder en España
lograremos la unidad del independentismo. Se habrán acabado las metáforas y las
martingalas. Una posición suicida. No caen en la cuenta de que va en serio la
consigna de Delenda est Carthago,
digo, Cataluña.
España
en su laberinto.
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