La
promiscuidad entre la política y las finanzas es cada vez más preocupante.
Entiendo que es la amenaza más estridente para el sistema democrático. Hasta
tal punto que los partidos más importantes se han convertido en «aduladores
agachados» del mundo del dinero. Esta potente imagen, aduladores agachados,
aparece en El rey Lear
de la pluma del genio de Strartfdord: una obra que es una reflexión sobre el
poder.
Esta
postura genuflexa de los partidos que la ejecutan tiene, como es natural, su
precio. Nada es gratis. A cambio de tu dinero yo pongo en marcha toda una serie
de disposiciones legislativas, decretos, circulares y la panoplia de medidas
que te hagan falta. De manera que mordidas, comisiones y cohechos es el nexo que
vincula a dichos partidos con el mundo del dinero. Ahora bien, el parné que se
desembolsa –ora para los partidos en tanto que tales ora para los bolsillos
particulares de sus dirigentes-- es
recuperado por tan generosos donantes a través de los escandallos y
presupuestos. Quienes pierden son las arcas públicas y, en definitiva, la
ciudadanía. Y, en todo caso, lo que parece consolidarse es una constelación de
«zonas grises», de las que habló en su día Alain Minc:
un territorio físico que va demediando la democracia y, a la par, potencia su
autoritarismo bonapartista.
Pues bien, en ese vínculo está la enorme dificultad de la
regeneración de la política democrática: en la identificación de la razón
financiera con la razón de Estado. De una razón de Estado que explicaron Maquiavelo y el
cardenal Richelieu de manera diversa. De una razón financiera y de la razón de Estado que, por otra parte, disfrutó en su día
el capitalismo manchesteriano y que ha radicalizado el turbocapitalismo
financiero. Lo que en el primero pudo ser un pacto implícito, ahora es una
fusión explícita de socorros mutuos.
Estando así
las cosas hay que convenir que mientras se mantenga esa situación, las cosas
irán a peor. Por el momento –ya veremos más adelante— es preciso establecer la
drástica eliminación de toda aportación financiera a los partidos políticos
(también a los sindicatos) por parte del Estado y de los particulares; y
también el alejamiento definitivo de la representación política (y sindical) en
las entidades financieras.
Todos los
sujetos políticos y sociales deben contar sóla y solamente con los fondos de
sus asociados y seguir el antiguo código que afirma que «quien quiera peces que
se moje el culo». De esa manera –y otras que vayan surgiendo-- es posible que se rompa el teorema que
formulara Juan de Dios Calero,
zahorí de ideas de Parapanda, que decía: «A más dinero destinado a los partidos
por parte del Estado y de los particulares, más distancia hay entre ellos y la
ciudadanía». El maestro Calero ni siquiera se tomó la molestia en demostrarlo
con algoritmos: dijo que era un axioma, que abría la posibilidad de limpiar los
establos de Augías. Sépase que Calero no era un radical, pues
tenía a buen orgullo simpatizar con la Sociedad Fabiana
en general y don Fernando de los Ríos en particular. A quien me diga que esta medida es claramente
insuficiente –la eliminación de todo tipo de subvenciones, donaciones y demás
por parte del Estado y de particulares— le diré: «Tiene usted razón, es
claramente insuficiente. Aguardo, pues, que usted complete la cosa. Soy todo
oídos».
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