Escribe Javier
Terriente Quesada
Como siempre ocurre en
periodos electorales, las diferencias entre el PSOE y PP suelen extremarse, con
una notable falta de memoria del primero y un gran manto de mentiras en
el caso del segundo, a la espera de que una vez alcanzada la hipótesis de un
cambio de gobierno se diluyan bajo un pragmatismo responsable, en cuyo nombre
caben toda clase de atropellos, redes corruptas y anomalías
democráticas. El problema de este llamado pragmatismo responsable, tan
apreciado por los viejos partidos de orden (frente a la amenaza de los
“populismos irresponsables” que lo cuestionan), es que al ampararse en lo
existente como la única realidad posible y disolver en lo cotidiano el
horizonte de lo deseable, proclama sin pudor la caducidad de las políticas de
reformismo fuerte y el fin de las ideologías emancipatorias. Ello conduce
inevitablemente a estimular mecanismos bipartidistas que favorecen un nuevo
reparto espurio de las instituciones estatales.
Estas semejanzas, que
se encuentran en el origen del descrédito que amenaza la legitimidad del
sistema de partidos, se agrava ante el hecho de que la izquierda tradicional
vive empantanada en un proceso de crisis permanente, derivada de su incapacidad
para pensar y actuar en la perspectiva de las nuevas magnitudes que
caracterizan este cambio de época. Eso le impide, a diferencia de lo que
ocurría en el pasado, ejercer de portavoz de una verdad irrefutable acerca del
devenir histórico y las tareas esenciales de la clase obrera. Por el contrario,
es una realidad dramática que antiguas verdades y reglas de la izquierda, que
movieron casi desde la nada montañas de esperanzas, se convirtieron en dogmas
de fe de una iglesia laica omnipotente y omnisciente, que solo encuentran
refugio ahora en partidos crepusculares o en trance de serlo. No es casualidad.
Dirimir el carácter de izquierdas de una organización en virtud de una
enumeración de autoproclamaciones en torno a la defensa escolástica del
marxismo, la simplificación de la lucha de clases o el advenimiento de la III República , ya no
basta. Se necesitan respuestas nuevas a la crisis inédita del capitalismo post fordista y a la emergencia de nuevas categorías sociales y
profesionales, al empobrecimiento sin fin de las clases medias y a las
crecientes desigualdades.
Europa existe y existe
de una forma determinada mediatizada por las fuerzas fundamentalistas de
mercado; su complejidad va más allá de la llamada Europa de los mercaderes. La
disyuntiva no pasa por el retorno a las antiguas monedas nacionales. Guste o
no, los Estados actuales ya no son ni volverán a ser las vías por donde
transcurran las decisiones esenciales sobre la economía, las finanzas, el
derecho, el trabajo y la política. Es una evidencia que la respuesta a los nuevos
desarrollos capitalistas no puede abordarse con mentalidades y herramientas
viejas, mediante atajos que piensen el futuro de Europa en términos de Estados
nacionales independientes y/o feudalizados. Revitalizar el proyecto social y
democrático europeo, truncado por las políticas neoliberales, exige sobre todo
tenacidad y paciencia para dar una nueva dimensión al protagonismo democrático
de los ciudadanos e impulsar los cambios políticos imprescindibles en la actual
correlación de fuerzas de la Unión Europea. Por ello, la prolongación
indefinida de un determinado tipo de disputas nominalistas en la izquierda
tradicional, ancladas en análisis del pasado, no hace sino empeorar su
tendencia irrefrenable hacia la insignificancia, como si esta formase parte del
orden natural que le corresponde en el actual universo político.
Por otro lado, es
constatable que la corrupción, el nepotismo y las redes clientelares, no le han
sido ajenos en determinados casos; la apuesta inaceptable por modelos
desarrollistas ligados al ladrillo en áreas de alta intensidad especulativa,
creó las condiciones para ello. No resulta entonces insólita la fusión, sin
conflicto aparente en un mismo discurso, de una ardiente retórica
“revolucionaria” oficial con la incapacidad para construir alternativas
políticas y económicas verosímiles. Teniendo en cuenta estas cuestiones, ¿no
estaría justificado preguntarse qué es lo que queda detrás de las toneladas y
toneladas de manifiestos y programas idénticos entre sí, inmunes al paso del
tiempo, signo insoslayable de un arraigado inmovilismo doctrinal?: un discurso
residual de tipo identitario más que discutible, varias décadas de resultados
electorales de escasa relevancia (salvo contadas excepciones), la conversión
del antiguo PCE en un grupúsculo fundamentalista, una serie de experiencias de
gobierno cuando menos contradictorias (algunas, poco gloriosas), y un catálogo
de apelaciones sectarias a la unidad de la izquierda, dirigidas más a la
autoafirmación de un sector muy minoritario del electorado que a la voluntad de
conquista de nuevas mayorías sociales. En estas condiciones, resulta un tanto
disparatada la arrogancia de expedir certificados de buena conducta, en función
de que se acepte participar o no en un frente de izquierdas de cara a las elecciones
generales.
Es interesante
observar, que determinados medios ya han asignado a Podemos la casilla que le
corresponde en el nuevo escenario electoral, acompañado de un manual de
instrucciones precisas: 1- no invadir espacios que pertenezcan por derechos
históricos a otros partidos, particularmente al PSOE; 2- impedir que la
transversalidad de las protestas provocadas por las políticas neoliberales
tenga un nuevo destinatario. No importa que la socialdemocracia se haya
transmutado en una fuerza corporativa, cuyos líderes, cíclicamente, ejercen de
izquierdistas en la oposición y de “dirigentes responsables” en el gobierno.
Por encima de todo, el guion señala que Podemos ha de ser coherente con su
misión fundacional, atornillado a la casilla del radicalismo populista y
chavista, en disputa con las izquierdas tradicionales; ergo su destino no puede
ser otro que el de participar en un frente de izquierda, al que ya se le ha
otorgado graciosamente una franja electoral minoritaria preestablecida. No hay
elección. Podemos debe asumir la condición subalterna que le confieren las
leyes inscritas en su naturaleza política y ser respetuoso con las
dinámicas de reorganización del poder en un marco bipartidista. La finalidad:
garantizar la eventualidad de acuerdos combinados entre PP, PSOE y Cs e impedir
a cualquier precio un gobierno de o con Podemos; en todo caso, restarle
capacidad para convertirse en una fuerza determinante. Grecia está cerca y aún
en su derrota (la izquierda revolucionaria con 3 R, esa a la que no le tiemblan
las piernas, lo llama alta traición), es preciso evitar a toda costa el
contagio del Syriza de Tsipras cortocircuitando el ascenso de Podemos. He ahí
uno de los muchos puntos comunes entre la derecha y la socialdemocracia europea
y española. Esta estrategia tuvo sus antecedentes a mediados de los años
setenta y comienzos de los 80 del siglo pasado, cuando el ascenso de las
izquierdas en Europa parecía imparable. La revolución de los claveles en
Portugal (1974), la caída de los Coroneles en Grecia (1976), la inminencia del
acceso al poder del PCI en Italia a través del Compromiso Histórico con la Democracia Cristiana
de Aldo Moro (1978), Mitterrand y su Programa Común (1981) y las
excelentes expectativas del aún ilegal PCE, hicieron sonar las alarmas de la OTAN , Centinela de Occidente
y de la
Civilización Europea. Al peligro que suponía un gobierno de,
o con, el PCI en Italia se le llamó factor K. Hoy, a la amenaza que representa
Podemos, con todas las variables y matizaciones del mundo, se le podría
denominar Factor P.
1+ (-1) = 0
Parece ser que la
llamada confluencia política de la izquierda se ha convertido en un novísimo
Santo Grial, que permitiría un cambio radical en la correlación de fuerzas en
las próximas elecciones generales. Poco a poco se ha ido generando desde los
grandes medios de comunicación una suerte de razonamiento místico o tautológico
en torno a un juego de palabras circular: Sumergirse en la confluencia sería
como purificarse en las aguas del Jordán, que absolvería de sus pecados pasados
a Podemos, permitiéndole el ingreso en la cofradía de los creyentes verdaderos.
No hacerlo, equivaldría a un crimen de lesa traición. ¡Ay, amenazan, si Podemos
se atreve a rechazarla tras las elecciones catalanas, asumirá de por vida la
responsabilidad de la derrota de las clases populares en las generales
¿Sin embargo, de qué se
trata cuándo se habla de confluencia?
En términos generales,
parece de sentido común aplicar las matemáticas elementales a la política: dos
más dos igual a cuatro. Ahora bien, siempre que se sumen cantidades homogéneas
y de signo positivo. De lo contrario, las cuentas no salen.
Pero, ¿qué ocurre
cuando lo que se ha dado en llamar pomposamente como confluencia no es sino una
réplica multiplicada ad infinitum de un mismo o varios sujetos políticos en sus
más variadas interpretaciones satelizadas, provincia a provincia, región a
región? ¿Cómo interpretar una colección de siglas de escasa o nula
representación social sino como uno de esos celebrados episodios de romanos
vestidos de cartagineses (y viceversa) según las conveniencias territoriales de
la acción fílmica? ¿No es ventajismo político apelar a los éxitos municipales
de Madrid y Barcelona como forma de presión a Podemos, para que renuncie a
candidaturas propias en toda España, y no al fracaso de las llamadas
candidaturas de unidad popular en el resto del país, bajo control de la
izquierda tradicional?
Siendo esto así, no
parece lo más adecuado llamar unidad popular a una simple colección de
entidades de representatividad cuestionable, urgidas por la imperiosa necesidad
de refugiarse en una marca participada por Podemos, ante el peligro de
desaparición inminente en las próximas citas electorales. Si, además, esas
candidaturas se presentan a la estela de una denominación igual o parecida a
alguna de las ya contrastadas, mayor apariencia de arraigo popular. En este
escenario de sombras chinescas, lo importante no son los contenidos sino
fagocitar una imagen simbólica acreditada (Ahora Madrid, por ejemplo, o antes
Ganemos Barcelona), repetida hasta la saciedad, que trasfiera prestigios
ajenos.
Si hace escasos meses
las primarias abiertas eran objeto de burla por tratarse de un “invento
norteamericano”, ahora hay quien hace suya esa iniciativa aunque sea en
versión tutelada e interna del formato original; si Podemos y sus dirigentes
eran un producto mediático destinado a desaparecer a las primeras de cambio
(como aseguraban que sería el destino del 15M), ahora se les busca
desesperadamente para reclamarle altura de miras y generosidad ilimitada; si
hasta hace unos meses Podemos no era un instrumento fiable por “situarse en el
centro del tablero”, “no ser de izquierdas ni de derechas”, o instalarse fuera
de los “conflictos de clase”, ahora ya no importa, las angustias electorales (y
las derrotas municipales y autonómicas con sus secuelas económicas) dictan que
el desprecio se trastoque en respeto y el desdén en objeto de deseo.
El hilo argumental que
justificaría esos cambios de opinión se sostiene en que las experiencias
municipales de Madrid, Barcelona, Valencia….se basan en modelos extrapolables
para las generales. Nada más desacertado.
Primero, porque el
discurso y las estrategias de las izquierdas representadas en esas candidaturas
(y las problemáticas territoriales de referencia) tienen poco que ver con los
de la izquierda tradicional o no la incluyen, como Madrid y Valencia. En este
caso, es inevitable que surja una cruel paradoja: si las propuestas y formatos
municipales de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares o Galicia, son el modelo a
seguir en el resto de España, ¿no sería deseable que una de las condiciones
necesarias para su éxito sea que esa izquierda, en un acto de generosidad, no
obstaculice el proceso?
Segundo, porque los
actores y las alianzas que intervienen en el plano municipal tendrán,
previsiblemente, un comportamiento muy distinto en las generales: ¿alguien
piensa sensatamente que el PSOE seguiría las mismas pautas respecto a una
candidatura de unidad de la izquierda, que el que ha tenido en Madrid,
Barcelona, o en una serie de Comunidades?
Tercero, porque caben
muchas dudas acerca de cuál sería la izquierda aliada de Podemos, provincia a
provincia, comunidad a comunidad: ¿la que ha expulsado a 5000 militantes en
Madrid, la que facilitó el gobierno de Monago en Extremadura, la que ha
gobernado para sí misma, con un PSOE agujereado por los caso de corrupción, las
privatizaciones y las contrataciones escandalosas en Andalucía….?
Cuarto, porque ante
este panorama, no sería improbable que sectores procedentes de la izquierda
tradicional, o Podemos, no apoyen ni voten candidaturas de confluencia,
neutralizándose mutuamente, o lo que es igual, que la sumatoria de fuerzas se
convierta en un magma autodestructivo igual a nada.
Y quinto, porque es
evidente que una propuesta genérica de unidad con esta izquierda,
o de participar con ella en mixturas electorales provinciales (siempre hay
alguna excepción singular), estaría condenada a jugar en espacios políticos
reducidos, muy lejos de la necesaria suma de consensos democráticos para
derrotar a la derecha.
Si el objetivo es
desalojar del poder al bunker conservador, y no dar testimonios de fe con un
grupo reducido de parlamentarios, no hay duda: lo coherente sería aspirar a una
convergencia democrática transfronteriza capaz de aislar al núcleo duro de la
derecha e infringir una derrota completa al bipartidismo. En conclusión,
a nadie se le escapa que un frente de izquierdas, en las condiciones no
imaginarias sino reales de aquí y ahora de la izquierda tradicional, cualquiera
que sea su ámbito, además de tener un alcance restringido y un programa
inasumible por las grandes mayorías, constituiría un adversario fácilmente
abatible.
En este sentido,
convendría recuperar la memoria de las luchas y experiencias del pasado anti
franquista, pues nos muestran el camino a seguir en muchos casos. Hoy la
cuestión central frente a la dictadura de los mercados y la Troika , (como antes, contra
el bunker del franquismo) vuelve a ser la democracia sin adjetivos y su
desarrollo en todos los campos, en cuya defensa hay que interpelar a todos y
todas sin distinción. Millones de ciudadanos que formaron parte del bloque
electoral de los vencedores (PP y PSOE), en el pasado inmediato, han sido
desplazados forzosa y masivamente al territorio de los vencidos, de los
exiliados del sistema, de los derrotados de cualquier signo que no han quedado
a salvo de las sucesivas lesiones de derechos. Tras cada derecho pulverizado
hay centenares de miles de ciudadanos agrupando fuerzas en las Mareas, las
asociaciones de afectados por las hipotecas, los movimientos vecinales, las
organizaciones de pymes, de consumidores, los movimientos de mujeres, el mundo
rural, los sindicatos, las asociaciones de profesionales y estudiantes... Por
tanto, derechos, si, sumados. Inseparables. Indivisibles. Inmediatos. Urgentes.
Ignora este artuculo la animadversion de podemos a los sindicatos de clase mayoritarios, al situarlos dentro del regimen a eliminar.
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