«Hay algo peor que la política
profesional: es la política de aficionados». Frase rotundamente certera. Kepa Aulestia es el padre, y lo ha dicho en La
Vanguardia de hoy. La cantidad de veces que se ha criticado a los profesionales
de la política siempre ha olvidado el carácter snob de los aficionados. Unos y
otros nos están poniendo a los pies de sus caballos.
Carles Puigdemont
ha puesto pie en pared y no hay quien le haga desistir. La fórmula que propone
para salir del atolladero es: a) un gobierno simbólico con él de President en Bruselas y b) un gobierno operativo en Barcelona. Ahora bien, dicho gobierno simbólico tendría importantes
poderes y sería elegido por una auto denominada asamblea de electos, esto es,
de alcaldes, concejales y diputados que se hayan inscrito en la mentada asamblea. Es sabido que soñar es gratis. No
obstante, ese soñar de balde tiene un inconveniente: que el Tribunal Supremo,
por ejemplo, no se lo va a permitir. Con lo que las cosas permanecerán en el
mismo sitio. Naturalmente no han faltado quienes han calificado esta opción
como «jugada maestra». Exageraciones de los devotos.
El hombre de Bruselas quiere una
cosa y, simultáneamente, su contraria. Desea la presidencia de la Generalitat y
espera que el Estado se lo permita. O cabeza de chorlito o pérdida del oremus. O,
posiblemente (sin descartar las anteriores) no querer darle solución al problema
con la idea de mantener la llama sagrada del legitimismo. Y, al mismo tiempo, representa el más
descarado desinterés por la solución de los problemas reales –los que afectan a
las personas de carne y hueso-- que
siguen pendientes, no pocos de ellos agravados, en Cataluña. Muy propio de la
política de aficionados. Mientras tanto sigue el chicoleo y la situación se
degrada.
En el colmo del paroxismo el
hombre de Bruselas plantea la constitución de un Gobierno en Bruselas, el
gobierno de la República catalana. Con todo el ringorrango y su
correspondientes sellos y tampones. Los aficionados aplauden a rabiar con la fe
del carbonero. El gobierno de la Generalitat, en Barcelona, sería su terminal
burocrática. Barcino ancilla Bruxellis
est: Barcelona, sirvienta de Bruselas. Muy propio de aficionados.
Porque fue de aficionados pensar
que todo el fenomenal lío no iba a tener consecuencias. Creían que el Estado
iba a responder rezando padrenuestros o cruzándose de brazos. O que tan
descomunal barullo no iba a tener consecuencias en los terrenos económicos. Muy
propio también de diletantes. En
conclusión, Carles Puigdemont, hijo y nieto de confiteros, ha olvidado que si
un bizcocho no se saca a tiempo del horno acaba achicharrado.
Apostilla.-- Cuentan que, cuando
Josep Pla llegó a Nueva York quedó encandilado por el potente alumbrado de la
ciudad. Pero, intrigado, preguntó a su acompañante: «Escolta, ¿qui paga això?»
Pues bien, nos es lícito preguntar quién o quiénes pagarán los fastos de dicha
república.
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