Cuando
yo era niño chico decíamos en Santa Fe, capital de la Vega de Granada, que la
sala de cine del pueblo era la más grande del mundo. Tenía un nombre pomposo,
Coliseo Fernando e Isabel, aunque nosotros le llamábamos el Cine de Benítez. Desde
ninguna parte se nos llamó la atención ni se nos pidió una rectificación por
considerar que era el cine más grande del mundo. Aquel mito se construyó con
los cánones más acrisolados: alguien lo dice en la taberna, el rumor se esparce por todos los rincones,
el particular se convierte en universal y, finalmente, se cree a pies
juntillas. Cuando los soldados volvían de hacer la mili lo corroboraban. Como
corresponde a todas las verdades de campanario,
El
cine de Benítez tenía dos funciones diarias. Y por allí pasaron todas las
grandes glorias de la cinematografía. Los más celebrados eran los protagonistas
de las películas «de misterio» y las cómicas. El actor cómico preferido era Luis Sandrini, un argentino que tenía un rostro
caricaturesco y una fonética porteña. No nos enterábamos de nada de lo que
decía, pero nos tronchábamos de risa. La fe hace esos milagros en todos los
campanarios del Universo.
Hasta
que un día apareció un tal Jerri Luís.
Descacharrante y, además, se le entendía todo. En mala hora. Porque se produjo
en Santa Fe una profunda división: los partidarios de Sandrini afirmaban que
eran la mayoría; los de Jerri Luís decíamos lo contrario. Los mostradores de
las tabernas respondían a esa controversia; las pandillas de los niños se
formaban en torno a una u otra bandería. Mientras tanto, Benítez –un zorro del
negocio cinematográfico-- hacía su
agosto. Nos había pillado el número.
Sólo
el tiempo solucionó el problema. Fue cuando se dieron dos circunstancias: no
llegaron más películas de Luis Sandrini y cuando aprendimos a decir Yerry
Legüis en vez de Jerri Luís. Sus partidarios fuimos ecuánimes: reconocimos la
figura de Sandrini, pero pusimos en los cuernos de la Luna al gran Jerry Lewis. Pero, eso sí, mantuvimos el mito de que
el cine Coliseo Fernando e Isabel era la sala más grande del mundo. Porque, en
el fondo, ¿qué es un campanario sin su mito?
Sencillamente, pollas en vinagre.
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