Años
después de las primeras elecciones municipales en democracia volví a Santa Fe, capital de la Vega de Granada. No daba
crédito a mis ojos: limpia como los chorros del oro, sus placetas llenas de
flores, todo un cambio espectacular. Voces amigas me dijeron: «Es cosa del
ayuntamiento de la democracia». Así fue, en efecto, en la ciudad de los Cuatro Arcos y en un sin fin de lugares. Los primeros
ayuntamientos dignificaron sus ciudades y les dieron un toque de modernidad que
hacía tiempo estaban necesitando: pasaron del gris al technicolor. Después,
vino lo que vino, y no pocas cosas se torcieron en demasía.
Nuevos
sujetos colectivos han irrumpido, tras las recientes elecciones, en los
ayuntamientos junto a las izquierdas tradicionales. Mi primer deseo: bon vent i barca nova, como dicen los
pescadores catalanes. Lo primero: limpiar la pocilga. Tras lo cual cabe la
posibilidad de abrir un nuevo itinerario en las ciudades corrigiendo los
desperfectos de los últimos años. Y proyectando una amplia reforma del
territorio, recabando el protagonismo, activo e inteligente, de los movimientos
sociales. Mi segundo deseo: no repitan las fuerzas que han protagonizado los
cambios el error caballuno de aquellos tiempos que se caracterizaron por el
ninguneo de los movimientos vecinales. Ni que éstos pierdan su autonomía y voz
constructivamente propositiva. El asociacionismo fuerte en todos los sentidos
es –o puede ser-- una garantía más del
necesario éxito de los nuevos ayuntamientos.
Por supuesto, también el sindicalismo en el territorio.
Acierta Antonio Baylos cuando habla [de la necesidad] del
«cambio cultural que conduce a una nueva concepción del espacio urbano, pero
también del tiempo en este mismo espacio, flexibilizándolo y adaptando su uso a
las necesidades personales y cambiantes de diferentes estratos y grupos
sociales». Se trata de un proyecto de
gran enjundia que ya no es unas reformas cuantitativas como lo fueron las
realizadas en el primer ciclo de los ayuntamientos democráticos sino
cualitativa. Ahí es nada esa nueva concepción del espacio urbano. Los
consistorios si no están capilarmente conectados con los movimientos sociales
no podrán llevarla a cabo. Parece, pues, de cajón que sea preciso una alianza
ciudadana del omnia sunt comunia. Se
trataría de una alianza que pusiera en marcha un gran trabajo de mediación
reconstruyendo pacientemente los hilos de una comunicación entre la esfera
social en todas sus diversidades y su insuprimible pluralismo y la esfera institucional.
El
sindicalismo, en tanto que sujeto urbano, deberá también decir la suya. Entre
otras cosas, porque en el territorio se defiende (y puede ampliarse) el poder
adquisitivo de los salarios que se consiguen en sede federativa. Y puede
hacerlo porque ha acumulado ciertas experiencias de contractualidad en el
territorio. Sería conveniente un análisis crítico de los acuerdos que alcanzó
hasta mediados de la primera década. De un lado, con realizaciones en políticas
de vivienda; de otro lado, con planes territoriales. De una parte, con logros
muy positivos; de otra parte, con acuerdos donde los contenidos eran ni fu ni
fa, auténticos perifollos fruto de un pactismo banal. Pero que, en gran medida,
todo ello implicó al sindicalismo en la cuestión territorial y le dotó de
experiencias.
El
sindicalismo –lo decíamos ayer-- puede
ser un sujeto que proponga un cacho muy notable de esa nueva relación del
espacio / tiempo urbano (1). Una relación más amable y útil, más racional y
eficiente entre los horarios de trabajo y los tiempos de vida puede hacer más
vivible y habitable la ciudad. Sería,
por otra parte, una plasmación de que el sindicalismo, como sujeto reformador,
cumple con sus funciones al tiempo que renueva su personalidad.
A todos: bon vent i barca nova.
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