Ada
Colau
tiene una cara suficientemente conocida entre la ciudadanía. Lleva años
saliendo en los medios comunicando con pasión controlada y punto de vista
fundamentado con una pizca de agradable picardía. Es, además, una cara que
seduce no sólo a sus parciales. Y por encima de todo, incluso en la polémica
más áspera, nunca pierde los papeles. Por eso me ha parecido que la inclusión
de su rostro en la papeleta electoral es un ejemplo de innecesaria
sobredimensión de su figura. Es innecesaria tanto estética como mediáticamente.
Ada Colau no necesita ningún tipo de postizos.
Esa
sobredimensión corre un peligro: su deslizamiento al culto a la personalidad
con todos los riesgos que conlleva. El culto a la personalidad que, (cuando se
da) es distinto a la estima y respeto a quien dirige, no es cosa que aparezca
de improviso, sino como acumulación de detalles
inducidos “por arriba” y gestos de
admiración desatada y acrítica desde
abajo. Que, en un principio, parecen incomodar al líder, pero que mutatis mutandi acaban por envolverlo:
finalmente el líder acaba auto encumbrándose y auto legitimándose. El líder,
pasado un tiempo, considera como cosa natural que dicho «culto» le es debido.
Ada Colau
debe estar vigilante, pues la macha hacia el ensalzamiento se produce, primero,
de manera lábil y, después, vertiginosamente. Metafóricamente hablando: se pasa
de la foto en la papeleta electoral a erigirse una estatua en vida. Ni de lo
uno ni de lo otro tiene necesidad Ada Colau. Es más, me atrevería a decir que
poner el acento en la participación, activa e inteligente, ciudadana se da de
bruces con el tendencial culto a la personalidad que, como germen, denota la
foto en la papeleta. Incluso podría decirse que a mayor culto a la
personalidad, mayor es la distancia entre el personaje y sus ahinojados.
Siempre
sospeché que el culto a la personalidad no respondía a un afecto personal de la
gente con su líder, sino de una especie de temor y admiración. Quien dirige,
cuando es sentimentalmente querido, admirado y respetado, no acaba provocando
el culto a la personalidad. Pondré un ejemplo que me es muy cercano: Marcelino Camacho.
Era
imposible caminar con Marcelino por Barcelona, pues cada dos por tres se le
acercaban no pocas personas para
saludarle e incluso “tocarle”. Era el afecto personificado, la admiración y el
respeto. Era una curiosa cercanía de quienes nunca habían compartido proximidad
física con él. Y es que Marcelino era fundamentalmente querido. Ni quería el
culto a la personalidad ni le hubiera gustado. Recuérdenlo los asesores de la Colau y sépalo ella
también.
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