Mientras
la ciudad de Génova velaba a sus muertos, mientras los hospitales estaban
repletos, el ministro del Interior, Matteo Salvini, estaba de farra en Roma. Duelo en toda Italia, vino a mansalva y
grappa a discreción en la comilona nocturna que homenajeaba a este pajarraco.
El mismo que niega auxilio en los puertos italianos a los náufragos de nuestro
mar. En la Italia que dio origen al humanismo. En la Italia de Francisco de Asís y Dante,
en el país de Rita Levi-Montalcini y Juan XXIII. En el país donde florece el limonero que
encandiló a Goethe. Definitivamente, los
bárbaros no han llegado a Italia, estaban allí y eran italianos.
Al
igual que el derrumbe de la autopista genovesa como símbolo trágico del hundimiento de Italia, Salvini es
la constatación de la bancarrota moral de ese país. Es la separación radical
entre la ciudad doliente y ese grupo de truhanes al por mayor que representa el
ministro. Un tío que ha importado a su país el lema de Trumpp –«Italia, lo primero»- disfrazado de mi
farra lo primero.
Decidídamente,
no me reconciliaré con Italia hasta que ese elemento no desaparezca de la
escena política.
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