Da la sensación que, en las
últimas semanas, el soberanismo catalán
ha entrado en una fase de bajamar. Ni siquiera la oportunidad política que
teóricamente podría proponer la diada de Sant Jordi
se ha entrometido. Ayer, muchedumbres
urbanas asaltaron los cielos bajos de las calles y plazas –libro y rosa en
ristre-- en una exhibición cultural de
masas, tal vez la más importante del mundo entero. Demos, pues, gracias a quien
sea que la cultura, en determinadas ocasiones, puede decirle orgullosamente a
la política que se quite de en medio por unas horas y deje paso al libro en
cualquiera de sus manifestaciones (papel, o como quiera que sea). Percibí ayer
una novedad en mi atalaya de Pineda de Marx: las
rosas que se exponían en los más diversos tenderetes estaban todas más abiertas
que nunca. Mi mujer, potente observadora de lo diminuto, me lo aclara: «Ha
llegado la compra de rosas a una cantidad tan enorme que es imposible que se
recogieran ayer; llevan días en los almacenes, y eso lo explica». Sea, pues.
Pero la política no es como el
famoso músculo que cantaba Carlos Gardel
cuando reclamaba el silencio de la noche para que la imaginación descansara: el
flamante president de la Generalitat se sintió obligado a lanzar su mensaje
urbi et orbe. Vino a decirnos, sobre chispa más o menos, que los feroces
dragones madrileños vienen por nosotros, los catalanes. Lo que fue interpretado
por algunos en clara alusión a Luis Enrique:
«No te duermas, mister, que los del Cholo Simeone y Zidane
nos están soplando el cogote». Suerte tuvimos que politólogos locales y otros spins doctors nos aclararon la cosa. (Sabemos por don Antonio Baylos que el «spin doctor» es esa ubicua
especie de invertebrados, especialistas en un tipo de propaganda que manipula
directamente a la opinión pública).
En resumidas cuentas, el mensaje
presidencial no tenía relación alguna con las cosas del fútbol sino con un nuevo
intento para que el soberanismo saliera de la fase de letargo de las últimas
semanas. Y, atentos como estamos a las posibles novedades, constatamos lo que
sigue: el lenguaje del rey Artur
ha sido substituido por el de la canción de gesta que nos propone Puigdemont: las imágenes
marineras han sido desplazadas por los dragones, unos seres terribles que se
comían vivas a las mozuelas de casa bien de los antañones tiempos medievales. Unos
dragones que eran frecuentemente derrotados por un joven menestral que acababa
poniendo orden en el principado. Así pues, el recurso del rey Arturo a la
metáfora marinera (todavía impregnado del pactismo de Jordi Pujol) no acababa de sintonizar con el
romanticismo que el nacionalismo burgués siempre necesitó y que tanto había
exaltado su prótesis historiográfica. Puigdemont ha recurrido al vínculo
sentimental entre la canción de gesta, el caballero medieval y los dragones,
madrileños en este caso.
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