La decisión de la jueza Lamela de encarcelar a miembros
del gobierno catalán es, en mi modesta opinión, profundamente desacertada.
Lamela tenía en sus manos la posibilidad de llevar a la práctica otras medidas,
incluso contundentes, pero no tan desproporcionadas, máxime cuando entre los
operadores jurídicos hay, sobre ese particular, apreciaciones para todos los
gustos. Ordenar el ingreso en prisión es, nos dicen juristas de recia estampa,
la última ratio.
Posiblemente la insensata fuga
de Puigdemont hacia
Bruselas ha pesado --¿quién sabe?-- en
tan durísima decisión. Con ella vuelve la pleamar de las movilizaciones y la acumulación
de motivos para los independentistas. Y es que estamos en unos momentos
ciertamente confusos: cuando parece que baja la marea sale una variable de
cualquier covachuela y se vuelve a joder la marrana. Con lo que el camino hacia
las elecciones autonómicas será tortuoso y lleno de incertidumbres. Siempre
habrá algo que lo distorsione.
He estado siete días en Ronda y
los pueblos blancos, en Jerez y Sanlúcar. Y la eterna Cádiz, la Cádiz de Fermín Salvochea. Pues bien, paseando por la Alameda
de Apodaca, cuando la tarde languidecía y renacía la sombra, le dije a Roser:
«Ya verás, cuando volvamos a casa alguien o algo volverá a meterle gasolina al
rastrojo». Y ella, sabiamente: «O antes».
Ya en la tasca –huevas y mojama
con manzanilla sanluqueña-- nos
enteramos que Puigdemont ha tomado las de Villadiego. Me hago cruces. ¡Hábrase
visto en qué manos hemos estado! Tomamos la sabia decisión de acabar la
botella. Cosa que no hizo la jueza. Su reacción: «Más madera». Decididamente
hay quien quiere amargarme la vejez. Mi vejez o el sueño de una noche de otoño
en manos de tarambanas con o sin togas y puñetas.
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