Los
que se cuidan del artificio de la política deberían evitar dos riesgos: hacer el ridículo e ir de
bravucones. Lo primero fue dictado por Josep
Tarradellas, que sabía más por viejo que por diablo; lo segundo es una
de las muchas enseñanzas de Juan de Dios Calero,
filósofo de Parapanda. Ahora bien, hay
politicastros que se empeñan en aunar ambas características, esto es, hacer el
ridículo al por mayor y, simultáneamente, encubrirlo con poses de echaos p´alante. En las últimas semanas,
dos personajes han competido en esa fusión. Son el italiano Matteo Salvini y Carles Puigdemont. Dos vidas que, también, son paralelas. Meditaremos
sobre estos dos riesgos empezando por las cosas domésticas.
Primero.-- Cuando Pedro Sánchez anunció
que en diciembre se celebraría una reunión del Consejo de Ministros en
Barcelona y tener un encuentro con Torra una gran parte del independentismo político gritó la tan
socorrida palabra de provocación. La voz más estentórea venía de Waterloo, que llamaba a
movilizaciones. Como es natural, el independentismo raso –sin galones
institucionales-- se puso manos a la
obra, obedientes a la exigencia del «apretad, apretad». Pero algo se cuece en
Palau de Sant Jaume: empieza la operación de transformar la gallina en un pavo
real. Me explico.
Se
va poniendo sordina a lo que días antes se llamó provocación. Se retira del
discurso lo que pueda incomodar a Pedro Sánchez y, a cambio, se le exige una
reunión –una Cumbre, se le llama enfáticamente-- entre los dos Gobiernos, el del Estado y el
de Cataluña. (Los independentistas rasos arrugan la nariz y ponen el grito en
el cielo). No hay cumbre. Sí, en cambio,
hay una pugna por el protocolo. La cosa acaba con un escuálido simbolismo: el
encuentro entre Sánchez y Torra se produce, y paralelamente dos ministros por gobierno hablan en la habitación de
al lado de lo que tengan que hablar.
Conclusiones
de urgencia: la línea Waterloo ha salido damnificada visiblemente y, de ahí,
podría decirse que Torra parece adquirir una cierta autonomía. Más todavía, de
momento podríamos colegir que surge un airecillo de rebaje de la tensión. No
definitivo, por supuesto. Y del que no sabemos cuánto durará. Como, en todo
caso, no sabemos cómo terminará el día de hoy. Pero, como decimos, algo ha
cambiado, y –según cómo miremos las cosas--
no es irrelevante.
A
saber, la reunión acaba con el acuerdo de verse a mediados de enero; en el
Parlamento español Esquerra Republicana de Catalunya, el PDeCat, el PNV, junto
a Podemos y las fuerzas que promovieron la moción de censura a Mariano Rajoy,
llevando al gobierno a Pedro Sánchez, votan el techo de gasto presupuestario; los
dirigentes políticos catalanes en prisión levantan su huelga de hambre. Son los
(positivos) resultados de la política, de los que todavía tampoco sabemos sus
repercusiones. Pero que, en todo caso, se enfrentan al chillerío de Aznar (Uno y Trino),
empecinado en que el Sol salga por Antequera. Hablando en plata: de momento la
aznaridad ha perdido una batalla. También la ha perdido Puigdemont, al que sólo
le queda la bronca. Eso sí, sabiendo que «lo que hace el señor lo hacen muchos,
que hacia el señor se dirigen las miradas», como recuerda Nicolás Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
Segundo. También en
Matteo Salvini se produce la virtuosa fusión entre ir de bravucón y hacer el
ridículo. Ha estado durante meses afirmando que sus Presupuestos iban a misa,
que la Unión Europea era un grupo de cantamañanas y otras gesticulaciones de
mostrador de taberna. Finalmente baja la cerviz y se negocia. Sepa el caballero
que los atracones de grappa –y los de ratafía--
suelen traer esas consecuencias.
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